Si comparamos este verano con el anterior, la diferencia es notable. Las localidades de la costa atlántica están cercanas a la totalidad de la ocupación hotelera. Muchos argentinos salieron de la madriguera, de la hibernación de la pandemia, impulsados por el deseo de descansar, mojar los pies en el mar y con la tarjeta donde acreditar el reintegro del pre-viaje. Este contiene una tarjeta que es casi la de crédito del Sacoa, los fichines que sólo sobreviven en algunas localidades de la costa, donde el juego macizo en forma de cubículo armatoste le sigue compitiendo a la Internet. El crédito del pre-viaje que sirve para consumir, para darle aliento a la actividad económica en un círculo virtuoso para nutrir el milagro argentino del que hablaba Stiglitz y del cual bajó luego cuatro cambios cuando le saltaron a la yugular los críticos. Faltó espacio para hablar de la inflación, repuso el Nobel para matizar el elogio, concebido como exagerado. Casi tan exacerbado como el aumento estival del kilo de tomate, que pone sobre el tapete la continuidad del crecimiento innegable y sus problemas. Ni muy muy, ni tan tan. Crece la economía, se recupera, pero también se pulverizan los salarios con la inflación, eterna sangría.
De todo está hecho el verano. De las olas, el viento y las ráfagas huracanadas y centrífugas del helicóptero de Sergio Berni aterrizando por error en una playa de Villa Gesell. Pensamos que se estaban peleando, explicó el ministro de seguridad bonaerense respecto de un grupo de jóvenes. Y resulta que estaban bailando. La sobreactuación y sus riesgos. Las sombrillas arrastradas por el viento, el inesperado peligro. El error, entendible y hasta explicable en la rutina de las tareas de monitoreo de la seguridad, y la renuencia a admitir la chambonada, poniéndose en el ojo de la tormenta con la declaración de que las sombrillas son elementos peligrosos. Es verdad que todos los veranos se reportan heridos por arrastrarse los caños con alguna ráfaga de viento, pero es indudable el efecto benéfico de las sombrillas para proteger de los rayos ultravioleta del sol. En esa localidad balnearia, se conmemoraron dos años del asesinato de Fernando Báez Sosa, una noche en que también los jóvenes debieron haber estado bailando y tuvo lugar la violencia inaudita, dolorosa, inesperada y que despertó una gran sensibilización y emoción en el recuerdo de nuestra sociedad. Herida abierta, memoria necesaria en su aniversario y juicio oral que tendría lugar el verano que viene.
El verano también está hecho de una ola de calor que pasó dejando su huella incandescente y la evidencia empírica de que las empresas proveedoras del servicio público de electricidad quedaron en falta otra vez. Ineficiencia que trasciende las gestiones y que se materializa con tarifas dolarizadas o atrasadas pero subsidiadas como ahora. Que llueva, por Dios, imploramos y nos fue concedido. De los cuarenta y más grados a no poder pisar casi por una semana la playa en la costa atlántica. Los que reservaron la segunda quincena tuvieron el aliciente del consumo en el crédito en la tarjeta del Nación y fueron y vinieron por los más bien reducidos dibujos urbanos de las ciudades edificadas de cara al mar. Del calor a la lluvia, pero en la Ciudad de Buenos Aires lo que mata es la humedad que nunca se va, incómodo huésped estival en la ciudad que transpira cemento. El Jefe de Gobierno también transpira para consolidar sus aspiraciones presidenciales en una dinámica interna en Juntos por el Cambio donde debe tratar con socios envalentonados, como lo son los radicales.
Recapitulando: ola de calor, lluvia, refresco, humedad. Milagro argentino, un helicóptero aterrizando en Villa Gesell, cortes de luz, la economía repuntando, se fue a las nubes el kilo de tomate y el dólar blue. Martín Guzmán se fue allá a principios de enero como visitante a intentar arrimar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Pero, como un remedio con efectos secundarios, el arreglo que evitaría el mal mayor del default trae efectos secundarios, los que se quieren evitar. La imagen de la manta corta, te cubrís la cabeza pero te descubrís los pies. O te quedás con la frazada pero tenés que dormir en el suelo. El ajuste, la palabra tan temida. La oposición que interpela y dice desde la tribuna: No hay un plan. Tampoco lo había en 2018, por lo menos no un plan que conviniera al país, cuando concurrieron desde la gestión y de raje a solicitar un plan Marshall para ganar las elecciones. No hay un plan, insisten. Lo hubiera arreglado en cinco minutos, dijo el ex presidente Mauricio Macri. Al mismo tiempo que Bernardo Grispun, el excéntrico ex-ministro alfonisinista, demoró en bajarse los pantalones ante los representantes del fondo monetario escenificando grotescamente en el acto la voluntad de sumisión del país por parte de los representantes del organismo. Finalmente, el acuerdo se anuncia el 28 de enero, casi para que el sábado se puedan degustar los ñoquis que amasa la abuela. De esto también está hecho el verano, junto con una brisa que da un respiro al calor agobiante.
La negociación fue durísima, expresó el ministro Martín Guzmán. Parecido al arreglo con los tenedores de deuda privados, el gobierno no se apuró e intentó manejar los tiempos aún con el agua cerca del cuello con los mercados agitados y la cotización del blue en las nubes. En esa negociación, no es sólo pagar lo que está en juego, sino una cuestión tan importante como la soberanía estatal para definir las políticas económicas y sociales de ahí en más. Porque el plan, eso que reclama la oposición, tiene cara de hereje. El ministro de economía apuntó a la necesidad de acortar el déficit fiscal y de disminuir la financiación del Tesoro por parte del Banco Central. O sea, emitir menos (incluso pronosticó cero emisión en 2024) para intentar domar de una vez la inflación. En el aspecto programático, el discurso fue más bien defensivo: no vamos a hacer esto, no vamos a hacer lo otro. No vamos a hacer un ajuste, no nos exigieron reforma laboral, no se devaluará el tipo de cambio. 2018 y 2022, contrapone Alberto Fernández diciendo que la historia juzgará quién contrajo el problema y quién le dio salida. El final de la historia no es heroico ni feliz, no se trata de la toma del palacio de invierno ni de una fecha que quede en los anales de la lucha popular, ni mucho menos. El mal menor es evitar un default, pero es un mal al fin, nada se insinúa fácil. Ni el cumplimiento de las metas, y lo que estas significarán en el desenvolvimiento económico y social del país. Del posibilismo optimista de un mundo mejor posible que plantean algunos sectores de izquierda que incluso forman parte de la coalición gobernante, al mejor arreglo posible. La lucha por no claudicar idearios progresistas en el imaginario, con el cierre de la negociación con el acreedor más importante. Como dijo Martín Guzmán en su atildada y pormenorizada exposición, se trata de una nación deudora y de un conjunto de naciones prestamistas. No se podía despojar al país de su soberanía ni eliminar al acreedor como en la novela Crimen y castigo del gran Dostoyevski. Se arrimó el acuerdo posible.
Juntos por el Cambio, casi con el rabo entre las patas, se expidió y dijo: el entendimiento es positivo.
Poco se sabe, la letra chica del acuerdo se desenvolverá en los próximos días o meses, cuando se vuelva a intentar tener un presupuesto y ver qué pasa con las tarifas, el gasto social, las jubilaciones. La foto del acuerdo, la tranquilidad coyuntural de los mercados y la tensa calma de una economía y sociedad que intentan apuntalar la recuperación y esperan que lo que hoy se celebra no sea la causa de futuros tiempos de zozobras y desdichas. La ajenidad de la gente común respecto al lenguaje técnico de los expositores es casi la misma que la de doña Rosa, la persona imaginaria a la que le hablaba un célebre y polémico periodista televisivo en los 90. ¿Cómo anda, doña Rosa? ¿Mucho calor? ¿Consiguió trabajo su hijo? ¿A cuánto se fue el kilo de tomate?