De Auschwitz a Cambiemos

Tras la visita de Merkel y la gaffe tuitera de Eduardo Amadeo, recordamos el juicio que refundó el modo alemán de procesar el pasado y los sinuosos recodos de la reconciliación macrista.

A fines del siglo XIX los políticos conservadores solían escribir libros, dirigían diarios y eran brillantes oradores. Ahora no son capaces de redactar un tweet sin incurrir en alguna burrada. Un ejemplo de ello es el diputado de la alianza Cambiemos, Eduardo Pablo Amadeo, quien al referirse al reciente acto protocolar de la canciller alemana en el templo de la calle Libertad sorprendió a la opinión pública con la siguiente frase: “La visita de (Angela) Merkel a la sinagoga demuestra cómo es posible y esencial la reconciliación. El que quiera oír que oiga”. Un dislate conceptual que sin duda será recordado con sorna por las futuras generaciones. Pero no el único proferido en referencia a la Shoá por los cabecillas de ese espacio político.

 

En tal sentido cabe recordar a Esteban Bullrich -para colmo a cargo del Ministerio de Educación- cuando al firmar en Ámsterdam un convenio con la Casa-Museo de Ana Frank se le ocurrió decir, forzando el tonito marketinero del PRO, que los sueños de la niña holandesa “quedaron truncos, en gran parte por una dirigencia que no fue capaz de unir”. Esa era su interpretación sobre el régimen nazi. O cuando a Jaime Durán Barba -para colmo el principal asesor comunicacional del macrismo- se le soltó de la lengua durante una entrevista periodística que “Hitler era un tipo espectacular”. O cuando el intendente de Vicente López, Jorge Macri -para colmo el primo del Presidente-, auspició la conferencia “Las dos Evas del poder: Eva Perón y Eva Braun” (sí, la amante del Führer) en el ciclo “Pequeñas biografías de grandes mujeres”, organizado por su municipio. Leves derrapes ideológicos en una construcción partidaria que se desvive por resultar amable y dialoguista de cara al electorado. En fin, nada que la magia del coaching no pueda mantener bajo control.

 

Sin embargo la incontinencia tweetera del diputado Amadeo le aportó al tema una vuelta de tuerca no menor: la palabra “reconciliación”. Versöhnung, en alemán. Como si la señora Merkel fuera una representante tardía del Tercer Reich que supo cristalizar el bello acto de amigarse con el pueblo judío. Algo que también resultaría posible -así como últimamente lo desliza el oficialismo con notable obstinación- entre las víctimas y los hacedores del terrorismo de Estado en Argentina durante la última dictadura cívico-militar. En tal contexto lo de Amadeo no fue un disparate personal sino un pronunciamiento orgánico apuntalado en una burda fantasía histórica tendiente a falsificar -bien al estilo del PRO- el modo en que los alemanes procesaron su propio pasado una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.

 

En este punto bien vale poner las cosas en su lugar.

 

Amnesia con chucrut

Al respecto, nada menor que una ya amarillenta telefoto de la agencia United Press fechada el 20 de diciembre de 1963. Exhibe un plano general de la sala de actos del Ayuntamiento de Frankfurt convertido en tribunal. El sitio está colmado. Los magistrados y fiscales lucen toga. Todos de pie. La imagen es estremecedora. En tal escenografía se descorrerá el velo de la tragedia más ominosa del siglo XX. Una escena universal, como sólo unas pocas a lo largo de la historia. Así comenzó el juicio a los jerarcas de Auschwitz, el principal campo de exterminio nazi, donde murieron dos millones y medio de personas.

 

Lo cierto es que la República Federal Alemana tardó casi dos décadas en llevar al banquillo a los responsables del Holocausto. De hecho, los juicios de Nuremberg, entre 1945 y 1946, fueron obra de las naciones aliadas; en el de Adolf Eichmann, en 1961, intervino un tribunal israelí, mientras que otros procesos notables contra criminales de guerra nazis ocurrieron en países del bloque soviético. De modo que el juicio de Auschwitz propició el primer vistazo de los alemanes al inapelable espejo de la memoria. Porque desde 1945 en adelante las élites vinculadas al nacionalsocialismo pronto volvieron a tomar posiciones en la administración pública, en la justicia y en la política. En aquel país no era conveniente hurgar el basural de la historia reciente. Eso también corría para la llamada mayoría silenciosa, demasiado a gusto con los flamantes frutos del “milagro alemán”. El lema de la época era: “Donde no hay demandantes, no hay jueces”. Pero el gran empeño del fiscal general de Frankfurt, Fritz Bauer, hizo que Auschwitz atravesara la conciencia de los alemanes como un fantasma apenas disimulado.

“El juicio de Auschwitz propició el primer vistazo de los alemanes al inapelable espejo de la memoria”

“Es imposible convertir la Tierra en un cielo, pero debemos evitar que la Tierra se convierta en un infierno”, señaló el doctor Bauer en una entrevista al semanario Stern, en vísperas del proceso.

 

Bauer era un jurista judío alemán de Stuttgart nacido en 1903. Durante el nazismo se refugió en Escandinavia tras huir en 1935 de una mazmorra de la Gestapo. Ya en Frankfurt a mediados de los años ’50 cristalizó -junto a su equipo de colaboradores, un puñado de fiscales jóvenes- el sueño de alambrar a los culpables. Esa apuesta era ambiciosa: no sólo se pretendía aprehender a los autores materiales e intelectuales de la barbarie sino también dar impulso desde la justicia a la regeneración moral de toda una sociedad. Así fue como, sin medios ni recursos y muchas veces con plata de sus bolsillos, Bauer y los suyos acumularon una impensada cantidad de documentos y testigos. Así, tras cinco años de pesquisas, la Acusación Federal de Frankfurt presentó en 1963 un expediente de 700 páginas con los cargos correspondientes. También había 1700 testigos, casi todos sobrevivientes. Bauer, entonces, dijo: “Si este juicio debe entenderse como parte integrante del proceso penal, entonces deberá ser un aviso y una lección para todos”.

 

La muerte industrial

Tal como consta en las actas del proceso judicial, el 4 de febrero subió al estrado el sobreviviente Otto Wolken, un vienés rescatado de Auschwitz por el Ejército Rojo en 1945. Era el primer testigo de cargo. Su declaración arrancó con la llegada en tren a la rampa de Birkenau, donde se realizaba la selección de quienes vivirían y quiénes no.

 

“Sonaba un vals -dijo, mirando a los verdugos-. La banda del campo ensayaba. La música era suave, bella. No podíamos imaginar que estábamos en las puertas mismas del infierno”.

 

El campo de Auschwitz fue hijo dilecta de la Conferencia de Wannsee. El 20 de enero de 1942 tuvo lugar en un castillo de aquel distrito berlinés un encuentro de jerarcas del régimen nazi encabezado por el jefe máximo de la Gestapo, Reinhard Heydrich. Entre los otros 13 participantes estaban Adolf Eichmann. En esa oportunidad, se acordó poner en marcha la “solución final del problema judío” que llevaría al Holocausto. Y también hubo protocolos para otras minorías; entre ellas, discapacitados físicos y enfermos mentales. Poco después comenzaron los asesinatos masivos.

 

El complejo de Auschwitz, situado a 50 kilómetros de la ciudad polaca de Cracovia, parecía una enorme planta industrial, impresión robustecida por las chimeneas siempre humeantes de los hornos crematorios. Constaba de tres campos principales: Auschwitz I, Birkenau y Buna-Monowitz. Este último era usado como unidad de trabajo esclavo por la empresa química IG Farben, que producía el gas letal Zyklon B, con el cual fueron asesinados millones de hombres mujeres y niños. En resumidas cuentas, se trataba de una verdadera fábrica de exterminio; una fábrica cuya cadena de producción -gestionada en todas sus fases por unos 7000 efectivos de la SS- no dejó detalle librado al azar. Esa fue su máxima finalidad.

 

Ahora el tribunal de Frankfurt mostraba una veintena de sus gerentes. Entre ellos se destacaba el segundo comandante del campo, Robert Mulka, un antiguo despachante de aduana que en Auschwitz se ocupaba de garantizar el suministro de Zyklon B; el delegado de la Gestapo, Wilhelm Borger, un antiguo empleado contable que en Auschwitz investigaba a prisioneros por hurtos y fugas; el jefe de enfermería Josef Klher, un antiguo carpintero que en Auschwitz mató con inyecciones venenosas a miles de prisioneros enfermos. Y el farmacéutico Víctor Capesius, un antiguo empleado de la IG Farben que en Auschwitz tenía bajo su mando el manejo de las cámaras de gas.

 

Todos ellos oían los relatos de sus crímenes observando con desprecio a los testigos. Los acusados decían no saber ni recordar nada.

 

-¿Usted sabía que el camión llevaba prisioneros a la cámara de gas? -le preguntó el fiscal a Mulka.

 

-No fui informado.

 

-¿Cómo explica que se lo ocultaron?

 

-No había razón para que me lo informaran. Y no vi nada.

 

Ese sujeto en realidad veía el crematorio desde la ventana de su oficina. Miles de prisioneros fueron gaseados allí. Únicamente cuando los fiscales presentaron una serie de órdenes de transporte firmadas por él para comprar Zyklon B, su silencio se quebró. Entonces dijo unas frases inconexas. Dichos papeles señalaban que se requería gas venenoso para un “sonderbehandlung (tratamiento especial)”. Ese era el código de la muerte por gas.

 

Tras 182 audiencias, el juicio de Auschwitz culminó el 20 de agosto de 1965. Borger -quien en sus pesquisas policiales supo torturar a 19 personas en simultáneo- fue condenado a prisión perpetua. Mulka, a 14 años de prisión. Igual pena fue para el enfermero Klher. Por su parte, Capesius fue condenado a nueve años. Otros antiguos jerarcas de Auschwitz fueron beneficiados con sentencias que oscilaron entre los siete años de cárcel y la absolución. Habían sido juzgados con un código del siglo XIX que no había previsto el delito de genocidio. Por esa razón algunos fallos resultaron ciertamente benévolos.

 

Pero tras develarse la trama de Auschwitz, Europa nunca volvió a ser la misma.

 

La cultura macrista del encuentro

A casi 52 años de concluir el juicio de Frankfurt, un oscuro legislador argentino tuvo el dudoso mérito de ser la comidilla de la prensa internacional por hablar de “reconciliación” en Alemania, cuando aquel país aún persigue y enjuicia a los nazis.

 

Tanto es así que hace un año había sido condenado uno de ellos, el ex guardia de Auschwitz, Reinhold Hanning, de 94 años, por su participación en el asesinato de 170 mil personas. El tipo murió no impune una semana antes de que el pobre Amadeo desenvainara su ahora célebre cuchillo de claridades. Pero él tampoco se enteró de eso

 

Y sin amilanarse por los repudios y burlas que merecieron sus palabras, siguió polemizando no sin un dejo de enojo con sus críticos y detractores. “¿Que los pueblos puedan dialogar es boludez?”, insistía con énfasis retórico. Y entrevistado por María O`Donnell en Radio con Vos hasta adoptó un tono reflexivo: “He pensado mucho si el mejor verbo es ‘reconciliar’; quizás haya otros mejores, y usted me puede ayudar”.

“A casi 52 años de concluir el juicio de Frankfurt, un oscuro legislador argentino tuvo el dudoso mérito de ser la comidilla de la prensa internacional por hablar de “reconciliación” en Alemania, cuando aquel país aún persigue y enjuicia a los nazis”

Ya se sabe que semejante vocablo, aplicado a la realidad argentina, es la clave del asunto y también parte de una ya explícita política de Estado cuyo propósito es acelerar la regresión en materia de Derechos Humanos. Porque desde una perspectiva totalizadora la “teoría de los dos demonios” está en los genes del gobierno de Mauricio Macri, cuya fortuna familiar ha sido forjada con los apetitosos contratos de la obra pública en tiempos del régimen militar. Y en lo inmediato también está en juego una asombrosa especulación de tipo electoralista: el total de represores presos sumado a sus familiares y allegados representa para el oficialismo una cifra que araña el millón de votos. Esas, entre otras muchas razones, explican el negacionismo con respecto al número de desaparecidos, la escandalosa ley del 2×1, la gradual indiferencia del Ministerio de Justicia por los juicios de lesa humanidad, el festival de arrestos domiciliarios y la desfinanciación de actividades y programas impulsados por el gobierno anterior desde la Secretaría de Derechos Humanos. Precisamente allí -según reveló Horacio Verbitsky el 9 de junio en el diario Página/12– se diseña en la actualidad un combo de medidas a plasmarse después de octubre, que incluyen modificar los planes de estudios sobre la década del setenta, el silenciamiento de los organismos de Derechos Humanos y someter a proceso por delitos de lesa humanidad a los sobrevivientes de la dictadura para forzar una nueva amnistía. En tal marco, la “reconciliación” es un valor estratégico.

 

Sin duda los anfitriones locales de la canciller Merkel creyeron ver en su visita a la sinagoga de la calle Libertad la oportunidad propicia para agitar la ilusoria bandera de la denominada “cultura del encuentro”, cuya ridícula exteriorización corrió por cuenta de Amadeo.

 

Ahora seguramente en las entrañas del macrismo se mastica la certeza de que designarlo a él para tan delicada tarea no fue una buena elección.

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