Hace 90 años tuvo lugar el primer golpe de Estado en nuestro país, al menos durante el siglo XX. Su preparación había comenzado dos años antes, tras la reelección de Hipólito Yrigoyen con un aplastante 61,69% de los votos sobre el 31,71% del llamado Frente Único, coalición de partidos integrada por la UCR Antipersonalista, la liga de partidos conservadores de todo el país, los partidos Liberal y Autonomista de Corrientes, el Bloquismo de San Juan y el lencinismo mendocino que, excepto el escuálido Partido Socialista, vendrían a ser todos los demás partidos existentes.
La injuria como método
Desde el inicio de su primer mandato, el 12 de octubre de 1916, el primer presidente argentino electo por el pueblo tuvo que soportar el asedio de una oligarquía abroquelada en el Congreso y la mayoría de las provincias, del Poder Judicial, de un socialismo cerrilmente librecambista y un movimiento anarquista completamente alejado de la realidad nacional, a los que pronto se sumarían sectores del propio radicalismo, un nacionalismo conservador tan liberal como la oligarquía venida a menos que lo había parido y, muy especialmente, los grandes medios (La Prensa, La Nación y Crítica), que llevaron a cabo una campaña de difamación del gobierno y de injurias contra el presidente como no se había visto desde las Tablas de Sangre de Rivera Indarte y no se volvería a ver hasta tiempos recientes.
Así, para la prensa, Yrigoyen era “el peludo llorón y espiritista”, “Mano santa”, “Madre María”, “el terror de los zaguanes de Balvanera”, “el seductor de viudas y maestras”, de quien se decía que oía voces como Juana de Arco, que no se bañaba, al que -honrandolo involuntariamente- se “descalificaba” de gaucho.
Un diario habla de “su impotencia mental, de su absoluta incapacidad para razonar”. “Es un enfermo delirante –agrega la publicación–. Su estudio corresponde a la psiquiatría. En cualquier nación culta lo habrían llevado a la casa de los orates”, para luego afirmar que el país debería ser gobernado por hombres capaces “y no por dioses arrabaleros, perfumados y perseguidos”.
“En términos despreciativos o insultantes –dirá en 1939 Manuel Gálvez– la oposición zahiere a Yrigoyen con implacable saña. La oposición pública se ejerce en los diarios, en el Congreso, en las reuniones políticas, en carteles callejeros. La oposición privada, que se alimenta de la prédica periodística, se ejerce en cuanto se juntan dos personas”.
Se lo trata de ladrón y se califica a su gobierno de “orgía de malversación y prevaricato”, se le reprocha “un desenfrenado apetito de poder”, de profesar un “odio negativo e inferior”. No hay delito, defecto ni bajeza que no le fuera atribuido: lo tildaron de taimado, desleal, cobarde, insano, ignorante, semianalfabeto, arrabalero, falsario, lúbrico, sucio, chusma, canalla, traidor, bruto, hipócrita, de “pardejón envejecido” y “caudillejo rencoroso, ignorante, hipócrita y deshonesto”.
Le gritaron “tiranuelo” y “tirano” y jamás clausuró esos diarios que lo calumniaban e injuriaban, ni llevó a la cárcel a los que públicamente predicaban su asesinato.
¿Por qué tanta oposición, si finalmente, el gobierno radical no ponía en riesgo la estructura de poder económico de la oligarquía ni el modelo de país agrario y exportador? El nuevo presidente no pretendía más que moralizar la vida política y la administración, hacer cumplir la Constitución y redistribuir en forma más equitativa la renta agraria a fin de mejorar mínimamente la vida de los argentinos, que hasta ese momento habían sido privados de los derechos cívicos y excluidos del sistema político, económico y cultural.
De arranque nomás
Ya a partir del primer mes de gobierno la “opinión pública” se burlaba de sus ministros, que “no valen nada”. Su ministro de Guerra era un civil, el de Instrucción Pública un sencillo maestro de “tierra adentro”, el de Economía un consignatario de hacienda…
Benigno Ocampo, secretario del Senado, contempló horrorizado la llegada de Yrigoyen al Congreso el día de su asunción. Horas después comentó a sus amigos, reunidos en un café de la calle Florida: “Fue muy desagradable. Han desenganchado los caballos y han arrastrado la carroza presidencial por las calles, vociferando injurias y lanzando vivas. Parecía el carnaval de los negros… Hemos calzado el escarpín de baile durante tanto tiempo y ahora dejamos que se nos metan en el salón con la bota de potro”.
En medio del escarnio y la befa, “el pueblo, con su enorme instinto –dirá Gálvez–, irá comprendiendo poco a poco que los ministros de Yrigoyen, lejos de ser malos, son excelentes: los ministros de un gobierno del pueblo y para el pueblo. Entre nosotros, considéranse buenos a los gobernantes cuando llevan apellidos conocidos, pertenecen a la sociedad, visten bien, gobiernan para las altas clases y tienen prestigio personal. Yrigoyen representa un fenómeno nuevo. Hay que situarse en otro ángulo para mirarlo. Desde ese ángulo, los presidentes de Régimen han fracasado: no han hecho nada por el pueblo y han entregado el país al capitalismo extranjero. Desde este ángulo –concluye Gálvez– sólo se salvan Rosas e Yrigoyen: los dos únicos gobernantes que han hecho obra para el pueblo y que han defendido, en diferente grado, la independencia económica y espiritual del país”.
Mientras el “país decente” se escandalizaba ante la presencia de la chusma, “del pobrerío postergado y olvidado –opina Jorge Abelardo Ramos–, la pequeña burguesía universitaria, profesional, comercial o industrial, sin padres argentinos (sin padres conocidos, injuria La Fronda), se incorporará a los diversos estamentos de la burocracia nacional, provincial o municipal, a los cuerpos diplomáticos, al Parlamento, al periodismo adicto, y ocupará la escena cambiando el lenguaje, las aspiraciones y las perspectivas”.
“Ya por entonces el Congreso estaba lleno de chusma y guarangos inauditos –recordará en 1931 Mariano Bosch en su repugnante panfleto Historia del partido radical–. Se había cambiado el lenguaje parlamentario usual por el habla soez de los suburbios y los comités radicales. Las palabras que soltaban de sus bocas esos animales no habrían podido ser dichas nunca ni en una asamblea salvaje del África o del Asia. En el Congreso ya no se pronunciaban solamente discursos, sino que se rebuznaba”.
Nada muy diferente al “aluvión zoológico” o a la “horda surgida del muladar del vicio y el rencor” con que, cuatro décadas después, Ernesto Sanmartino y Ezequiel Martínez Estrada se referirán a la clase trabajadora argentina.
La principal debilidad
En la idea de Hipólito Yrigoyen, la Unión Cívica Radical no era un partido político: era una “causa”, un movimiento de reparación nacional en el cual se expresaban tanto los pequeños ganaderos como los peones rurales, los obreros no socialistas, los hijos de los extranjeros y los criollos. Esta heterogeneidad le dio un carácter contradictorio, “pero su política fue inequívoca. Su nacionalismo agrario se entroncaba con la tradición nacional y latinoamericana así como creaba las condiciones preliminares necesarias para una industrialización que Yrigoyen jamás concibió como un programa propio”. En efecto, el programa de Yrigoyen era más básico y elemental: la redistribución de beneficios, la democratización de la vida política y social y la promulgación de leyes de protección obrera (que inaugura con las convenciones colectivas, el laudo arbitral y su tenaz negativa a reprimir los cientos de huelgas obreras que tienen lugar en ese período). Un “obrerismo” que chocaba con la tradición e ideología de su propia policía -habituada a meter en el calabozo, a pedido de la patronal, a cualquier trabajador que reclamara por sus derechos- e incluso con la de algunos sectores militares, a quienes era de uso enviar a reprimir las protestas del Interior; contariaba, además, con la de destacados personajes del propio radicalismo, como Manuel Carlés (creador de la siniestra Liga Patriótica) o Leopoldo Melo, figura rutilante del “antipersonalismo” y su contrincante en las elecciones de 1928, abogado de la metalúrgica Pedro Vassena, responsable junto a la Policía de la Capital de los sucesos de la Semana Trágica.
El principal propósito de Yrigoyen será su mayor debilidad: el respeto a la Constitución y a “las instituciones”, en medio de un Poder Judicial “tan hostil para los intereses nacionales y populares como diestro para servirse a sí mismo y al sistema oligárquico que la había moldeado” y un parlamento en el que estuvo en franca minoría: la debilidad de contar con 40 diputados contra 70 de la oposición se haría extrema en el Senado, cabal representante de la corrompida oligarquía del interior, donde sobre un total de 30 senadores, el radicalismo contaba con tan sólo 4.
Esta debilidad frustró durante su primer gobierno la mayor parte de los proyectos enviados por el Ejecutivo, que pronto descubriría que aun las leyes votadas por el Congreso sólo se cumplían en el reducido ámbito de la Capital Federal, los Territorios Nacionales y algunas pocas provincias.
Baldrich y Mosconi
Pero si Yrigoyen no se proponía alterar la estructura económica del país sino su superestructura jurídica y política, modesto propósito que -así todo- logró poner en pie de guerra a una oligarquía que mantenía intacto su poder, tanto por la fuerza de las cosas como por impulso de varios dirigentes radicales y, principalmente, intelectuales militares y sectores del Ejército encabezados por Enrique P. Mosconi y Alonso Baldrich, el radicalismo fue avanzando hacia una improvisada industrialización del país y una cada vez más firme defensa de la soberanía nacional.
Es esa defensa el espíritu americanista y el impulso a la producción petrolera estatal, y no el “personalismo” del Presidente, lo que ocasiona la principal de las disidencias: la UCR Antipersonalista, de espíritu conservador, ánimo antipopular y filiación pro británica, encabezada por Leopoldo Melo y Vicente Gallo, y prohijada por Marcelo T. de Alvear durante su gobierno.
Por decisión de Yrigoyen, que vio en esta maniobra el mejor modo de mantener la potencia electoral del radicalismo, Alvear lo sucedió en la presidencia. No obstante su ideología conservadora, y si bien bajo cuerda promovió el antipersonalismo integrando a varios de sus ministros, no llegó a traicionar a su antiguo jefe: contra el consejo de sus asesores, en 1925 se negó a intervenir la provincia de Buenos Aires, donde se había impuesto el yrigoyenismo más duro, y prosiguió la política petrolera de su predecesor creando YPF, a cuyo frente designó al general Enrique Mosconi.
Con bonanza económica, protección mediática y menor oposición parlamentaria, Alvear llegó al final de su mandato, asistiendo, impotente, a la proclamación de Yrigoyen en la convención radical y a su arrasador triunfo, contra todos, incluida la mitad de su partido, en las elecciones de abril de 1928.
El final anunciado
Yrigoyen sabía que la conspiración en su contra había comenzado en cuanto se conoció el resultado electoral, lo que lo vuelve aún más retraído. Desconfía de sus propios ministros y funcionarios: hasta la menor de las decisiones tiene que pasar por sus manos –en cada expediente que debe firmar recela de un posible negociado–, lo que da lugar a largas “amansadoras” en las antesalas de la Casa Rosada que sirven de diversión a una prensa definitivamente canalla. La oposición mediática redobla sus ataques, lo ridiculiza, lo difama más que nunca antes (se vuelve creencia general, construída por la prensa, que para obtener un puesto las jóvenes maestras recién recibidas deben acudir a la Casa de Gobierno a sentarse en las rodillas del Presidente), lo acusa de enriquecerse a costa del erario público, construye mitos tan fantasiosos que deberían resultar increíbles para cualquier persona en sus cabales, como que las paredes de su PH de la calle Brasil estaban construidas con ladrillos de oro (nada muy diferente a los lingotes de los pasillos del Banco Central o las fantásticas bóvedas y los containers llenos de billetes enterrados que algún fiscal, más cerca del delirio y la alucinación que del sentido común, buscó en las inmensidades patagónicas).
Para agravar las cosas, a apenas meses de su asunción se producirá una crisis económica internacional sin precedentes, cuyos dañinos efectos no serán superados en magnitud sino hasta cien años después, por la actual pandemia de Covid 19. Para la prensa -y una opinión pública cada día más confundida y alterada-, hasta la caída de la Bolsa de Nueva York parecía ser responsabilidad del Presidente.
Este es el marco que facilita las cosas a la oposición, pero la verdadera razón de un golpe de Estado que finalmente protagonizarán extravagantes nacionalistas en nombre del orden y la normalidad, es la decisión con que Yrigoyen, Mosconi y Baldrich avanzan hacia la nacionalización del subsuelo y el monopolio estatal de la extracción y comercialización petrolera. La ley, que está a punto de ser sancionada por un Senado ahora con mayoría radical, se lleva un perjudicado: la Standard Oil Company, que operaba en la provincia de Salta, convertida, en palabras de Mosconi, “no en un Estado dentro del Estado, sino en un Estado sobre el Estado”.
Serán, sugestivamente, un general salteño intoxicado de corporativismo y una juventud imbuida de un curioso nacionalismo de inspiración francesa e italiana, quienes el 6 de septiembre de 1930 dan el golpe de mano que, al cabo, aprovechará el general Agustín P. Justo, quien dos años después, valido del Ejército, el fraude electoral y la proscripción del radicalismo, inaugurará una de las décadas de corrupción y entrega más nefastas de la historia argentina.
Pero eso todavía está por llegar. Aún estamos en 1930 e Yrigoyen marcha, enfermo, hacia la ciudad de La Plata, mientras su modesto PH de Constitución es arrasado por una multitud envenenada por la prensa, enferma de odio y ávida de riqueza que, inútilmente, derribará las paredes en pos de los fabulosos ladrillos de oro.
Y mientras Yrigoyen se dirige hacia el destierro y la prisión, en un acto que es una auténtica confesión de parte, acusados de “comunistas” son detenidos y encarcelados Enrique P. Mosconi y Alonso Baldrich, los dos primeros presos del primer golpe de Estado de la Argentina moderna.
La nacionalización del subsuelo ha sido impedida exitosamente. Habrá que esperar hasta la Constitución del 49 para que sea realidad. Y hasta la de 1994, para que vuelva a ser entregada a los monopolios internacionales.
Tres años después, con la salud deteriorada debido a las terribles condiciones de su prisión en Martín García, el viejo caudillo muere en Buenos Aires. Será despedido por una multitud emocionada y agradecida, numerosa como no se ha visto antes y que sólo se volverá a ver con la muerte de Eva Perón. Años después, al final de la biografía a través de la cual ha llegado a admirarlo, su antiguo enemigo, Manuel Gálvez, lo despedirá con estas palabras: “Su nombre será una bandera para todos los que deseamos menos diferencias entre las clases, para los que creemos que el Espíritu debe primar por sobre los valores materiales y para los que soñamos ver a la Patria libre de las garras extrañas que la han privado de su independencia económica y moral”.
Pero ya es tarde. La acción depredadora y destructiva de sus sucesores será legitimada por el fallo de la Corte Suprema de Justicia que, el 10 de septiembre de 1930, convalidó las acciones del gobierno de facto con el estrambótico argumento de que resultan legítimas por ser obra… de un gobierno de facto. Esa Corte estaba integrada por los honorables doctores José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle, y Antonio Sagarna. El nombre del señor Procurador General de la Nación que avaló el disparate en base al cual se legitimaron los actos de todas las dictaduras siguientes era ¡oh! Horacio Rodríguez Larreta.