Críticas al gobierno por saldar la deuda con el FMI: el pelo al huevo

Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- Con la cancelación del total de la deuda pendiente con el FMI se cerrará un ciclo perverso de cincuenta años en el que un organismo hipotéticamente concebido como prestamista de primera instancia para ayudar a las naciones en crisis, fue en nuestro país promotor de las mismas y, luego, prestamista de segunda instancia en el momento de sostener políticas de endeudamiento innecesario y venal, seguidas de una convertivilidad basada en la permanente toma de préstamos.

Poco después de la incorporación de la Argentina al FMI, durante 1958 dos misiones del organismo visitaron Argentina y elaboraron sendos informes de los cuales surgió el llamado Plan de Austeridad con el que se despachó el entonces presidente Arturo Frondizi, cuyas consecuencias inmediatas fueron el incremento de las tarifas de los servicios públicos en un promedio del 100%, la eliminación de los subsidios a los productores y el establecimiento del mercado libre de cambios, con lo que se llegó en 1959 a una inflación que superó el 110% anual, mientras se duplicó la desocupación y la participación de los salarios en el PBI se redujo del 45,9 al 37,8%.

Valga el ejemplo para precisar que las recetas “equivocadas” y los remedios contraproducentes no son obra de la supuesta estulticia de la actual burocracia del FMI sino que, por el contrario, están en su propia naturaleza y razón de ser.

No le faltan motivos a Aldo Ferrer para afirmar que “la mejor relación que uno puede tener con el Fondo, es no deberle nada”. Dicho en otras palabras, el único Fondo bueno es el que no existe.

Ya desde las postrimerías de la administración de Eduardo Duhalde nuestro país ha venido cancelando deuda con el organismo, política que cobró mayor ímpetu en la administración actual, motivando críticas de variado pelaje, desde aquellas que insistían en la necesidad de seguir las recomendaciones del Fondo hasta las que, con el argumento de que divisa que iba a manos del “acreedor privilegiado” se escamoteaba a la necesaria recuperación social, sugerían -implícitamente, desde luego- la conveniencia de caer en un default que garantizaría la inclusión en letras de oro de nuestro país en el libro Guinness de los records.

No vale la pena discutir sobre las posibilidades prácticas de cesar los pagos a los organismos multilaterales en razón de que quienes llegan a sostener tal enormidad carecen de cualquier inserción y representación social, motivo por el cual son incapaces de persuadir a la sociedad de la conveniencia de un esfuerzo y un cambio de hábitos al que –sl menos en principio– no parece estar dispuesta, y de organizarla en consecuencia. Son opiniones tan gratuitas y faltas de sustento como la del agente de tránsito de la esquina que propone un diseño alternativo para el trasbordador espacial Columbia.

Solamente desde el 2003 a la fecha, nuestro país canceló deuda por 6.884 millones de dólares, consecuencia directa de la imposibilidad de renegociar vencimientos sin aceptar la injerencia del Fondo en la política económica nacional.

Se ha criticado al gobierno por mostrarse tan quisquilloso con las “recomendaciones”, siendo que son contradictorias con un modelo que ha dado muy buenos resultados en lo que a crecimiento económico e industrial se refiere, y se lo ha criticado por no negociar con “mayor dureza”, lo que no se sabe bien qué implica, a no ser que implique lo que no se dice: caer en default.

Debería tenerse presente que la atribución de renegociar un vencimiento es del acreedor y que para avenirse a ello este acreedor exigía la baja del valor del dólar, la eliminación de las retenciones a la exportación y la suba de las tarifas, lo que habría provocado un instantáneo colapso económico y social.

Mostrando más o menos dientes, la opción de hierro de nuestro país consistió en, o bien aceptar estas condiciones, o bien cancelar los vencimientos, por lo cual, más allá de las diferencias políticas y conceptuales que pudieran existir entre los distintos partidos, la decisión gubernamental de no aceptar las condiciones impuestas y de haber encontrado el modo de generar las divisas necesarias para hacer efectivos los pagos, debió haberse saludado con entusiasmo. Aunque más no fuera, por la novedad que tal decisión y capacidad implican en la tradición política argentina.

Habida cuenta de la imposibilidad de renegociar los vencimientos del año próximo, y en combinación con Brasil, el presidente anunció la cancelación total de la deuda en forma anticipada, lo que nuevamemente motivó las críticas de una oposición variopinta.

Algunos voceros de la derecha económica lamentaron que ya no vayamos a contar con la inefable asesoría de la burocracia del FMI (“para semejante candil, mejor estar a oscuras”) aunque a la vez parecían desconcertados en tanto el desendeudamiento de acreedores de nuestra talla es también una aspiración del propio Fondo.

Esta circunstancial coincidencia de intereses ha hecho a algunos decir, en un alarde de infantilismo, que en realidad el gobierno argentino ha seguido a rajatabla las instrucciones del organismo, olvidando que dichas instrucciones se centraban en el cambio de los parámetros básicos de la actual política económica, y que el propósito central del FMI ha sido desde su creación determinar las economías de los países deudores, para lo que siempre ha insistido en medidas que generaran no menor, sino mayor endeudamiento.

Sólo una circunstancia coyuntural -la negativa del actual gobierno norteamericano a seguir financiando el déficit del organismo- explica la satisfacción de sus autoridades.

De sobrepique nomás, la UCR criticó oficialmente (si es que alguien consigue determinar cuál es el oficialismo en la UCR) el anuncio gubernamental, inclinándose por la conveniencia de ir pagando los compromisos al momento de sus vencimientos.

A estos señores no sólo les importa un comino que la decisión ya hubiese sido tomada, de donde se desprende que su objeción carece de utilidad práctica, sino que muestran que no saben hacer las cuentas: mientras las reservas del Banco Central devengan intereses que como mucho ascienden al 3% anual, la deuda se incrementa en por lo menos un 6% también anual.

Hay una diferencia de 842 millones de dólares, que es el ahorro que hace Argentina al cancelar de contado. Si tomamos en cuenta que el 95 % de los vencimientos tendrían lugar no dentro de cien años, sino durante el próximo y el 2007, surge con claridad que la crítica no tiene ningún asidero y parece más bien motivada por el despecho.

¿Es despecho también el de Elisa Carrió cuando afirma que “le pagaremos al usurero con el pan de nuestros hijos y nuestros nietos?” Pero ¿de quién es la culpa? ¿Del que paga una deuda o del que la contrajo?

Esta implícita inversión de las responsabilidades revela, además, hipocresía y mala fe, ya que nunca se ha escuchado decir a ningún dirigente del ARI que debía caerse en cesación de pagos con el FMI.

¿De dónde se pretende entonces que salga la plata, sino del ahorro nacional? ¿De la quiniela?

Que el sacrificio que supone ese ahorro nacional pueda no estar bien repartido es un asunto de enorme importancia y merece ser discutido, pero en nada invalida la oportunidad y conveniencia de la decisión gubernamental.

Con toda justicia a la señora Carrió le fastidia que por pe o por pa se cuestione su apariencia física, que nunca acaba de satisfacer a sus detractores, siendo como es una dirigente política y no una vedette del teatro de revista, razón más que suficiente para que mostrara alguna hidalguía y dejara de mezclar, también ella, el aserrín con el pan rallado.

Lo mezclan a su vez los economistas de la CTA al enredarse en una discusión sobre el sobrante de 2.000 millones de dólares en el presupuesto del 2006, habida cuenta que estaban estimados para cancelar vencimientos con el FMI, deuda que se pagará a fines del 2005 no con superávit fiscal sino con reservas.

Claudio Lozano sostiene la conveniencia de volcar ese monto a inversiones así como a paliar algunos efectos de la grave situación social, mientras la ministra Felisa Micelli anunció que integrará un fondo “anticíclico”, una suerte de reserva de libre disponibilidad de la Tesorería para afrontar eventuales crisis.

A primera vista parece una discusión conyugal o societaria entre un amarrete y un manirroto en la que cada cuál tiene sus muy atendibles razones. La diferencia puede consistir en una simple cuestión de ritmos o ir más allá, y ser de modelos de desarrollo: si la CTA cree conveniente basarlo en el consumo interno, lo que requeriría una acentuada redistribución del ingreso, las autoridades lo conciben sustentado en el alto superávit fiscal y un aumento de la obra pública.

Pero lo que no parece estar en discusión es la necesidad de la autodeterminación económica, la reindustrialización del país, la inversión en materia educativa y una más acelerada o morosa redistribución del ingreso.

Si es así ¿a cuento de qué hacer de las diferencias cuestión de vida o muerte, invalidando absolutamente todo lo que diga o haga aquél con el que disentimos en poco, algo o mucho? ¿Con qué seriedad puede Lozano decir que un fondo anticíclico es lo mismo que el FMI, como afirmó muy suelto de cuerpo apenas conocido el anuncio? ¿Cree de veras que, casas más, casas menos, Nueva York es igualito a Santiago?

Si alguien cree más conveniente que el país continúe endeudado con el FMI y siga sus recomendaciones, debería decirlo con claridad en vez de andarse con circunloquios.

Y si no lo cree ¿Cuál es el propósito de buscarle siempre el pelo al huevo y no estar jamás conforme, por sistema, con ninguna cosa que haga otro?

Las diferencias conceptuales e ideológicas no sólo son saludables, sino imprescindibles en la vida política de un país, por la simple razón de que se hallan en el seno de la sociedad.

Y así como no existen -ni son convenientes- las sociedades uniformadas, nada bueno puede surgir de la uniformidad política. Sin embargo, las diferencias deben darse dentro de un marco y en consonancia, equilibrio y coherencia con propósitos debidamente explicitados.

De creer en las palabras, no habría en este punto diferencias abismales en el espectro político nacional que lleguen a justificar esa permanente y enervada descalificación del otro que ha llegado a ser nuestro lamentable deporte nacional.

Dicen que los melones se van acomodando en el camino; cabe suponer entonces que los dirigentes y fuerzas políticas que insistan en semejante comportamiento irán perdiendo el favor popular.

De ser así, resultará un consuelo muy magro, padre de futuras lamentaciones: ese “hegemonismo” gubernamental del que muchos alertan y que, de consolidarse, traerá aparejadas graves consecuencias a nuestro país, al día de hoy parece menos obra del gobierno que fruto de las omisiones de una oposición desorientada que, perdidos los anclajes culturales e ideológicos, anda sin rumbo y a los tumbos, recayendo una y otra vez en la falacia, el sectarismo y la descalificación sistemática, con un resentimiento que se le nota a flor de piel .

¿Se corresponde esa irracionalidad con una subyacente irracionalidad popular?

Vaya uno a saber, pero en principio, téngase en cuenta que no van a ser pocos los lectores que acusen a esta columna y al sorprendido columnista de escribir para el oficialismo por el simple hecho de ver los procesos políticos “al bulto” y no a lo tiquismiquis, en la conciencia de que lo bueno y lo malo, el acierto y el error, coexisten en todas las cosas de la vida.

Y considerar que es imprescindible determinar qué cosas son determinantes de otras, y distinguir lo principal de lo aleatorio.

El recambio generacional en la dirigencia política, fruto en gran medida del colapso de un modo de entender el país, debería hacernos ver las cosas con optimismo.

Pero ese optimismo inicial es desmentido por los actos cotidianos de esa dirigencia supuestamente renovada.
Debe ser nomás que Jauretche tenía razón en estos versos suyos del poema Paso de los Libres:

Les he dicho todo esto

Pero pienso que pa’ nada,

Porque a la gente azonzada

No la curan los consejos:

Cuando muere el zonzo viejo

Queda la zonza preñada.

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