Como es usual, la corrida cambiaria de la última semana dejó ganadores y perdedores. El clan Macri y la mitad del gabinete, por caso, están entre los primeros: la mayoría de sus ahorros están en dólares, e incluso, en varios casos radicados en el exterior.
La gran mayoría de los argentinos, en cambio, padece y padecerá las consecuencias.
No hace falta decodificar el lenguaje alambicado con el que los economistas del establishment ocultan sus embustes para comprender que la economía argentina está en el congelador. La ecuación tasas altas + devaluación + ajuste en la obra pública derrumbó la actividad económica, pero eso no significa que se mitigue la inflación. Por el contrario: hasta el gobierno reza para que a fin de año se arrime al 40%, veinticinco puntos por encima de la meta que hasta marzo buscó imponer como ancla salarial.
La combinación de retracción económica e inflación (también conocido como “estanflación”) es letal para los bolsillos más postergados. Según un informe publicado por Tiempo Argentino, los precios de productos de consumo masivo treparon -en promedio- 125% en un año. El golpe mayor fue sobre alimentos y bebidas, donde se destinan el grueso de los ingresos de los sectores populares.
El último mes todos los datos de la economía real marcaron en rojo. La actividad económica se derrumbó 7 por ciento en junio, la inversión cayó a niveles de 2011, la actividad industrial Pyme se redujo un 7,5% en un trimestre y la deuda pública orilla el 80 por ciento del PBI. Pero las miradas se posaron sobre la cotización del dólar. Lógico: por historia repetida, los argentinos miran el valor del billete verde como quien mira a un termómetro.
El gobierno se excusó en la situación global: desde que EEUU aumentó la tasa de interés hay tensiones cambiarias en casi todos los países emergentes. Pero en la Argentina la “turbulencia” golpea con especial magnitud. La razón: el gobierno hizo todo -y más- para poner al país en la situación de vulnerabilidad que hoy se expresa con devaluación, riesgo país y fuga de divisas récord.
La liberalización total del ingreso y egreso de capitales, el estímulo a la timba financiera, la sustitución de producción local con importaciones, los tarifazos y la depreciación del salario -entre otros hitos del gobierno cambiemita- forman parte del plan que Mauricio Macri se propuso ejecutar. Para decirlo claro: todo lo que pasa es consecuencia de políticas diseñadas durante años en las usinas neoliberales que acunaron al PRO.
Basta repasar los papers de la Fundación Pensar, por caso, para corroborar que las “trubulencias” fueron provocadas por decisiones que el propio gobierno tomó. La quita de retenciones a las exportaciones agropecuarias y mineras, la transferencia de subsidios de los consumidores a las empresas productoras de energía, la apertura de importaciones, la liberalización financiera y el desmantelamiento del Estado -incluso en áreas clave como ciencia y tecnología- fueron prescriptos en los papers de la Fundación que supo presidir el “hermano de la vida” de Macri, Nicolás Caputo. Esto explica, entonces, por qué la discusión interna en el oficialismo no es sobre las políticas de fondo sino por la velocidad en su aplicación. O dicho de otro modo: la interna oficialista es entre quienes pretendían aplicar napalm y los que propusieron inocular cicuta por goteo. Tarde o temprano, sin embargo, el resultado sería el mismo que se ve hoy.
Macri escogió la alternativa de la cicuta por impulso mística: creyó que con su sola presencia “lloverian inversiones”, el crecimiento del PBI licuaría el déficit y el empleo se expandería por la reducción de tributos y derechos laborales. Es obvio que se equivocó. Ahora probará con el napalm: aceleración de los despidos masivos en el Estado, mayor torniquete al gasto público y, según sugirió el propio ministro de Economía, reducción de partidas previsionales.
Las consecuencias sociales del ajuste ya se hacen sentir. Según el informe periódico de la UCA, en el último trimestre un millón y medio de argentinos se convirtieron en pobres y se profundizó la indigencia. El polvorín social mete presión a la política en todos los niveles de la administración pública: intendentes, gobernadores y gobierno nacional empiezan a ser interpelados cada vez con mayor vehemencia por la creciente legión de marginados.
En ese contexto explosivo, oposición y oficialismo le saca punta al presupuesto del año electoral. Macri quiere más ajuste y menos ingresos. Los gobernadores proponen las dos cosas: reducir gasto pero mantener los ingresos. Tiene lógica: con el Estado nacional ausente en el financiamiento de grandes obras de infraestructura, municipios y gobiernos provinciales tendrán que costear con recursos propios, al menos, las tareas de pico y pala que paran la mesa de las mayorías populares en las barriadas del país. Sería ilógico, y hasta socialmente irresponsable, que los gobiernos locales corten esas contrataciones justo en un año electoral, y a pedido del FMI. No es sólo una cuestión de votos: intendentes y gobernadores están en la primera línea de fuego en caso de conflagración social.
Mientras tanto, en la Casa Rosada, el gobierno boquea. Pero la demora en la definición de la interna peronista le da oxígeno a Macri, que todavía se ilusiona con obtener su reelección. En su entorno hacen cuentas: dicen que la cosecha que viene superará las 150 millones de toneladas (dos veces más que este año atravesado por la sequía), que eso derramará en consumo y que entrarán los dólares que ahora faltan. Su problema es el calendario: para marzo falta una eternidad.
Por eso el principal objetivo del macrismo hoy es ganar tiempo. Con cambios en el gabinete, con anuncios de correcciones macroeconómicas, con nuevos desembolsos del FMI, con cortinas de humo judiciales. Y si esa batería no funciona, se especula con la opción de acortar los plazos: un adelantamiento de las elecciones presidenciales funcionaría como bálsamo frente a los sucesivos shocks de desconfianza que viene aplicando el poder económico a través de los “mercados”.
“El tiempo es dinero” dice una máxima del capitalismo. La duda, entonces, es cuánto le costará a los argentinos mantener encendido el pulmotor de un gobierno que se muestra en estado de inanición.