Crónica del ocaso (Editorial Norma, Buenos Aires), radiografía de la grave situación del litoral, es el resultado de una combinación potente: Hernán López Echagüe conoce la zona y a sus pobladores, vive allí desde hace años. También conoce, profundamente, el oficio de cronista. Cuando la corriente comenzó a presagiar el arribo de males insospechados, López Echagüe remontó los ríos hasta Misiones para conducirnos por un pasaje de la historia en la que tienen cabida la vida de Andresito, comandante guaraní del ejército de Artigas, primer desaparecido político de la historia argentina; los cuerpos que la dictadura echó a la deriva; las crónicas de Darwin; el recuerdo de Haroldo Conti; el nacimiento de la asamblea de vecinos de Gualeguaychú, donde, por primera vez, un pueblo se puso de pie por cuestiones medioambientales.
En Crónica del ocaso abundan palabras funestas como dioxinas, ácido sulfhídrico, dióxido de cromo, 2,4-D -el mismo veneno desparramado por los Estados Unidos en Vietnam para desfoliar selvas-, desertificación, lluvia ácida; también desempleo, desaparición de pequeños productores, y lo más grave, las enfermedades consecuentes.
Todo eso, y más, está ocurriendo en el litoral. Por eso este libro recoge el testimonio de los habitantes del litoral argentino y uruguayo que padecen el despropósito de un modelo de desarrollo que afecta a la región. Voces, historias e infinidad de datos sobre el saqueo de los recursos naturales convergen en esta perturbadora y necesaria narración de un viaje desprovisto de fronteras.
Un relato alarmante y necesario. En palabras del escritor uruguayo Eduardo Galeano “Bienvenido sea este libro, que recoge voces. Por boca de sus pescadores y sus chacareros, hablan los río Uruguay y Paraná, y hablan las vastas tierras que esos ríos riegan. La naturaleza, malherida, denuncia a sus envenenadores. Bienvenido sea este libro, contra la sordera general”.
FRAGMENTOS
Al otro lado del río Uruguay, en las islas largas y estrechas que se extienden como cordones verdes en el medio del agua acaramelada, las volutas de humo negro que despide la quemazón de pastizales y arbustos secos eclipsan de a ratos la luminosidad del cielo.
Durante un espacio de tiempo improbable, encaramado en la cima de la barranca, de pie junto al hito de piedra que indica al forastero que se encuentra en el kilómetro cero del Río de la Plata, contemplo, abstraído, el río inmóvil, el río liso, sin oscilaciones.
Un pescador regresa a tierra en su bote de madera mustia; pese a la distancia, puedo oirlo tararear una vieja melodía italiana que acompaña con el movimiento pausado de los remos. Bandadas de patos silvestres, de plumaje negro, inician su marcha veloz hacia las islas y la protección de la naturaleza compacta, todavía virgen.
En la ribera, a uno y otro lado del angosto camino terroso, sauces criollos y mataojos se entreveran con el ramaje caótico de los ceibos, sus brazos excéntricos orientados hacia todas partes.
Cielo, barranca, y humareda; islas, silencio y río postrado. Todo da la impresión de haber sido dispuesto con meticulosidad para brindarle a la escena un aire de suspensión de los sentidos, de somnolencia profunda.
(…) Resulta difícil aceptar que aquellas islas delgadas, que brotaron quince años atrás a cinco, seis kilómetros de esta orilla uruguaya, pertenecen a la Argentina, a otro país.
El río Uruguay, «río de los pájaros pintados» como lo llamó Juan Zorrilla de San Martín echando mano de una interpretación lírica del término guaraní, no es un límite; es un trazo engañoso, de naturaleza fantasmagórica, a menudo invisible; enlaza, vincula, reúne, echa por tierra el concepto de frontera.
Amalgama y le proporciona una identidad singular a esta región cargada de códigos y complicidades indescifrables; geografía litoral que los habitantes de uno y otro lado atraviesan campechanamente, una y otra vez, con el ánimo de conseguir un trabajo efímero, comprar un alimento más barato, transportar mercaderías de contrabando, buscar fortuna en el juego, satisfacer su sed de sexo, visitar algún pariente, cazar, pescar.
«El río Uruguay», dijo el poeta y cantante uruguayo Aníbal Sampayo, «es un tiento de plata cosiendo dos lonjas de un mismo cuero: Uruguay y Argentina.
Por debajo del agua corre la tierra y esa es de todos, de los entrerrianos, los sanduceros, los correntinos, los misioneros, de toda esa gente que habita a orillas del Uruguay.
El río y la historia nos han unido y no nos separa el chauvinismo, que en mi concepto no es más que un nacionalismo de derecha. De ahí al fascismo no hay más que un paso. La patria que querían Artigas, Bolívar o San Martín era la patria grande. No estaba dividida ni por fronteras ni por aduanas.
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Camino a Montecarlo el paisaje, hasta entonces una seductora sucesión de palmeras, plantas inverosímiles, bosques nativos y aves de toda especie, sufre una súbita metamorfosis: solamente terrenos saturados de hileras de pinos de apariencia apócrifa, desprovistos de elegancia.
«Qué maravilloso bosque, todo ordenadito», dice la turista mexicana que viaja sentada a mi lado, y, en tono de halago, añade: «Ustedes, los argentinos, son bien prolijos».
Por un momento siento la obligación de echar por tierra su embeleso y explicarle que no es un bosque, sino una factoría de pinos clonados, híbridos, concebidos en los laboratorios de la empresa Alto Paraná; que los plantan de esa manera, a corta distancia uno del otro, para que crezcan derechos y sin gajos, troncos ideales para producir celulosa; milicos parados, les dicen, señora, sí, porque de verde solamente tienen esa pequeña copa que semeja un casco; que para preservarlos sanos emplean cantidades desmesuradas de hormiguicidas malignos que afectan la vida de personas, animales silvestres y plantas; que ese paisaje artificial que tanto agrado le causa, en fin, no es más que una alegoría de la decadencia y el deterioro de este sur del mundo, por siempre colonial. Pero temo caer en la descortesía y, por sobre todas las cosas, en una conversación equívoca que muy probablemente habrá de finalizar de modo áspero.
El ómnibus, de improviso, interrumpe su marcha. El chofer lanza una puteada; algo, supone, le ha ocurrido al eje delantero; deberemos aguardar el auxilio, tal vez otro ómnibus.
Bajo, enciendo un cigarrillo, camino hasta la banquina y me pongo en cuclillas. Las articulaciones crujen con alivio. En mis narices cientos de pinos idénticos, delgados, sin brazos, se desparraman hacia izquierda y derecha, hacia un horizonte que no diviso; es una mañana templada de otoño, de sol efusivo, estoy en el norte de Misiones, de cara a un presunto pinar, pero el aire está impregnado de olor a productos químicos, insecticidas quizá; no hay aves, tampoco flores, no veo siquiera una mariposa. En la alambrada, dos carteles: «El bosque es vida»; «Alto Paraná produce y cuida el medio ambiente». Una escena estrambótica.
El chofer informa que ha resuelto el problema, debo apresurarme, rematar el tabaco y arrojar la colilla del cigarrillo. Me viene a la memoria esa historia improbable que leí tiempo atrás en un diario de Posadas: un trabajador que padecía una serie de atropellos de la empresa forestal donde estaba empleado, tramó una venganza tan brutal como original.
Una molotov andariega: en una noche de verano fue hasta la plantación de pinos con un gato, un trapo y una botella de nafta consigo; humedeció el trapo en nafta, lo ató a la cola del gato, le prendió fuego y soltó al animal dentro del pinar, que, enloquecido por el fuego en su rabo, se puso a correr y esparcir llamas por todas partes. Al diablo los pinos, y, desde luego, también el infortunado gato.
Aplasto el resto del cigarrillo con la suela de la zapatilla en el asfalto colorado. Cuando retomo mi lugar en el ómnibus, la turista mexicana me dice: «Nunca había visto algo así, es maravilloso, maravilloso». Le pido alguno de los folletos turísticos que lleva sobre la falda y no deja de hojear con pasión. «Montecarlo, Eldorado, Puerto Iguazú. Mire. Tierra colorada. Verde gigante. Sol y agua. Todo el poder de las imágenes. El valor más alto de la naturaleza. Y la mano sabia del hombre para producir más vida». En otra página, ilustrada con fotografías de monos, tucanes, ciervos, enormes y coloridas mariposas: «La fauna es muy rica y variada y los misioneros han tomado conciencia de su cuidado después de años de depredación».
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El viaje desde Rosario hacia el norte, por los pueblos y ciudades situados en la costa del Paraná, semeja un raudo paseo por las hazañosas páginas de la historia argentina, sus eventuales héroes, sus presuntas gestas. Granadero Baigorria, Fray Luis Beltrán, Capitán Bermúdez, San Lorenzo, Puerto San Martín.
Pero es al ingresar en Bermúdez donde todo comienza a oler mal, muy mal. Como la historia oficial argentina. Mixtura acre de huevo podrido con repollito de Bruselas y coliflor en pleno hervor; vaho que abomba, invade el olfato, ataca y se asienta en la garganta. Es que está soplando el viento del este y trae consigo las emanaciones que escupen las chimeneas de Celulosa Argentina.
El olor, sumado a la llovizna persistente y viscosa, le proporcionan a la ciudad una apariencia poco acogedora. Cuesta creer que en este lugar las personas puedan vivir plácidamente, indiferentes por completo a la fetidez del aire, desplazándose de un lado a otro con naturalidad, ensimismados en sus ocupaciones, haciendo el amor, tomando mate en el umbral de su casa, conversando en una esquina, de buen ánimo, como en este momento lo hacen tres mujeres.
Quizá porque la pituitaria, con el paso del tiempo, acaba acostumbrándose a cualquier inmundicia; al final de cuentas, a metros del Riachuelo habitan miles de personas que tienen olfato y respiran sin quejarse. En Finlandia, los que residen en las inmediaciones de las plantas de celulosa, tienen una respuesta tan mordaz como cretina: «El dinero huele».
«Ese olor a huevo podrido que sentiste es ácido sulfhídrico, vos lo respirás y te mata los glóbulos rojos. Los liquida, no podés respirar mucho porque te hace daño, dos gramos y medio por litro de cloro elemental, de gas cloro, mata a las personas», me tranquiliza Víctor Zoratti, hombre largo y flaco, ingeniero químico que trabajó treinta y ocho años en Celulosa Argentina.
Todos los Zoratti pasaron por la empresa; el abuelo y el padre, que vinieron de Italia, y también uno de los hijos de Víctor. «Mi padre trabajaba donde se producía cloro, y para que no le hiciera mal le daban leche, una botella de leche, pero hace unos veinte años se llegó a comprobar que la leche fijaba el cloro al cuerpo, a la grasa».
Empezó a trabajar en 1958, a los quince años, tomaba muestras de los fardos de paja de trigo que transportaban en camiones. Capitán Bermúdez era una fiesta. La empresa empleaba tres mil doscientas personas, buenos sueldos, coche, almacén de ramos generales, andar ataviado con el mameluco de Celulosa Argentina comportaba un privilegio, el día siete de cada mes, puntualmente, cada obrero recibía su salario; el florecimiento de la fábrica alentó el emplazamiento de otras industrias, Electroclor, Colpal, Porcelanas Verbano y el Frigorífico Depauli. Empresas que en 1994 cayeron en el infortunio.
Ahora, Celulosa Argentina es propiedad de la uruguaya Fanapel, emplea cuatrocientas personas y la ciudad, lóbrego revés de lo que fue, está sumergida en una pasmosa desocupación.
Zoratti habla de prisa y con precisión de ingeniero. «Acá siempre se dijo que como este es un río caudaloso las dioxinas se disuelven en un kilómetro. ¿Cómo pueden saberlo, si el efecto es acumulativo? Las cosas van cambiando. Los rayos solares en una época eran buenos, ahora resulta que el poder de los rayos solares es acumulativo, lo que vos te pescaste no se va más del cuerpo, el daño de las radiaciones solares no lo eliminás. Acá se fabricaba el gamexane, es cancerígeno, se usaba como polvo para matar las hormigas. El tetacloruro de carbono, que se usaba en unas bombitas para apagar incendios, era carbono con cloro cuatro, cancerígeno. El solvente que usaban los tintoreros para la limpieza a seco, tricloroetileno, cancerígeno a más no poder. Los furanos, las dioxinas y las clorinas no son biodegradables, son acumulativos. A lo mejor dentro de diez años empieza a morir gente como moscas y se dan cuenta que es porque la vaca está comiendo un pasto contaminado sobre el río Paraná. Pero, ¿cómo vas a poder comprobar que fue por la celulosa?».
El razonamiento de Zoratti es sensato. Determinar con absoluta certeza el origen de un cáncer no es sencillo. En Finlandia, hogar de la sociedad Metsä-Botnia, el Instituto para la Investigación Estadística y Epidemiológica del Cáncer reveló que los casos de cáncer de piel, en particular melanomas en la cabeza, han aumentado considerablemente. He visto el informe que publicó la revista científica «International Journal of Cancer». En 1953 la incidencia del melanoma era de 1.5 por cada 100 mil hombres y de 1.8 por cada 100 mil mujeres; en el 2003, la tasa alcanzó 12.8 por cada 100 mil hombres y 10.4 por cada 100 mil mujeres. Los investigadores están afligidos, no saben a ciencia cierta a qué factor de la naturaleza atribuir el desmesurado incremento.
Zoratti se pone a enumerar casos de dolencias y trastornos cuyo lugar común es la incertidumbre acerca de la causa: «Acá ha habido malformaciones de nacimiento, yo tuve en mi familia, le llaman displasia atanatofórica, nadie pudo asegurar por qué se produce, pero ha habido muchísimos padecimientos, como la piba de acá la vuelta, también criaturas que fallecen en el vientre materno o nacen y fallecen en poco tiempo; el nene de la sobrina de Laura, hace cuatro meses que está en neonatología. Hay un pibe que tenía problemas de alergias y lo llevaban a especialistas y no le encontraban la vuelta, entonces decidieron cambiarse de barrio, y se fueron y a los quince o veinte días fue notoria la mejoría. Está el caso de Angelita Bernarde, que inició un juicio por contaminación por los problemas que tiene en la garganta. El caso de Raúl Alonso, que trabajaba en la empresa, con el amianto, y se murió de cáncer a los pulmones, porque con el amianto se fabrican los diafragmas para las células electrolíticas donde se producen el cloro y la soda cáustica; el amianto es una fibra muy finita que entra al organismo por las vías respiratorias y se clava en los alveolos de los pulmones y empieza a formar quistes. Agustín Spinetti, pobrecito, él trabajaba con el cloro seco, porque el cloro tiene que estar seco y para secarlo se usa ácido sulfúrico». Una conversación muy agradable, desde luego. No quiero escucharlo. El escozor en la garganta, en el paladar, en la nariz, persiste. Llevo poco más de una hora en Capitán Bermúdez y ya deseo mandarme mudar, regresar de inmediato a Nueva Palmira. «Acá se usa cloro elemental y azufre para la cocción, y los efluentes no son tratados, no hay planta de tratamiento hasta ahora. Nunca jamás se controlaron los gases del medio ambiente, eso te lo firmo. Y si hubo algún control fue trucho. Una vez, en una gran bajante del río, iban camiones y con las palitas cargaban pasta de celulosa que estaba depositada en el suelo del río y la llevaban a la fábrica que había acá cerca para producir papel».
En 1993, con otros colegas, elaboró un proyecto de saneamiento de efluentes; pero a la empresa se le antojó un despropósito gastar un millón de dólares en una obra trivial.
En un papel, sobre la larga mesa de madera añeja, Zoratti traza líneas, escribe fórmulas químicas que me resulta ímprobo comprender, diseña una caldera recuperadora, un digestor contínuo. «Si en Fray Bentos van a usar el sistema ECF, sin cloro elemental, y blanqueo mediante gases oxigenados y dióxido de cloro, con calderas de recuperación de reactivos químicos, se forman indefectiblemente mercaptanos, terpenos, ácido sulfhídrico. Y el anhídrido sulfúrico, que mezclado con el agua, con la humedad del ambiente, forman el ácido sulfúrico, uno de los componentes de la lluvia ácida. O el monóxido de azufre, SO2, que con el agua hace SO3 y con el agua hace otra vez ácido sulfúrico y sigue la lluvia ácida….».
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La voracidad de la dioxina es formidable. Al decir de los estudios, ensayos e informes que he podido leer en los últimos meses, la dioxina cuenta con el plausible atributo de ocasionar profusión de dolencias y padecimientos: en el hombre, disminución del número de espermatozoides, atrofia testicular y alteraciones en los niveles hormonales; en la mujer, cambios hormonales, menoscabo de la fertilidad, abortos prematuros, anomalías en los fetos y variaciones en el sistema reproductor.
Por lo demás, en mujeres y hombres de toda edad, mutaciones cutáneas, cloracné o acné clórica, hiperpigmentación, hirsutismo, aumento del riesgo de diabetes, pérdida de peso, graves modificaciones en las hormonas tiroideas, daños en el sistema nervioso, acentuación de la irritabilidad, reducción del desarrollo intelectual, daños hepáticos, transformaciones en el sistema inmunológico.
También, con el transcurrir de los años, cáncer. Pero no hay razones para caer en el pánico. La Dirección Nacional de Medio Ambiente del Uruguay (DINAMA) le ha puesto límite al muy probable infortunio. En la página veintiséis del brumoso «Informe de Habilitación Ambiental», febrero del año 2005, que tramó con el único empeño de consentir la construcción de las plantas de celulosa en Fray Bentos, le advierten a Botnia que la contaminación deberá sujetarse a una emisión de 446 gramos por día de dioxinas y furanos, y, a ENCE, que no podrá superar los 246 gramos por día. Un envenenamiento supeditado a reglas claras, pues. «Si tomamos un radio de diez kilómetros a partir de la ciudad de Fray Bentos y el balneario Ñandubaysal», dice el ingeniero agrónomo José Andrés Repar, «conformamos un círculo de trescientos catorce kilómetros cuadrados. En un solo día, sin viento, la famosa chimenea de Botnia podría depositar 1,42 gramos por kilómetro cuadrado. Sobre una planta de lechuga caerían unos ciento cuarenta y dos mil picogramos. Si se lavara bien la lechuga, y sólo el uno por ciento de estas dioxinas pasara a la ensalada, tendríamos ese día una ingestión de mil cuatrocientos veinte picogramos».
La Organización Mundial de la Salud, que no suele pecar de feroz ambientalismo, advierte que un ser humano puede soportar, apenas, doscientos cuarenta picogramos por día de ponzoña de esa índole.
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El sur del mundo se ha convertido en un generoso albergue de despojos, de residuos y desperdicios ponzoñosos; la tierra y el agua, en las presas más codiciadas de la mesopotamia argentina y el litoral uruguayo. Formidables plantaciones de pinos y eucaliptos, destinados a la producción de pulpa de celulosa, han desplazado a las tradicionales actividades agropecuarias; estupendas praderas corrompidas por el monocultivo de soja transgénica; tierra, agua, aire y gente intoxicados a causa del disparatado empleo de plaguicidas simplemente mortíferos; el éxodo de chacareros y pequeños productores hacia los suburbios de las grandes ciudades, es incesante. Los asentamientos están creciendo con la misma celeridad que los pinos y eucaliptos.
(…) Los poderosos países del norte han seguido a rajatabla la recomendación que, en 1992, soltó Laurence Summers, en aquel tiempo vicepresidente del Banco Mundial: «Entre nosotros, ¿no debería el Banco Mundial alentar una mayor transferencia de industrias sucias al tercer mundo? Numerosos países se encuentran muy limpios, por lo que sería lógico que recibieran industrias sucias y residuos industriales ya que tienen una mayor capacidad de absorción de contaminación sin que produzcan grandes costos. Los costos de esta contaminación están ligados al aumento del retroceso de la mortalidad. Desde este enfoque, una cierta cantidad de contaminación perniciosa debiera ser realizada en países con costos más bajos, con menores salarios, por lo que las indemnizaciones a pagar por los daños serán también más bajas que en los países desarrollados. Creo que la lógica económica que existe en la exportación de una carga de basura tóxica a un país con salarios más bajos, es impecable y debemos tenerla en cuenta. Las sustancias cancerígenas tardan muchos años en producir sus efectos, por lo que esto sería mucho menos llamativo en los países con una expectativa de vida baja, es decir, en los países pobres donde la gente se muere antes de que el cáncer tenga tiempo de aparecer».