Contra el Estado

"Al igual que en los 90 con la aplicación del Consenso de Washington, la izquierda argentina plantea hacer algo bastante parecido: destruir el Estado"

pro-po“Apenas son suficientes mil años para formar un Estado, pero puede bastar una hora para reducirlo a polvo”

George Gordon Byron

 

En la historia es muy común hacer todo tipo de comparaciones y analogías de distintos acontecimientos y contrastarlos entre sí. Esto ocurre, por ejemplo, con la Revolución de Mayo y la Revolución Francesa. En este caso haremos lo mismo -aunque parezca paradójico- con la izquierda argentina y el neoliberalismo. Esto a primera vista parece un tanto contradictorio, antagónico para cualquier marxista avezado en materialismo dialéctico y lucha de clases. Por tanto, al iniciar este análisis como anuncia el título de la nota, no vamos a partir de obviedades y lugares comunes ya conocidos que forman parte de la discusión política contemporánea como el gobierno de Mauricio Macri y su política económica, sino que apuntaremos nuestras bayonetas al otro extremo del mapa ideológico.

 

Pero seremos atrevidos en nuestra humilde apreciación. Al igual que en los 90 con la aplicación del Consenso de Washington, la izquierda argentina plantea hacer algo bastante parecido: destruir el Estado. Para Lenin, el Estado es “un instrumento de la clase dominante, (…) una ‘cosa’ que existe y está determinada por sus funciones” (V. I. Lenin, El Estado y la revolución, Polémica, Buenos Aires, 1974, p. 21). Entonces, si seguimos detenidamente esta afirmación, la clase que domina el Estado argentino es la burguesía transnacional -cuyo interlocutor es la oligarquía agrofinanciera- aliada con la administración política que representa el gobierno, configurándose de este modo en un dispositivo que controla el Estado por medio de la corrupción y de sus lazos intrínsecos con el aparato público. ¿Pero acaso la corrupción no es estructural al capitalismo? Enfoque un tanto simplista si lo tomamos de esta forma. La ideología aquí funciona como “elemento externo” de aquello que se intenta impugnar, y lejos de constituirse en una síntesis dialéctica de las condiciones históricas particulares, se coloca fuera de contexto en su concepción de la realidad objetiva. ¿Y qué es lo que se intenta impugnar? El Estado.

 

Un ejemplo que ilustra sencillamente esta definición lo podemos encontrar en el pensamiento puro de Jorge Altamira. El líder histórico del Partido Obrero, luego de brindar una conferencia en la Universidad de Harvard el 26 de marzo de 2015, no se ruborizó al comparar a la izquierda con el neoliberalismo, y en una libre interpretación del marxismo aseveraba lo siguiente: “(…) nosotros somos antiestatistas. Y esto es interesante porque todo el mundo piensa ‘si son de izquierda, son estatistas’. No. La izquierda o el marxismo tienen por finalidad la abolición del Estado. Somos más liberales que los liberales norteamericanos que critican al Estado”. A confesión de parte, relevo de prueba. Esto abre un debate en torno al real espíritu filosófico del marxismo, pero no nos vamos detener en eso.

 

Mas lo que hay que saber es que el gobierno solo es una pequeña parte que compone el Estado y depende de la clase que se apodere de toda su estructura. Es decir, lo que hace el Estado es mediar la tensión entre el capital y el trabajo. Esa visión anárquica y mecanicista que tiene la izquierda argentina también lo fundamentan los neoliberales de la “Chicago School of Economics” -que nuevamente ocupan la burocracia estatal- a través de la desregulación de la economía y la no intervención en las relaciones de producción, como lo estamos viendo. Esto significa desmantelar el aparato productivo, subordinando el Estado al mandato omnipotente del capital globalizado, sacándolo del epicentro de la economía y poniendo como protagonista clave al libre mercado. Es decir, el mercado capitalista se introduce dentro de la estructura político-administrativa con el objetivo de controlar los hilos de toda la actividad económica nacional. El problema fundamental no es el Estado en sí, sino cómo se resuelven las relaciones sociales de producción, ya que éste representa la arena donde se dirimen los conflictos sociales expresados en la lucha de clases. Esto es, la intervención del aparato estatal en la regulación de los intereses sociales.

 

Esta concepción neokeynesiana propuesta en los albores de este siglo XXI le otorga nuevamente legitimidad a la intervención del Estado en la economía y al avance de la política sobre el mercado. Pues, no constituye únicamente ese Estado-máquina hobbesiano-weberiano de la modernidad expresado en la naturaleza de sus fuerzas represivas, sino que es un espacio atravesado por estas contradicciones, donde habitan diversos sectores con intereses antagónicos en permanente pugna. Karl Marx responde a este interrogante en el prólogo a la primera edición de El Capital y escribe: “No pinto de color de rosa, por cierto, las figuras del capitalista y el terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de determinadas relaciones e intereses de clase” (Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, tomo I: “El proceso de producción del capital”, vol. I, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005, p. 8).

 

La izquierda en nuestro país tiene una perspectiva similar a la de estos rancios neoliberales. La diferencia radica en lo ideológico (si entendemos la ideología como “falsa conciencia”), pero la praxis es la misma. A este fenómeno Lenin lo denomina de manera notable “izquierdismo”, considerándolo como “una enfermedad infantil en el seno de la revolución” (V. I. Lenin, La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, 1ª ed., Fundación Federico Engels, Madrid, 1998, p. 39). Este síntoma ideológico se manifiesta porque la izquierda no entiende que la revolución es un proceso histórico y no una imposición. Incluso el propio Lenin fue acusado de “traidor”, “reformista” y hasta de “burgués procapitalista” por facciones izquierdistas dentro del mismo Partido Bolchevique. Esta posición la ha llevado a un fracaso rotundo en su apoteosis insurrecta, siendo contrarrevolucionaria en su accionar político al no comprender el nivel de desarrollo histórico de la conciencia nacional y de los movimientos populares, actuando siempre por fuera de las propias masas: cuando las masas son dejadas de lado, cualquier proyecto revolucionario se pierde. El historiador marxista y referente de la izquierda nacional Jorge Abelardo Ramos bien dice que la izquierda argentina perteneciente a la clase media es tan radicalizada que cuando se intenta dar dos pasos, ellos buscan dar cinco y eso los termina volviendo contrarrevolucionarios.

 

Entonces, el problema que tiene la “izquierda vernácula” es, en efecto, un problema de clases, en la medida que no tiene con qué llevarlo a adelante. Porque si la ideología revolucionaria es brillante y no tienen el poder de las masas, nunca logrará llevar a cabo sus planes revolucionarios. Esto es lo que nunca pudieron entender. Marx sobre esto es claro y va a decir que a los medios de producción hay que expropiarlos, no destruirlos, puesto que el Estado es el medio de producción más importante, la superestructura que contiene la totalidad del poder. Parece ser que han entendido muy mal a Marx o no son marxistas quienes incurren en este tipo de planteos.

 

Esta izquierda dogmática devenida en reaccionaria, no sólo está en contra de cuestiones como el desendeudamiento, la nacionalización de las empresas, la reactivación industrial, la participación de la clase trabajadora en las ganancias o la instrumentación de políticas sociales, sino que está en contra del mismo Estado; a su vez que no logra resolver las contradicciones que se focalizan en la dispersión sectaria que le quita credibilidad frente a los sectores populares y la opinión pública. Una izquierda que, como pasa en toda América Latina, cuestiona de manera inquisitorial el papel del Estado, poniendo en duda cada movimiento que éste haga y situándolo -como ha sido durante toda la década del 90- en la sombra de la más absoluta sospecha. Esta concepción no es para nada extraña viniendo de los Chicago Boys, pero siempre termina por hacernos ruido cuando viene de la izquierda, a pesar de la densidad histórica que la precede.

 

Pero, ¿cuándo realmente se está en contra del Estado? Cuando efectivamente amplia el gasto público a través de políticas sociales que permiten la inclusión concreta de los sectores más postergados de la sociedad, asegurando el sostenimiento de la demanda por medio del pleno empleo y la generación de puestos de trabajo que dinamizan los factores productivos y pone en circulación el mercado interno. Este concepto parece haber quedado atrapado en la década pasada.

 

Después de la crisis del 2001, el “Estado mínimo” entró en un proceso de reestructuración volviendo a ocupar ese rol protagónico que había perdido con el menemismo. Sin embargo, ciertas acciones más que elocuentes surgidas en este último tiempo han colocado a esta izquierda “purista” al pie del cañón a la hora de disparar contra el Estado y el gobierno kirchnerista. Algunos hechos para tomar como ejemplo han sido el lockout patronal iniciado el 11 de marzo de 2008 por las cuatro entidades agropecuarias (como la Sociedad Rural) agrupadas en la mesa de enlace y apoyado, en efecto, por estos sectores autodenominados de izquierda, que pusieron en jaque por 129 días al gobierno conducido por la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, frenando la aplicación de retenciones a las exportaciones de granos, fundamentalmente de soja por medio de la polémica resolución 125/08.

 

Veamos otro ejemplo aún más contundente por su repercusión mediática y trascendencia en la escena política nacional: la Ley de Medios Audiovisuales. Sancionada el 10 de octubre de 2009, esta legislación tenía como objetivo reemplazar la vetusta ley de la dictadura cívico-militar promulgada en 1980 que todavía seguía vigente. Esto hacía que con esta nueva ley se democratizaran los medios de comunicación que estaban en manos de los sectores privados, principalmente el Grupo Clarín que tenía el control de la mayorías de las licencias, permitiendo la privatización masiva y sistemática de señales, que a su vez produce la concentración compulsiva del capital comunicacional en grupos multimediáticos, siendo ésta la matriz constitutiva de los grandes monopolios que se iban a consolidar en el territorio político-mediático del país, amparados claro está por la otrora ley de la dictadura. Esta nueva ley, además de ser rechazada rotundamente por las corporaciones mediáticas que vieron afectados sus intereses políticos y económicos, fue duramente atacada por la izquierda que ponía en sospecha el contenido de la normativa, considerándola una manipulación de los medios de difusión por parte del Estado en connivencia con las empresas telefónicas de capitales multinacionales.

 

Otra acción deliberada se había dado el 13 de abril de 2011, cuando un grupo de empresarios, encabezados por Paolo Rocca de Techint, rechazaron la presencia activa del Estado en los directorios de las empresas donde el sector público posee acciones que protegen los fondos de la seguridad social de los trabajadores (ANSES). Esta instancia hizo que el Estado recupere esa representatividad legítima que había perdido en los años 90. En este caso la izquierda puso nuevamente bajo la lupa la injerencia del Estado, argumentado que la dirigencia política lo utiliza como plataforma para realizar sus negocios capitalistas. Ergo, los proyectos que signifiquen la intervención del Estado en los asuntos económicos son tildados de “anticonstitucionales” por la derecha liberal y al mismo tiempo considerados por estos sectores de izquierda como medidas “confiscatorias” que favorecen a los intereses tanto de los gobiernos de turno como del capital extranjero.

 

Ahora esta lógica para con el Estado vuelve a ser abolida por las políticas neoliberales de este nuevo tiempo. Se repite la destrucción del Estado desde adentro bajo el signo legitimador de la democracia como en los 90. Hay una vuelta al Estado mínimo, a un adelgazamiento del Estado que busca restaurar la hegemonía del libre mercado. Una historia contada dos veces y rubricada con el credo contradictorio del pueblo. No cabe duda que estamos viviendo una especie de insoportable déjà vu.

 

La cita al pensamiento de Lord Byron, al comenzar estas reflexiones, intenta ser un juicio hacia lo que están haciendo con el Estado. Hacia esa complicidad latente que los encuentra en un mismo lugar, atraídos por el cautivante magnetismo del fin del Estado-nación. Hacia ese retroceso alevoso del que estamos siendo sometidos como pueblo y al que el gobierno de Macri nos está conduciendo, siendo su gestión el vivo reflejo de las líneas del poeta inglés.

 

Entonces, esta izquierda “antiestatista” que plantea la revolución como “proyecto de máxima” a concretar, siempre estará a la “izquierda” de cualquier gobierno, incluso hasta del mismo pueblo, coincidiendo con los sectores recalcitrantes de la derecha -que ahora nos gobierna-, volviéndose de modo inmanente la “izquierda de la propia derecha”, lo que la hace ser funcional -como lo ha sido durante todo el siglo XX- a los intereses antinacionales que ésta encarna históricamente en nuestro país y que vuelven a instalarse en lo profundo del Estado.

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