Cuba: el fracaso del plan B

Fidel Castro sobrevivió a más de 600 atentados contra su vida. Pero no sobrevivirá al paso del tiempo. Esa es la única certeza para quienes no duermen esperando que el líder de la revolución cubana desaparezca de escena, como si su muerte fuera determinante para un cambio de timón en la conducción política de la isla.

Y la desaparición de Fidel era -digo era- la apuesta principal de la contrarrevolución asentada en Miami, cuyo poderío electoral digita la política exterior de la dinastía Bush hacia Cuba, desde que los fusilamientos de tres secuestradores de una lancha, en abril de 2003, estimuló la esperanza no concretada de una invasión estadounidense a la isla.

Para algunos, en esos momentos la agresión contra Irak marcaba el punto más alto de la política terrorista de Estados Unidos y generaba las condiciones para una invasión; la mafia cubana de Miami reclamó insistentemente esa decisión. Para otros, el pantano iraquí era, precisamente, la condición que impedía una aventura militar en el Caribe. La hipótesis más peligrosa -en medio de una reacción mundial liderada por la Comunidad Europea, especialmente la España de Aznar y la Italia de Berlusconi- fue enfrentada con la revelación de un vasto plan de resistencia que incluía la guerra irregular, popular y prolongada, para combatir al invasor.

El plan parecía de ciencia ficción: un gobierno revolucionario que pasaba a la clandestinidad y una resistencia armada que retomaba las técnicas de la guerra irregular -golpear y esconderse- pero en una escala inimaginable, con aviones capaces de despegar desde el subsuelo, lanchas guerrilleras y una estructura subterránea para albergar a una buena parte de las fuerzas armadas, transformadas en guerrilla. Las agencias de inteligencia estadounidenses comprobaron pronto que el plan no era una simple bravata; su difusión tenía el objetivo de la disuasión, y lo sigue teniendo.

Desde entonces, la estrategia de desestabilización de la Casa Blanca se centró en el estímulo de una oposición política para cercar al gobierno revolucionario y finalmente desplazarlo. Regado con millones de dólares, ese proyecto aislaba a los “opositores” y de alguna manera interfería con el despliegue de otra oposición, cubana, no contrarrevolucionaria, que pudiera estimular ciertos cambios en la vida política de la isla, a caballo de un descontento cuya extensión y fuerza son hasta ahora invisibles. El entrecruzamiento de esos dos planos esterilizaba cualquier posibilidad, porque Estados Unidos no concibe un cambio sin su control directo, y quienes aspiran al cambio no aceptan ese tutelaje.

DELEGAR EL MANDO. El anuncio de Fidel Castro, el lunes 31 de julio, de delegar transitoriamente sus responsabilidades de gobierno, la conducción del Partido Comunista y el mando supremo de las Fuerzas Armadas, debido a su convalecencia después de una operación quirúrgica, materializó la coyuntura deseada. La muerte de Fidel, o su desplazamiento de la conducción del gobierno por enfermedad, era la única perspectiva cierta para los estrategas de la política contra Cuba; es de suponer que el gobierno de Estados Unidos ha tomado sus previsiones para esa eventualidad inevitable y que ha elaborado su plan B, o plan C. A sus 80 años, el intelecto de Fidel Castro sigue intacto; no así su físico, que daba muestras de deterioro desde el espectacular tropezón, en octubre de 2004, que le provocó la fractura de una rodilla y lo obligó, durante un tiempo, a desarrollar sus actividades públicas en una silla de ruedas.

Y el lunes se produjo lo que algunos esperaban y deseaban: el histórico dirigente de la revolución delegaba sus funciones. Cuba amaneció esta semana sin Fidel en el gobierno. El mundo contuvo el aliento, la prensa internacional desvió sus titulares de Oriente Medio y en Miami explotó el carnaval, ciertamente con las dimensiones de barrio.

Pero se había producido la tan ansiada coyuntura. Si, como sostienen algunos, la mayoría del pueblo cubano está amordazado y maniatado por una perfecta máquina de opresión policial, el lunes se daban las condiciones para que esa oposición saliera a la calle. Se puede hacer una relativa comparación con la situación de noviembre de 1983 en Uruguay: la dictadura estaba desgastada pero seguía reprimiendo y controlando; y sin embargo, el 27 de noviembre medio millón de personas se apretujó en el Obelisco formando aquel “río de libertad”.

No ocurrió nada de eso. El martes Cuba amaneció consternada por el anuncio, pero no hubo manifestaciones, ni concentraciones ni disturbios; no hubo tampoco despliegue militar por las calles de las ciudades. Por televisión pudimos ver los testimonios de cubanos que lamentaban la situación de su líder y reafirmaban la convicción de que la revolución no se detenía ni daba marcha atrás. Las cadenas de televisión estadounidenses y europeas no difundieron, que se sepa, testimonios de opositores que reclamaran un cambio. Pero eso sí, proliferaron las opiniones de opositores en Madrid y en Miami. La delegación de las responsabilidades en Raúl Castro y otros cinco dirigentes de la revolución no gestaron la irrupción de la oposición política, aquella que legítimamente podría reclamar con independencia de Estados Unidos.

La realidad demuestra que el panorama que se anuncia reiteradamente no cuaja. Es que en todo caso, si existe una corriente de oposición en Cuba que aspira a cambios políticos y que cuestiona la conducción del Partido Comunista, esa oposición no está dispuesta a hacerle el caldo gordo al imperialismo. Es evidente que a 47 años del triunfo de la revolución los cubanos tienen integrado el concepto de pueblo soberano, y su destino será resuelto con independencia de Estados Unidos. La interferencia permanente del poderosos vecino, y el mantenimiento del bloqueo son, quizás, las razones que detienen el avance de esa oposición.

El fin del ciclo de Fidel no es preocupación exclusiva de la Casa Blanca y sus aliados de Miami. Es un tema que está presente desde hace mucho en la propia dirigencia cubana. Parece cierto -a pesar de las insinuaciones de los grandes medios de comunicación internacionales y la transcripción literal en nuestros medios locales del uso intencional de ciertos giros, como “el mensaje atribuido a Castro”, de la misma forma que hay “muertos” provocados por los israelíes y “asesinatos” de la resistencia libanesa- que la delegación de poder es transitoria, y que las expectativas de Fidel Castro son las de reintegrarse a sus tareas de conducción en el mediano plazo.

RAÚL CASTRO. Pero la designación de su hermano, aun en esas condiciones de transitoriedad, contiene valor político. Era previsible esa designación, como era previsible que el cambio no tomara por sorpresa a los cubanos. ¿Qué expectativas de cambio sugiere la designación de Raúl? Los cambios en Cuba hace tiempo que se vienen realizando, en especial en la esfera económica. ¿Que Raúl puede adoptar una posición más dura con los enemigos internos y externos de la revolución? ¿Que Raúl puede adoptar aperturas más drásticas hacia una especie de modelo chino? Parece sensato suponer que todo ha sido previsto en la eventualidad de la sucesión, de la misma forma que hay que admitir que la conducción de la revolución cubana es colectiva. Los cambios, cualesquiera sean, provendrán del interior de la estructura revolucionari y de su interacción con la amplia base de apoyo popular que la sustenta; la fuerza de esa base de apoyo genera tendencias de reforma que sin duda se vienen procesando, en una lucha que no es, por cierto, antagónica, en el sentido de solución violenta de contradicciones. El cambio que se empuja desde afuera -la instalación de un sistema de partidos políticos actuando en un esquema de confrontación electoral tal cual lo conocemos en el “mundo libre”- no es esperable por la ausencia transitoria de Fidel.

La inexistencia de una “explosión” opositora en Cuba ha dictado la prudencia de la Casa Blanca, que por ahora no ha impulsado “aventuras” de intromisión aprovechando la coyuntura. “Este no es momento de saltar al agua, en ninguna dirección”, dijo el portavoz de la Casa Blanca, Tony Show, y explicó que Estados Unidos pondrá en marcha una serie de medidas “si el pueblo cubano da una indicación de que está listo para iniciar la transición a la democracia”.

La ausencia de esa “indicación” revela que los cubanos no entienden la democracia como la entiende la Casa Blanca. Quizás por ello en el Senado de Estados Unidos, y con el apoyo de New York Times y de Wall Street Journal, comenzaron a alzarse voces que proponen el levantamiento del embargo y la suspensión de la ley Helms-Burton, como medidas fundamentales para abrigar la esperanza de una “transición”.

A medida que pasen los días, “la normalidad” de Cuba hará retrotraer a los estrategas estadounidenses al viejo gastado plan A. No hay, mal que les pese, ambiente de insurrección en Cuba, con o sin Fidel.

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