Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- Amigos y familiares de las víctimas del incendio de Cromañón festejaron el puntapié inicial al juicio político a Aníbal Ibarra como si hubieran acabado con las andanzas de Jack el Destripador. Los prolongados abrazos, lágrimas de dicha, alivio y emoción, vítores y puños en alto con que recibieron la noticia, de alguna manera parecen dar la razón a aquellos legisladores que basaron su voto en la necesidad de “apoyar” a los deudos. Es que una reacción tan desmedida por algo tan fútil sólo puede explicarse por una grave distorsión en la esfera perceptiva, hija, seguramente, de la intensidad del sufrimiento padecido.
Sin duda, esas personas merecen y necesitan ser confortadas, de ser tal cosa posible, ya que hay pérdidas que jamás tienen consuelo y que pueden llevarnos a la blasfemia y hasta la apostasía.
La muerte de un hijo sólo es atribuible al odio de Dios, eso es.
Y son muchos, demasiados, los que alguna vez miraron, miran y mirarán hacia lo alto con los puños crispados de ira. Al menos en esto, los padres de los muchachos muertos en Cromañón no están solos.
Sin embargo, gracias a la oportuna colaboración de políticos y periodistas, fueron agraciados con el privilegio de disponer de un tipo de carne y hueso, más a mano que ese dios inasible y falto de piedad, a quien culpar de su desconsuelo y desolación.
Bien por ellos. Y por todos los que desde las páginas de los diarios, las bancas y las pantallas del televisor, han contribuido a confortarlos, permitiéndoles liberar su angustia.
Si hasta el vicejefe de gobierno porteño se comprometió a brindarles “contención”.
Somos todos sicólogos ahora, hasta el vicejefe de gobierno.
No muchas ciudades pueden jactarse de algo semejante.
Pero no todas son rosas. Ciertos indicios, que van desde numerosas encuestas de opinión hasta el catastrófico desempeño electoral de quienes más leña arrimaron a la hoguera en que presumiblemente arderá Aníbal Ibarra, hacen suponer que la mayoría de los habitantes de la ciudad son indiferentes a la necesidad de “contención” de los deudos.
Es más, la mayoría piensa que si en algo deben ser contenidos, es en su furia ciega y desbordada.
Es gente insensible que no entiende la necesidad que tienen los familiares de quemar a alguien. O que es sensible a otras cosas y no entiende otras muchas.
Uno de los asuntos hasta ahora más alejados de la capacidad de comprensión del común de los ciudadanos es la relación que une al Jefe de Gobierno con el incendio de un lugar público supuestamente habilitado en épocas previas a la de su gestión.
Si ni siquiera estuvo ahí, durante el incendio, ni después.
Esa es la verdad: jamás estuvo ahí, lo que, dicho sea de paso, no parece un buen argumento para su defensa.
Por fortuna, el señor Ibarra, no lo ha esgrimido, aunque no por eso se privó de unos cuantos disparates. Uno de los más recientes: que la muerte por quemaduras y asfixia de una treintena de reclusos en una cárcel de la provincia de Buenos Aires en la que no funcionaban los extinguidores ni las canillas, no supuso un cuestionamiento político al señor gobernador Solá.
Aníbal Ibarra se siente discriminado. Y en cierta manera lo está siendo, aunque tal vez haya que plantearle la posibilidad de que quienes hayan sido discriminados fueran los reclusos.
Una cuestión de puntos de vista, naturalmente.
Tampoco se entiende -ni Ibarra ni el grueso de los ciudadanos entienden- por qué la sala acusadora de la Cámara ni creo una comisión investigadora ni hizo acusación alguna, limitándose a cursar las conclusiones de una comisión ad hoc, formada al calor del momento y de la que fueron excluidos los legisladores oficialistas, si es que a esta altura hubiera alguno.
Entre paréntesis: la desaparición del oficialismo en la Cámara es otro de los curiosos argumentos que Aníbal Ibarra esgrime en su defensa, cuando, tratándose de un dirigente político, parece más bien una admisión de fracaso.
Otra de las cosas que no se entiende es la disputa desatada alrededor de qué sala juzgadora debe sustanciar el proceso, habida cuenta que la mayoría de sus integrantes cesará en sus mandatos el 10 de diciembre.
Al parecer, la suerte de Ibarra dependería de si esa sala fuera la actual o si se integrara de acuerdo a la nueva correlación de fuerzas en la Cámara.
En cualquiera de los casos, esto supone prejuzgamiento, ya que el acusado sería absuelto o condenado, no en función de las eventuales pruebas de culpabilidad, sino de acuerdo a la idea previa de los “jueces”.
Menudos jueces tenemos, que están tan abiertamente confesando su parcialidad.
Es un juicio político, se excusan. La acusación a Ibarra es por mal desempeño de su función, y eso, en tanto materia opinable, guarda más relación con las ideas previas que con ninguna clase de prueba.
Las ideas previas con que los legisladores concurren a este evento son de lo más variadas. Algunos, ni ideas previas tienen, o si las tienen, se encuentran borroneadas por el pánico. Es que, concientes de la existencia de presiones cruzadas, los deudos decidieron ejercer la suya mediante amenazas de diverso tenor, todas contundentes. Después se disculpan.
En una extraña forma de democracia, sólo tienen derecho a hablar, opinar y decidir quienes piensen como ellos. Los demás, no.
Sería bueno recordarles a George Orwell: “Si la libertad significa algo, eso es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír”.
Se nos dice: están obnubilados por el sufrimiento y pelean contra la sempiterna impunidad que otorga el poder. No cuentan con otro recurso que sus gritos y sus puños.
¿Es verdad eso?
En principio, en esta instancia, contaron con muchas ayudas, por empezar, con el miedo de señoros y señoras que deberían haberse dedicado a otra cosa que a la de fingir representar al pueblo de un modo tan patético que llega a dar vergüenza ajena.
Otros legisladores vieron la oportunidad de hacer valer, por una vez, el mandato de “que se vayan todos”. Y si no se van todos, que al menos se vaya Ibarra.
Curioso: muchos de ellos fueron electos en momentos previos a ese grito de hartazgo popular, lo que al menos debería sugerirles alguna reflexión sobre sí mismos.
Mientras que el señor Ibarra fue electo después. Cosas que pasan.
Otra de las incomprensibles cosas que pasan es la postura del autodenominado “bloque kirchnerista”. Un diputado no puede, seriamente, abstenerse en un juicio político de esta naturaleza, no tener opinión o que le dé igual.
O está a favor del desplazamiento del jefe de gobierno o está contra. Si está a favor, debería decirlo, pero si le avergüenza decirlo, entonces correspondería que votara en contra.
De no ser así, ninguna otra cosa que esos legisladores puedan tener para decir sobre cualquier otro tema, merece la menor atención de nadie.
Pero la más insólita de las ayudas con que contaron los deudos para su módica vindicta fue la de los integrantes de los bloques que responden a la orientación de Mauricio Macri, un empresario que en muchas oportunidades ha engordado sus bolsillos en base a “negocios” a expensas de un Estado bobo y cada vez más inerme.
La razón más seria para imputar al señor Ibarra de mal desempeño es la de haberse ciscado en la función de policía que compete al Estado en tu tarea de proteger a los ciudadanos de a pie de los abusos de inescrupulosos ciudadanos menos de a pie.
Muchas pruebas abonan esta acusación, empezando por la extravagancia de poner al frente de los organismos de inspección a una sicóloga sin la menor experiencia en la materia y sin más mérito que el de pertenecer a su grupo político y al círculo íntimo de la fatal senadora Ibarra.
Pero
¿De qué modo esta gravísima omisión, puede parecerle mal desempeño a quienes antecedieron a Ibarra en esa política de desarticulación del Estado, como el señor De Estrada, funcionario de todas las dictaduras militares, el ex radical Enríquez, subsecretario de Gobierno municipal en el mismo momento en que fue habilitado Cromañón, un ex ejecutivo de la Esso como Juan Carlos Lynch, una integrante de la archiliberal Fundación Centenario como Sandra Bergenfeld que se ha cansado de reclamar menos ingerencia pública en los negocios privados, una confesa menemista como Silvia Majdalani, una socia de Massera como Fernanda Ferrero o una ex funcionaria del BID y el Banco Mundial que revistó a las órdenes de Domingo Cavallo y Roque Fernández, como Gabriela Michetti, por no mencionar a Marcelo Godoy, que inició su carrera pública como secretario administrativo en el despacho del concejal Guillermo Francos, fue director de la Comisión en Seguimiento de la Reforma del Estado Municipal, acompañó a Federico Pinedo y Guillermo Francos cuando conducían la Subsecretaría de Inspección General entre 1991 y 1993 durante la gestión de Carlos Grosso?
En tren de alguna coherencia, personas como estas, y sus epígonos, deberían aplaudir a Aníbal Ibarra por seguir sus pasos y sus recomendaciones en forma tan inspirada y eficaz.
Sin embargo, se erigieron en sus principales fiscales, lo que hace dudar muy seriamente de sus verdaderas intenciones.
Si esto es como que Hitler, Himmler y Goebbels acusaran a George W. Bush de crímenes de guerra.
Tiene alguna razón el señor Ibarra cuando se proclama víctima de un complot o golpe político. Eso sí, no debería olvidar, jamás de los jamases, que 190 muchachos murieron por sus omisiones, hijas de la idea que el señor Ibarra tiene del Estado, del poder, de la política, y mucho nos tememos, de la vida misma.
Entre otra clase de gente, este juicio político podría servir de mucho. Al señor Ibarra, para que empiece a reflexionar, porque hasta ahora no parece haberlo hecho y se muestra convencido de no tener ninguna responsabilidad en la tragedia.
Y con otra clase de gente, dotada de un mínimo de integridad y sentido de la decencia y la verdad, el juicio sería inmensamente útil para, yendo más allá del señor Ibarra, discutir y analizar las consecuencias de las políticas públicas de las últimas décadas, cuyos mecanismos básicos de funcionamiento siguen intactos, en la legislación, en la acción de los funcionarios y en las mentes de muchas más personas de las que se cree.
Tal vez, bien mirado, de ningún modo este juicio podría haber sido algo diferente a un vergonzoso circo: la anomia moral, legal e institucional, la irrepresentatividad de los representantes, intuida por los propios representantes y sus supuestos representados, la ausencia de límites y pudores de unos y otros cuando se trata de lograr sus propósitos, son también trágicas consecuencias de aquellas políticas y de las ideologías que las inspiran.
Políticas e ideologías -sería bueno recordarlo- que, con la invalorable colaboración de inescrupulosos de variado pelo, propiciaron la terrible tragedia.
Pero somos lo que somos, lo que nos han hecho y nos hicimos a nosotros mismos, y actuamos en consecuencia. Todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad, por acción u omisión, por indiferencia, silencio, comodidad o complicidad, en cuanto nos ocurre y trascurre frente a nuestros ojos.
Lo que veremos ahora será una continuación de lo visto, una parodia de juicio, pero también una parodia de la verdad, de la defensa de las ideas y una burla de las convicciones.
Eso sí, al menos será útil para que los deudos hagan catarsis, al fin y al cabo, una forma de terapia.
Es lo único que importa, parece.