La jovialidad y la satisfacción no le durarían mucho al tío Polo. Fue esa semana, la misma en que la AFA le dio los puntos a Argentinos y mientras vigilaba los movimientos del barrio desde la terraza, que vi surgir su inconfundible silueta de la curvita de la calle Arregui. Aun desde lejos era evidente que Polo no caminaba con su habitual despreocupación, silbando un tango o tarareando un par de versos de “Mis harapos”, “Puentecito de mi río”, “El linyera” o alguno de los tantos temas popularizados por Antonio Tormo, de un día para el otro evaporado de las radios, teatros y máquinas pasadiscos.
“Cuando se asoma alegre el sol / sobre los campos del Talar”, cantaba enigmáticamente Polo, sin jamás pasar de ahí, despertando mi curiosidad, mi temor y a la vez mi fascinación por las historias de misterio: una vez que el sol se asomaba, ¿qué pasaba en los campos del Talar?
Seguramente Peter Fox lo sabía; yo, definitivamente, no. Y terminaba imaginando las cosas más horrendas, como que aparecía el ogro que durante años me había asustado desde el troquel central de mi librito de cuentos o, peor, Nazareno Cruz convertido en lobo.
La expresión del tío Polo era sombría. Caminaba, reconcentrado, y sin mirar a nadie ni a nada en particular, como debían hacerlo los Mekkanos con los que se enfrentaba Buck Rogers.
¿Iríamos a pescar a la Costanera, tal como me había prometido el domingo?
Para recordárselo, corrí escaleras abajo y llegué al bar al mismo tiempo que Polo entraba por la puerta de la ochava. Sin devolver los saludos se dirigió hacia el mostrador.
–Necesito el teléfono.
El Mudo no alcanzó a reaccionar cuando Polo bajó la horquilla, cortando la comunicación.
–Sí, sí, tomá –dijo, haciéndole lugar.
Polo pasó del otro lado del mostrador, tomó el teléfono y lo apoyó en una repisa, junto al frente del bar, dando la espalda al salón. Susurró con la boca casi pegada a la bocina, como si también él pasara números de la quiniela, y al cabo de un par de minutos, colgó el auricular y sin saludar a nadie, salió por la angosta puerta de Lascano.
–¿Y a este qué bicho le picó? –dijo el tío Rodolfo.
Corrí por el pasillo que comunicaba directamente el patio de la casa con la calle. Como no podía ser de otra forma, tropecé con uno de los cajones de cerveza que el tío Rodolfo apilaba a la bartola, obstruyendo el paso casi por completo. Daba igual: el pasillo se usaba únicamente los domingos, cuando el bar estaba cerrado. Y el único que lo usaba los pocos días de la semana que iba de visita a lo de mi tía era mi viejo que, con tal de evitar a sus conocidos del barrio, jamás entraba por el salón, como hacíamos todos los demás, incluyendo a mi vieja.
Me até un pañuelo en la rodilla, que había empezado a sangrar. Cuando finalmente conseguí llegar a la calle, busqué a Polo con la mirada, a tiempo de verlo entrar a casa de Emilio, en la esquina del pasaje.
La casa de Emilio, de altas paredes sin revocar, en las que crecían brotes de enigmáticos árboles, era diferente a las demás, como transportada de otro barrio. Montserrat o San Cristóbal. Metía miedo, tanto como su dueño.
Ítalo Emilio Peruzzoti era inmenso, cargado de hombros, con una gran cabeza en la que destacaba una frente abultada sobre un rostro de una palidez casi cadavérica. Las manos –según habría de comprobar con el tiempo, cuidadas y elegantes–, iban siempre metidas en los bolsillos de un infaltable sobretodo negro. Parecía que Boris Karloff o el mismísimo Frankenstein hubiera escapado a sus perseguidores y, luego de cruzar el océano, encontrado refugio en Paternal.
Para aumentar el halo de misterio que lo rodeaba, Emilio salía a la calle únicamente a eso de las seis o siete de la tarde. Caminaba a grandes zancadas hacia la avenida y se perdía de vista tras subir los escalones para llegar a la parada del troley que lo llevaba al centro. Al parecer, volvía muy tarde, pues jamás nadie, o al menos ninguno de los chicos de la cuadra, lo había visto trasponer de regreso la enorme puerta de su morada.
Hacía falta una puerta como esa, de tamaño descomunal, de doble hoja de madera descolorida, para que Emilio pudiera entrar a su casa, que ocupaba enteramente la esquina. Los muros y las tres ventanas, siempre cerradas por celosías de hierro salpicadas de óxido, guardaban proporción con Emilio y la puerta.
Corrí hasta la esquina animado de la vaga esperanza de que Polo aun no hubiera acabado de entrar. Fue inútil. La puerta, así como las persianas, estaban cerradas. Desde la vereda, miré con aprensión esas altas paredes, sabiendo que jamás podría treparlas y preguntándome qué habría tras ellas, qué misteriosas actividades llevaría a cabo Emilio en la penumbra interior y, no menos inquietante, qué diablos hacía Polo ahí.
Caminaba de regreso cuando el doctor Rofo bajó aparatosamente de su enorme automóvil, acomodó su corbata y, como siempre ocurría desde que había comenzado a estacionar sobre Lascano, volvió a tropezar con el tacho que el basurero arrojaba desaprensivamente a la vereda, del lado equivocado del árbol.
Entré a lo de mi tía directamente por el pasillo, para ponerme una curita en la rodilla. Cuando llegué al bar, el doctor ya ocupaba el centro del corro.
–Las medidas deben ser duras para tener efectos aleccionadores. Así como es necesario poner coto a la indisciplina laboral promovida por la demagogia del régimen depuesto y amparada por gremialistas corruptos y ventajeros…
El doctor hizo silencio y paseó su mirada por los rostros de los presentes.
–Permítanme una digresión: fue por culpa de esos gremialistas y, naturalmente, del dictador en fuga, que los trabajadores son ahora resentidos sociales y desvergonzados irresponsables que tiran los tachos de basura en cualquier parte, obstruyendo el paso de las personas decentes.
Pablito se sintió reivindicado nada menos que por un doctor.
–¿Viste, Radolfo? ¿Quí dicía yo?
–Como le parezca –dijo el Mudo–, pero entrar por la fuerza a la CGT…
Miguel encaró al Mudo de mala manera, como dispuesto a llegar a las manos.
–¡Hay que devolver los sindicatos a gremialistas honestos que defiendan los intereses de los auténticos trabajadores!
El Mudo asintió. Lejos de su displicencia habitual, se veía perturbado, casi conmovido.
–Pero llevársela así, como si fuera un mueble…
–Cuando tenés razón, tenés razón –dijo el Pelado.
–Se le dará cristiana sepultura.
No obstante la explicación del doctor, Carlitos y Alberto Culacciati apoyaron las palabras del Pelado y hasta mi tío meneaba la cabeza con preocupación.
El doctor se sobrepuso a la repugnancia que le provocaba la reacción de los que, por lo general, asentían entusiastamente a sus llamados a la vindicta y retomó el discurso inoportunamente interrumpido por Pablito Serún.
–Así como hay que disciplinar a los sindicatos, es imprescindible acabar con esos verdaderos ritos paganos, con esa macabra adoración a la muerte.
–Democratizar, doctor.
El doctor vaciló, confundido, tal vez pensando que Miguel pretendía democratizar la muerte o váyase a saber. Con estos socialistas, por más democráticos que se dijeran, nunca se sabía. En última instancia, de los únicos de quien uno podía fiarse era de los Socialistas Independientes, que habían quedado reducidos a Federico Pinedo y Roberto Giusti, ni siquiera integraban la Junta Consultiva y probablemente ya ni existieran. El doctor se sobrepuso a la horrenda sensación de que tal vez la revolución hubiera llegado demasiado tarde para libertar a nadie.
–¿Qué cosa? –preguntó.
Ese día, Pablito estaba decididamente a favor del doctor.
–Eso, ¿quí cosa quirés, Miguel?
El doctor miró con alarma a su imprevisto aliado.
–¿Qué cosa quiere democratizar? –precisó, antes de que fuera demasiado tarde para regresar al mundo de las personas sensatas, cuerdas y, sobre todo, sobrias.
–Los sindicatos. Una vez democratizados, los dirigentes que de ahí surjan trabajarán decididamente para el buen funcionamiento de las instituciones republicanas.
–Desde luego –aprobó el doctor–. Pero estamos hablando aquí de algo de aun mayor trascendencia. La intervención a la central obrera es una vía para, como dice usted, democratizar a las entidades gremiales, pero además, aunque sea doloroso, había que acabar con la adoración morbosa y repugnante de unos restos mortales eternizados para mayor satisfacción de la megalomanía del dictador.
–La melama… –intentó repetir mi tío.
–Eso es verdad –dijo Miguel–. Al tirano no sólo le molestaba la oposición democrática sino que no toleraba ningún lenguaje que no fuera estrictamente peronista…
El doctor, que había asentido a cada una de las palabras de Miguel, volvió a retomar el hilo de su conferencia.
–No iba a permitir que nadie creyera más que en él. Ni siquiera se podía creer en Dios. Ni mucho menos podía tolerar que un grupo de ciudadanos católicos tuviera la intención de construir un nuevo partido político. Y cuando muchos clérigos se rehusaron a convertir las organizaciones religiosas en falanges peronistas, empezó el conflicto.
–¿Qué conflito? –preguntó el Pelado.
–¡Nada menos que con la Iglesia Católica, Apostólica y Romana!
Le tocaba ahora el turno a Miguel de asentir.
–Fíjese que la persecución empezó con la expulsión de los militantes católicos de los sindicatos con la excusa de que había una intromisión política. ¡Intromisión política!
–El colmo del cinismo –apuntó el doctor–, siendo que el Régimen había convertido los sindicatos en viles órganos electorales y demagógicos.
El Mudo había encendido un Particulares Fuertes y fumaba pensativamente, al parecer ajeno a la discusión.
–De esto no va a salir nada bueno –dijo, como si hablara consigo mismo.
–Caballero –se encrespó el doctor–, recuerde usted que, empeñado como estaba en la destrucción del culto católico, el dictador dio orden al parlamento de aprobar una ley para reabrir los prostíbulos.
–Falta hacía…
–A vos te hará falta, Pelado.
Carlitos Culacciati festejó el comentario de su hermano Alberto.
Con un carraspeo de autoridad, el doctor llamó al orden a los hermanos Culacciati, que hicieron silencio de inmediato.
–La campaña de justificación que precedió a dicha ley, persiguiendo implacablemente una determinada lacra social, es algo que nunca le perdonaremos quienes fuimos presos por nuestras ideas políticas o religiosas, haciéndonos pasar ante la opinión pública como maricones. ¡Pobre Patria! ¡A qué humillación no te sometieron esos estúpidos mandones!
El Pelado había quedado detenido un poco antes.
–¿Cómo que por maricones?
Carlitos y Alberto Culacciati intercambiaban sonrisitas de complicidad.
El Mudo exhaló una larga bocanada de humo y comentó, como si tal cosa.
–Pensé que había estado exiliado en Montevideo…
El doctor tuvo un acceso de tos. Mientras se bamboleaba en dirección al teléfono, que no dejaba de sonar, Pablito comentó.
–Ti dije qui iste tipo era raro.
–Señores –amonestó el doctor–, yo no estuve preso sino exiliado en Montevideo.
El Mudo arrimó el teléfono hacia Pablito, que erraba los manotazos.
–Perdón dotor, pero usté mismo lo dijo.
–Sí, lo dijo –confirmaron Carlitos y Alberto Culacciati
–¡Yo hablé en términos genéricos, refiriéndome a los compatriotas perseguidos por la dictadura!
Olvidando que el cliente tiene razón, mi tío meneó tristemente la cabeza.
–Ya no se gana para sustos en este país.
Junto a la repisa, Pablito consiguió finalmente aferrar el teléfono y tomó el auricular, en momentos en que se balanceaba hacia atrás.
–¡Hola! ¡Hola! –gritó, balanceándose hacia adelante –Yo no ti grito –gritó una vez más– ¿Istás sordo vos?
Escuchó unos segundos.
–Ya ti lo llamo –dijo. Apoyó el auricular en la repisa y se volvió hacia el salón –¡Disante! ¡Taléfano!
En la mesa de la ventana de Gavilán, de Santis se incorporó con lentitud. Luego de vacilar unos segundos caminó cabizbajo hacia el mostrador.
–Seguro que es Perón –exclamó el Pelado.
Todos festejaron la broma con carcajadas y hasta el doctor se permitió una risita nerviosa.
–Caballeros, esos son temas demasiado serios como para bromear con ellos –amonestó, sin mucha convicción.
Nadie le hizo caso. El doctor había perdido su halo de autoridad.