La secuencia no se detiene, ajena al repudio, asombro y violencia que genera. Comenzó con un juicio político que fue promocionado como un despertar popular contra la corrupción pero que en realidad fue un golpe parlamentario liderado por condenados y sospechados de corrupción contra una presidenta, Dilma Rousseff, que, luego, ya sin fueros, ni fue procesada. Continuó con un nuevo gobierno de su vice, Michel Temer, que dio vuelta su programa económico, político y social, profundizó la crisis que atravesaba el país y desató un clima de violencia institucional. Los resultados fueron tanto físicos, con la militarización de la tercera provincia más poblada del país y la ejecución en pleno centro de una concejala de izquierda con balas compradas por la Policía Federal, como políticos a través de la nueva hegemonía judicial decidida a marcar el rumbo del país.
En poco más de un año y medio, el ex presidente, mentor de la mandataria destituida y favorito para recuperar el poder en las elecciones del próximo octubre, Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado por corrupción pasiva y lavado de dinero a más de 12 años de cárcel con el explícito reconocimiento de los jueces de primera y segunda instancia de que no existen pruebas físicas. Pese a eso, siguió su campaña electoral y su caravana fue atacada a los tiros. Tanto el nuevo presidente como el número dos de las encuestas, un ex capitán del Ejército y defensor de la última dictadura, culparon de la violencia al atacado y no presionaron realmente por una investigación. Una reacción similar tuvieron cuando esta semana, en la víspera de una nueva decisión judicial clave para el ex presidente condenado, el jefe del Ejército y varios generales retirados advirtieron que no aceptarían que se instale “la impunidad”. No necesitaron cumplir con sus amenazas porque el Supremo Tribunal Federal (STF) anoche dio una estocada al ex presidente que lo dejó al borde de la cárcel.
Esta secuencia de ataques al Estado de derecho está golpeando a Brasil, la octava economía del mundo y la última sede del mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, no a un país sin visibilidad en el mundo. Está socavando las bases fundamentales de la democracia de Brasil, un país que en la última década y media, bajo los gobiernos de Lula y Rousseff, no sólo logró sacar a millones de la pobreza y desarrollar una industria para empezar a pelear con los grandes, sino que se erigió como una potencia global lo suficientemente importante como para compartir asiento con China, Rusia, India y Sudáfrica en los BRICS, aspirar a pelear un lugar permanente en el Consejo de la Seguridad de la ONU y hasta intentó convertirse en un mediador de uno de los conflictos diplomáticos más importantes del mundo, el programa nuclear iraní.
Pero ni los países del Norte donde hace unos años admiraban las políticas y el carisma del ahora condenado ex presidente ni sus vecinos y socios en el Mercosur o la OEA -particularmente Argentina, donde se solía elogiar las políticas serias de Estado y la planificación a largo plazo de Brasilia- parecen preocupados por el peligroso laberinto de arbitrariedades, abusos y violencia en el que se está perdiendo la democracia brasileña.
La secuencia de golpes en este último año y medio ha sido tan eficaz que ya nada parece inverosímil en Brasil. Por eso anoche, cuando la jueza Rosa Weber, el único de los 11 votos del STF que analistas y periodistas no habían podido pronosticar con certeza, zigzagueaba hasta marear con su exposición, ambos resultados parecían posibles. Finalmente la magistrada decidió no dar lugar al recurso de habeas corpus presentado por la defensa del ex presidente Lula para que éste pueda agotar todas las instancias de apelación en libertad. El argumento de los abogados de Lula es que la Constitución de 1988 establece en su artículo quinto que “nadie será considerado culpable hasta la firmeza de la sentencia penal condenatoria”.
Weber sí argumentó que ningún condenado debería ir preso sólo con una confirmación de segunda instancia, pero sostuvo que no creía que era correcto cambiar la jurisprudencia creada por un fallo anterior de ese tribunal en 2016 con un habeas corpus. Tanto Weber como los cinco jueces que votaron a favor del recurso de Lula le pidieron de manera incesante a la presidenta de la corte, Cármen Lúcia Antunes, que acepte discutir un cambio de jurisprudencia, pero la magistrada -quien el mes pasado recibió sonriente al presidente y ex vice de Rousseff, Michel Temer, en su casa- no lo hizo y lo pateó para más adelante, sin poner fecha.
El voto final fue de 6 a 5 en contra de Lula. Cinco de los seis magistrados que votaron contra el ex presidente fueron designados por gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT).
Si Antunes hubiese accedido al pedido de Weber y los otros cinco jueces, la mayoría hubiese sido otra y el tribunal hubiese aprobado un cambio de jurisprudencia, lo que hubiese beneficiado a Lula. La presidenta del STF prometió discutir el tema más adelante y si cumple con su palabra, cuando lo haga y se declare inconstitucional la detención de un condenado en segunda instancia, el líder del PT podría volver a presentar un recurso y salir en libertad.
El abogado Antonio Carlos de Almeida Castro, uno de los penalistas más importantes de Brasilia conocido por su apodo, Kakay, no quiso esperar a que Antunes tome la iniciativa, y presentó hoy una cautelar para definir la constitucionalidad de la ejecución de una pena de cárcel con una condena de segunda instancia. La cautelar cayó en manos de Marco Aurélio Mello, uno de los jueces que defendió con más fuerza y argumentos el habeas corpus pedido por Lula, y si él lo decidiera, podría presentarla a votación en el pleno, lo que reavivaría las esperanzas del ex presidente.
Pero por ahora, la decisión de anoche del STF dio vía libre para que el trámite en segunda instancia concluya -Lula tiene hasta el próximo martes 10 de abril para presentar un último recurso ante el tribunal regional de segunda instancia que lo condenó en Porto Alegre y que seguramente lo rechazará sin mucha demora- y luego el juez de instrucción, Sérgio Moro, ordene su detención. Como el ex presidente tiene 72 podría intentar obtener prisión domiciliaria.
Para el PT, ni la decisión de anoche del STF ni una inminente detención evitarán que Lula sea candidato presidencial en las elecciones del 7 de octubre próximo. “El pueblo brasileño tiene derecho a votar por Lula, el candidato de la esperanza. El PT defenderá esta candidatura en las calles y en todas las instancias hasta las últimas consecuencias”, prometió la fuerza política en un comunicado publicado al mismo tiempo que en las calles de San Pablo -la ciudad que el ex presidente eligió para esperar el resultado de la votación judicial- sonaban bocinas y cacerolazos de celebración de sus opositores.
Esta parece ser la estrategia del PT para este año electoral, en el que hasta las elecciones están en duda para algunos influyentes analistas brasileños: presentar a Lula como candidato en agosto -el plazo vence el 15 de ese mes- y luego pelear hasta la última instancia de la justicia electoral, al mismo tiempo que continúan presentando recursos y apelaciones en la justicia penal. El 17 de septiembre, es decir, sólo tres semanas antes de los comicios, es la fecha máxima para que el Tribunal Superior Electoral apruebe las candidaturas. Según la ley conocida como Ficha Limpia y aprobada durante el gobierno de Rousseff, ningún político condenado en segunda instancia por corrupción puede presentarse a elecciones.
Sólo en la última instancia del Tribunal Superior Electoral, a 20 días de la primera vuelta presidencial, y si Lula es definitivamente proscripto, el PT aceptará pasar a un plan B, que sin dudas será embanderado por el propio ex presidente. Con tan poco tiempo por delante de campaña y con el pleno apoyo de toda la fuerza política, la esperanza del partido es que el nuevo delfín se apropie del 35% de intención de voto del ex mandatario y se ubique inequívocamente como el nuevo favorito.
La gran incógnita ya no es si Lula será candidato o no, sino si los poderes públicos y fácticos de Brasil permitirán que él o que uno de sus embanderados disputen unas elecciones libres y transparentes, las ganen y asuman la Presidencia. La secuencia de ataques al Estado de derecho parece imparable y cada vez gana más velocidad. Y cuanto más rápido y fuerte llegan los golpes más crece también la sensación de impunidad y el empoderamiento de sectores autoritarios y antidemocráticos que ya no disimulan su fuerza.