La serie documental de Netflix, Nisman, el fiscal, la presidenta y el espía (The Prosecutor, the President and the Spy), dirigida por Justin Webster, arranca con la grabación del diálogo entre Sara Garfunkel, madre del malogrado titular de la UFI-AMIA, y un telefonista del SAME:
– Mire, necesito una ambulancia urgente.
– ¿Qué le anda pasando?
– Estoy en la casa de mi hijo. Yo vine acá y él está muerto… Para mí, se golpeó –completa la anciana, con una escalofriante naturalidad.
Era casi la medianoche del domingo 18 de enero de 2015.
En la siguiente escena aparece Laura Alonso, una de las grandes aliadas políticas del finado, para darle un toque coral al relato. Entonces cuenta que al despertar a las 6,15 del lunes encontró un mensaje en su celular: “Nisman está muerto. Prendé la tele”. Agrega que no pudo hacerlo porque de inmediato la llamó un productor del programa de Marcelo Longobardi para ponerla al aire.
Webster pegó el audio de tal entrevista. Ahí, sin vacilar, ella dice: “¡Ya ni siquiera podemos proteger a un fiscal!”
Es notable que soltara eso aún adormilada y sin información.
¿Imaginaba Alonso esa mañana que tal creencia se convertiría –pese a que jamás hubo el más mínimo indicio sobre la participación de terceros en el balazo que le voló al fiscal la tapa de los sesos– en eje narrativo de la segunda operación del lawfare en la Argentina? Una maniobra que rápidamente suplió a la primera, siendo ésta la denuncia del propio Nisman contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el canciller Héctor Timerman, entre otros, a raíz del Memorándum de Entendimiento con Irán.
Al respecto bien vale evocar un episodio no debidamente contemplado por Webster en su documental. Fue en 2013, durante una ríspida reunión en la Cancillería a la que asistió quien por aquella época era presidente de la DAIA, Julio Schlosser, su vice Waldo Wolff y el secretario general, Jorge Knoblovits.
Ellos no creían que el pacto con Irán para interrogar allí a los presuntos responsables del atentado pudiera guiar la pesquisa hacia la verdad. También invocaron “impedimentos estratégicos” no aclarados. Schlosser desparramaba sus argumentos. Wolff, permanecía mudo, con los ojos clavados en el suelo. Y Knoblovits, abogado de profesión, iba levantando temperatura. Hasta que, de pronto, saltó al grito de: “Si Canicoba Corral (el juez de la causa) va a Irán y le dicta a los acusados la falta de mérito porque la prueba no alcanza, ¿de qué nos disfrazamos?”. Y remató: “¡Eso sería inaceptable!”.
Schlosser entonces le ordenó con un parpadeo que se llamara a silencio. Y Wolff continuaba con los ojos clavados en el suelo.
¿Qué temía realmente Knoblovits? ¿Acaso no estaba convencido de la autoría iraní del atentado?
Aquel cónclave fue reconstruido por Timerman el 10 de febrero de 2018 en su departamento de la calle Castex, frente a la Plaza Alemania, al recibir, ya convaleciente y con arresto domiciliario, al autor de este artículo; también estaba el dirigente de Familiares y Amigos de Víctimas de la AMIA, Sergio Burstein, y el periodista Juan José Salinas. La reacción de Knoblovits adquirió luego una significativa relevancia.
No fue en esta historia el único “sincericidio” garrafal. El 28 de mayo de 2017 el diario Clarín tituló un artículo con las siguientes palabras: “Nuevas pericias oficiales sostendrán que a Nisman lo asesinaron”. Una primicia que demoró seis meses en cristalizarse: hablaba del dudoso estudio efectuado por la Gendarmería, cuyos resultados recién a fines de noviembre “confirmaron” la hipótesis del homicidio.
En tren de confesiones freudianas, un ejemplo más reciente: el diputado Leopoldo Moreau había expresado por Twitter que “el invento del asesinato de Nisman es una de las operaciones de marketing mejor concebidas a nivel global”. Y la atribuyó “al Estado de Israel, a la derecha norteamericana, a los fondos buitres y los socios locales de ese club”. La réplica de Knoblovits –ya al mando de la entidad que se arroga la representación de la comunidad judía– fue: “No hay mejor muestra de antisemitismo que relacionar los fondos buitres con la DAIA”. Lo llamativo es que en ningún momento Moreau nombró a esa institución.
Semejantes insubordinaciones del inconsciente llevan a un interrogante: ¿hasta dónde se puede preservar un pacto de silencio entre tantos conjurados? En este punto el documental de Webster es aleccionador, ya que en algunas de sus entrevistas se hacen añicos ciertos secretos.
Eso sucede con los testimonios del ex delegado de la CIA en Argentina, Ross Newland, y con el del enviado del FBI para investigar la voladora de la AMIA, Jim Bernazzani. El primero admite que “a Nisman lo tenían alineado” a la central norteamericana de espías. Y el otro, que la pesquisa no buscaba la verdad sino “acomodar las cosas a una teoría previa”.
Sin embargo, quien en aquella serie se lleva todas las palmas es Horacio Antonio Stiuso, nuestro ya afamado príncipe de las tinieblas.
Su participación empieza con suavidad.
– ¿Por qué su apodo es “Jaimito”? –quiere saber Webster.
Stiuso se relaja, y dice:
–Yo entré al Servicio a los 18 años. Desde entonces me llaman así por el personaje de los chistes. “Jaimito” era un chico muy travieso.
Tal respuesta la declama con una mueca cargada de picardía.
En contraposición al dramático testimonio de Timerman, quien –ya con su enfermedad muy avanzada– fuerza el último aliento que le queda en probar su buen nombre y honor, lo de Stiuso se ubica en el género del absurdo. Hay que ver a ese hombre, una versión desmejorada de Joe Pesci, en el otro lado del mostrador; o sea, respondiendo preguntas en vez de hacerlas y tropezando con sus propios argumentos. Tanto lo que dice como lo que calla, en medio de sus vacilaciones y su sonrisa siniestra, dejan al desnudo con una progresión casi matemática el backstage de una impostura; a saber: admite haber sido el “guionista” de Nisman (quien sólo se encargaba de darle formato jurídico al argumento de su autoría); justifica no haber contestado su lluvia de llamadas porque tenía el celular “en vibrador”; insiste en validar notorios embustes del expediente (como la existencia del presunto chofer de la camioneta, Ibrahim Berro, una hipótesis ya descartada) y balbucea una excusa irrisoria cuando le preguntan por qué no le avisó al fiscal acerca del falso rol que se le adjudicaba al espía inorgánico Allan Bogado en la negociación con Irán (siendo este un punto clave en la denuncia de Nisman). Tal como lo describió el escritor Juan José Becerra en un excelente artículo, “lo que (Stiuso) dice ya no impacta. Es la voz muerta de un mitómano que ha perdido sus encantos pero no registra que los perdió”.
En tal marco brilla la fiscal Viviana Fein. Esa opaca funcionaria judicial del fuero ordinario y a punto de jubilarse es –parafraseando al Indio Solari– la única heroína en este lío. Su figura evoca al juez interpretado por Jean-Louis Trintignant en la película Z, (dirigida por Costa Gavras en 1969), un individuo gris y maleable que, súbitamente, al intervenir en la investigación del crimen de un diputado, descubre cómo funcionan las reglas ocultas del mundo.
Más allá de sus virtudes y defectos, la serie de Netflix fue estrenada a las tres semanas de llegar Alberto Fernández a la Casa Rosada, seguramente con el propósito de instalar otra vez el caso ante los ojos del espíritu público, no sin reverdecer la idea del magnicidio. Sin embargo lo que en su origen fue una obra maestra del lawfare hoy no es más que una comedia de enredos. Lo demuestra, en vísperas del quinto aniversario de su fallecimiento, la interna de sus deudos políticos en la hoguera de las vanidades.
Cuando los halcones del macrismo, con Patricia Bullrich y Waldo Wolff por únicos oradores, sueñan con transformar su acto frente al Teatro Colón en una demostración opositora, la reacción de las organizaciones comunitarias judías, de la asociación de los fiscales y de la familia –todos a su vez divididos entre sí– es recordar a Nisman por separado. Y a eso se le suma una marcha por él nada menos que en Punta del Este. El glamour no quita lo valiente.