Corazones albañiles

Aguardientes

La palabra del otro no siempre es la palabra del otro. A veces, por que la vida así lo quiere, la palabra del otro es el resultado de una provocación, o la consecuencia de una ventura o de un infortunio inscriptos en ese punto de llegada incomprensible que llamamos destino.

Parece cierto que, en realidad, las palabras no le pertenecen a nadie, siendo como pájaros en un cielo impredecible y que cobran valor según las intenciones, es decir que valen si vale los que las hace valer. A la prueba de la memoria me remito.

Un tipo había en un bar-café-concert de Capital. Lanzado a desear alguna oportunidad que sus sueños le otorgaban a las noches, deseó la curva plena y rolliza de una juventud que llevaba una moza de bandeja. El tipo se armó de palabras. De palabras de él, pero más de palabras como dardos, como anzuelos-abrojos que bien podrían tener cualquier destino, incluido o excluido el de la bella regordeta. Y se las tiró.

Usando como mensajera a otra moza, compañera de la mujer del deseo, le dedicó en una servilleta de papel (papiro improvisado) un acróstico componiendo tanto sus intenciones de él, como el nombre de la mujer “favorecida”.

Palabra contra palabra le explicó a la intermediaria qué cosa era un acróstico, dando por seguro cuánto habría de agradar el artificio a la destinataria del homenaje.

La moza compañera llevó el recado. Lo puso frente a los ojos y a la conciencia de la damita. La chiquilla miró el papel con el mismo interés que un físico nuclear observa una revista de modas. Dejo la misiva sobre el mostrador, y sin mediar gesto de naturaleza alguna cargó la bandeja con tres cervezas y un Gin Tónic rumbo a los bullicios de la mesa cuatro.

En ese viaje, pasó por tercera vez a la vera de un borrachín de circunstancia, milagrosamente acodado en la barra y flameando sus vinos de más en compañía de nadie. En realidad estuvo conmigo, porque es mi amigo, hasta el momento en que empecé a ser observador imparcial de este juego de palabras. El curdita la olió a dos metros, y la vio menearse más con la memoria que con los ojos vidriados de esa noche.

Al paso por su derecha le tiró la media frase: —¡Que buena que estás…”— y girando hacia la izquierda terminó el arresto con un arrastre cargado de admiración y de deseo: —…Gorrrda!

La pibita sonrió e iluminó la distancia que la separaba de la mesa cuatro. Ladeó la cara y prolongó la sonrisa al sincero bañando a los que estábamos colados en la escena.

Esa noche, aprendí lo de las palabras libres y su destino abierto, y que los materiales con los que se construye el engaño y la verdad, son los mismos. Porque lo que cambia, lo que hace la diferencia, no son ni los ladrillos ni las palabras…Lo que cambia todo, son los corazones de los albañiles.

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