Contarla

El recuerdo que nos funda, la memoria, lo que pensamos que somos. Martina Evangelista reflexiona sobre lo que parece perdido y sobre los relatos que vamos puliendo a través del tiempo y de nuestra mirada.

Estoy pensando obsesivamente en los recuerdos. Puntualmente, en el primer recuerdo. Leyendo la última novela de Santiago Craig, Vida en Marta, sucedió eso hermoso (y también envidiable) que a veces pasa con un libro: cuando encontramos a alguien que pone en palabras de manera perfecta algo que pensaste o sentiste, pero nunca supiste decirlo muy bien. Marta, la protagonista, tiene, como todos tenemos o creemos tener, su primer recuerdo: es chica y está sentada en el piso de la cocina, jugando con un pastillero azul, esos rectángulos para caramelos coronados por cabezas de personajes infantiles. El de Marta tenía la cabeza del gato Silvestre. Y ella lo deja caer por la rejilla de la cocina, lo ve caer a lo profundo de esa oscuridad. Marta entonces en ese instante siente cómo la atraviesa la noción de “lo irremediable” y es en ese mismo momento en el que se da cuenta de que hay cosas simplemente irremediables. Como la pérdida de un pastillero, como la muerte de su gato. Ese gato no va a volver. El pastillero tampoco.

Al leer el primer recuerdo de Marta, pensé en mi primer recuerdo, y en lo parecido entre ambos. Marta i feel you, pensé. El mío está ubicado en el baño del jardín de infantes, mientras veía a mi anillo más preciado irse por el inodoro. El anillo era de plástico, como de goma, y tenía un patito amarillo sosteniendo una flor lila. Lo vi irse con la corriente del agua, o eso es lo que creo que pasó. Me puse a llorar en el cubículo del baño y ahí termina todo. Creo que, al igual que Marta, en ese momento conocí la naturaleza de lo irremediable, de la pérdida, de lo violento de la vida. Lo gracioso es que, después de la tragedia, la casera del jardín recuperó mi anillo, y mi mamá lo tuvo guardado en una caja todos estos años. Me lo dio esta navidad y lo usé toda la noche. De esta segunda parte no me acordaba para nada, pensé que el anillo se había perdido para siempre en las cañerías de ese jardín. Sólo recordaba la pérdida, lo trágico, lo irremediable de la historia. Y así siempre la conté. “Después de ese pastillero que cae y se pierde, en Marta empieza su memoria”.

La infancia se recuerda fragmentada: el día que te ahogaste en la pileta, los cartoneros con sus carros a caballos por la ciudad, un juguete para hacer helado, el día que dijiste en voz alta “esto es una poronga” sin saber bien qué era una poronga. Porque, como dice Susana Villalba en un poema, no es lo mismo recordar que observar recuerdos. Creo que podemos observar muchos recuerdos, y que en muy menor medida los recordamos fehacientemente. 

Ilustración de Luisa Rivera

Martín Kohan, con su libro Me acuerdo (2020), forma parte de una especie de genealogía literaria que empezó con el I remember, de Joe Brainard, escrito en 1970. El impacto de esta primera obra literaria fue tal que, años después, Georges Perec escribió Je me soubiens, bajo el modelo de Brainard, dedicándoselo. La forma de estas tres obras es simple: todas las frases son recuerdos de los autores. Y así se llenan las páginas. Simplemente eso. Y funciona. Se contiene la narración, se resume la vida en un inventario, en una lista de recuerdos, coleccionándolos, sin entrar demasiado en cada uno de ellos. Un fragmento del Me acuerdo, de Kohan:

“Mi novia del micro escolar se llamaba Silvina Cosin. /

 El padre de Silvina Cosin tenía un Torino de color azul. /

Silvina Cosin dio por terminado el noviazgo haciéndome, desde la parte delantera del micro, el gesto de dedos que se desenganchan. /

Mi hermana, que estaba conmigo en la parte trasera del micro, me explicó lo que ese gesto significaba.”

Y así siguen páginas y páginas, un inventario de recuerdos, una lista, una contabilización. No mucho más y, a la vez, todo.

Una novela que está en boca de muchos por estos días también comienza con la idea de un recuerdo. Así es la primera oración de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Dicen que cuando el editor recibió el original del manuscrito, al leer esta primera parte supo que iba a ser la novela del siglo. También dicen que García Márquez se basó en uno de sus propios recuerdos, cuando su abuelo (el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía) lo llevó a una compañía bananera, abrió una caja de peces congelados e hizo que metiera la mano. Otra manera de conocer el hielo, o algo parecido a eso.

Empecé la serie que produjo Netflix basada en la novela. No quería hacerlo porque prefería quedarme con mi propio Macondo, con el que había imaginado hace años cuando la leí. Construí en mi mente la casa, el pueblo, la belleza de Rebeca y la familia de gitanos. Fui olvidando muchas cosas, pero me acordaba de ciertas cosas que quedaron fijas en mi memoria literaria. Podría hacer un inventario a lo Joe Brainard: me acuerdo de José Arcadio atado a un árbol, me acuerdo de los bordados de Amaranta, me acuerdo de los caramelos de Úrsula. Con la serie me fui acordando de otras cosas, y volví a la novela. Y reconfirmé varias cosas. Una, ver una serie es muy distinto a leer un libro. Dos, la serie está bien hecha. Tres, me quedo con el libro.

Los términos recordar (recuerdo, recordarse) y acordar (acordarse de) se relacionan, significativamente, con la palabra latina cor, cordis: corazón. Y justamente Cien años de soledad se apoya en la memoria, en el recuerdo, en ese latido. La vida misma en el pueblo de Macondo es recuerdo. García Márquez, en su obra autobiográfica Vivir para contarla, afirma que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. ¿Somos lo que contamos?

Leí una entrevista que le hicieron a Santiago Craig, el autor de Vida en Marta, donde dice interesarse y reflexionar bastante seguido sobre cómo se construye una memoria y cómo se va construyendo la historia que nos contamos a nosotros mismos. Una fórmula parecida a: “yo soy esto, porque soy esto que cuento”. Será por eso que siempre contamos las mismas cosas, que repetimos con nuestros amigos siempre las mismas anécdotas.

Mientras escribo esto, pienso en que, al envejecer, todos repiten mucho más los recuerdos, los repiten y los repiten, y que quizás sea justamente para no olvidarse de quiénes son. Una manera de decirse a sí mismos: yo soy esto, lo que cuento. No quiero olvidarme de quién soy. Por eso te lo cuento.

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