Aguardientes. Segunda temporada.
Era de bronce. Pero yo apenas sabía entonces de esos dorados y la hallé con creencia fabulosa, como quien encuentra un tesoro escondido, y claro que estaba escondida, claro, Mi viejo la había envuelto en una franela gris y canutado detrás de la fila de lomo arratonado de la colección Espasa Calpe.
La saqué con cuidado y le pasé el mismo trapo que la cubría y después la limpié con limón y sal que era lo que sabía usaba mi vieja para los picaportes de la puerta de entrada de la casa….
Un relieve terso elevaba la sonrisa dulce, los pómulos redondeados y el cabello recogido… Los ojos, a diferencia de los ojos de las estatuas que yo veía en el patio del San Juan Evangelista de la Boca, esos ojos, no estaban vacíos de mirada, sino que por el contrario parecían palpitar. Al menos a mí me lo parecía y aún me lo parece en el recuerdo, en la memoria infantil, que suele ser menos mezquina.
El circulo de metal proyectaba ese rostro que tanto se parecía a la alegoría de la libertad que tantas veces después y antes viera, aún en los estandartes de los asesinos. Era el rostro de Evita.
Evita, la que aprendí a proteger y a ocultar, por un tiempo, como lo hacía mi viejo, detrás de los libros.
Esa Evita de bronce, portátil, que se bancó todos los rajes y todas las mudanzas. Esa Evita fuerte, que atraviesa el tiempo, que me viene de la infancia. Esa Evita que no muere, que no resucita, que no necesita homenaje.
En la feria de Dorrego, hace unos meses, me topé con una reproducción idéntica de esa imagen de bronce de la que les estoy hablando.
La toqué, la recordé con las manos, con los ojos y no la compré, no me la llevé. Porque siendo igual, no era la misma. No era la de la lucha familiar, la del poderoso influjo de aquellos años.
La verdadera, la que yo necesito, está detrás de la memoria de la gente, en un lugar seguro, detrás de los libros que todavía no se han escrito, envuelta en un trapo gris, con los colores de todas mis banderas.