Darío y Maxi: nuestra canción

Dice Wikipedia: “Se denomina Masacre de Avellaneda al suceso que tuvo lugar el 26 de junio de 2002 en las inmediaciones de la estación ferroviaria de la ciudad de Avellaneda, en el conurbano de Buenos Aires, Argentina…” Se trata de una enciclopedia, no le pidamos pasión. Dice escuetamente, con mayor o menor precisión, lo que un estudiante o un navegante lejano necesitan saber.

Al llegar al pasaje titulado “El juicio”, referido a la investigación de la Masacre de Avellaneda, leemos lo siguiente: “El 17 de mayo de 2005 comenzó el juicio en el Tribunal Oral Nº7 de Lomas de Zamora, donde siete policías fueron condenados, entre ellos el comisario inspector Alfredo Fanchiotti y el cabo Alejandro Acosta, que fueron condenados a cadena perpetua. Sin embargo, ningún funcionario recibió condenas…”

Es así, en líneas generales, tal como lo dice Wikipedia: ningún funcionario político, del gobierno del entonces presidente Duhalde o el gobernador Solá, fue condenado, a pesar de que en la masacre intervinieron efectivos de las policías Federal y Bonaerense, de Prefectura y de Gendarmería.

Hasta ahí, más de lo mismo: dos jóvenes muertos por el delito de rebelarse y protestar ante la injusticia, Y los responsables políticos de esas muertes, impunes.

Diario de una resistencia

Los piquetes del fin de siglo argentino no fueron piquetes de huelga, de aquellos que hacían los trabajadores organizados, cuando se lanzaban a la protesta. No. Fueron un grito desesperado, en pleno invierno de los ’90, de obreros de YPF a quienes la privatización había arrebatado “la Empresa” (y con ella, la casa, el trabajo, la educación de los hijos y el pan).

Cutral-Có, Plaza Huincul, Tartagal, fueron la cuna de los nuevos piquetes, una forma desesperada de resistir a la violencia del desempleo, a la violencia de la exclusión.

Hacia el fin de siglo XX (fundamentalmente, a partir de las épicas jornadas de diciembre de 2001) los piquetes llegaron a ser una realidad cotidiana en los cordones populosos y desquiciados de las grandes urbes argentinas.

El 26 de junio de 2002 -hace exactamente cinco años- cuando columnas de piqueteros bonaerenses marchaban por el Puente Pueyrredón e intentaban ingresar a la Capital, recibieron la peor respuesta que el orden establecido tenía para darles: la represión feroz y la muerte.

Los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán, como aquellos otros que dejó la dictadura de 1976-83, no fueron “errores” ni “excesos”. Fueron la respuesta que el país de los privilegios y la injusticia triunfante le dio a la protesta social, al grito de aquellos ciudadanos insumisos que se atrevían a salir a la calle, crispados, por su derecho.

Una marca imborrable

Los piqueteros y militantes de la protesta caídos en la Argentina del nuevo siglo ya figuran en diccionarios y enciclopedias de la web. Son la historia -nuestra historia- más reciente. No es eso una victoria, en absoluto. Aunque sí un signo claro de que esas vidas y esas muertes no han sido en vano.

Esta semana de junio, los compañeros de Darío y de Maxi, al cumplirse cinco años de la masacre del puente, han decidido recordarlos.

El homenaje será, ante todo, en el árido Puente Pueyrredón de Avellaneda, un puente que sigue marcando, como otros, la frontera entre el suburbio bonaerense y la ciudadela llamada Capital Federal, esa Capital que cada tanto mira a un costado, hace como que no ve y consiente una masacre.

La estación ferroviaria donde las mismas fuerzas represivas exhibieron, de modo deliberado, los cadáveres de Darío y Maxi, ha sido rebautizada por los piqueteros “Estación Darío y Maxi”.

El martes 26 de junio, en esa ex estación Avellaneda, hay teatro, hay música, hay murales. También antorchas en la noche, como llamas votivas, como otros signos de la memoria.

Hasta un canal de TV barrial, que lleva el nombre de esos jóvenes piqueteros caídos, ha comenzado a trasmitir esta semana.

También habrá marchas en Tucumán y en Rosario, en el Chaco y en Córdoba, en Mendoza, Tandil, Formosa y Mar del Plata.

“Todavía quedan piqueteros” se asombrarán (o finjirán asombro) los funcionarios de turno. Pero el fenómeno los excede. Excede sus dádivas y sus miserias.

Es cierto, todavía quedan piqueteros. El último, seguramente, no ha nacido.

Son parte de una nueva identidad política y cultural argentina. Parte de nuestra historia. Parte de nuestro presente.

“Hay una ciudad en las colinas de la riqueza / Donde los cuerpos devoran a los cuerpos como si fueran de oro… / Y otra ciudad crece y crece en las espaldas de la basura”, escribió un poeta.

“Nada de esto ha terminado. / Recién comienza lo mejor. / Si crees esto, amigo, / ven y canta, canta esta canción”, dice una nueva letra de rock.

Ésa es la canción de Darío y de Maxi.

Ésa es también, aunque duela cantarla, nuestra propia canción.

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