Como ratas por tirante

La virtual renuncia de Zbar a la jefatura de la AMIA sumó un nuevo bochorno a la larga saga de irregularidades que tapizaron de impunidad el mayor atentado terrorista de la historia argentina. Trastienda, protagonistas y efectos del rapto de decencia que no fue.

¡Conmoción en el Poder Judicial! A solo horas de concluir el período de feria colapsaron las cloacas en los tribunales federales de la avenida Comodoro Py. Fue a raíz de una obstrucción en el caño troncal. Semejante desperfecto hizo que el primer piso y la planta baja del edificio quedaran bajo aguas servidas. Mientras la Corte Suprema se reunía para evaluar una extensión extraordinaria del receso estival, el Consejo de la Magistratura enviaba una cuadrilla a fin de reparar la avería. Pero el edificio se llenó de ratas. Una catástrofe con notables implicancias metafóricas. Allí –entre otras miserias procesales– transcurre el manoseado juicio oral por el encubrimiento del atentado a la AMIA. También, el empeñoso experimento para convertir el suicidio del fiscal Alberto Nisman en un asesinato. Y la antojadiza causa por el Memorándum de Entendimiento con Irán. En los últimos días esos tres asuntos sufrieron graves contratiempos.

 

El primero, con la denuncia del ex titular de la Unidad Especial AMIA, Mario Cimadevilla (designado allí por expresa orden presidencial), contra el ministro de Justicia, Germán Garavano, y el propio Mauricio Macri por eludir el compromiso de buscar la verdad sobre la voladura del edificio de la calle Pasteur, por sujetar la pesquisa a los deseos de los Estados Unidos e Israel y por proteger en el juicio en cuestión a los amigos del Gobierno, especialmente a los ex fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia.

 

El segundo, con la inesperada abdicación de Sandra Arroyo Salgado –la ex pareja de Nisman– como querellante, en representación de las dos hijas que tuvo con el difunto. Una situación algo embarazosa para los instructores del expediente, el juez federal Julián Ercolini y el fiscal Eduardo Taiano, dado que así se les acotó aún más su ya nimio margen de legitimidad procesal. Y si bien ella fundamentó su retirada en el deseo de “salvaguardar el núcleo familiar” y en “una serie de amenazas recibidas durante los últimos meses”, es probable que en realidad su olfato haya percibido que la causa podría estrellarse –claro que por razones ajenas a la voluntad de sus hacedores– contra un tema nada kosher: las jugosas cuentas bancarias del fiscal (siempre a nombre de terceros) en base a depósitos efectuadas en su momento por fondos especulativos (como NML Elliot, de Paul Singer) a cambio de denostar con imposturas judiciales al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

 

Y el tercero, con la ya famosa carta del presidente de la AMIA, Agustín Zbar, a su par de la DAIA, Jorge Knoblovits, para que dicha entidad desista de la querella en la causa contra CFK por el Memorándum con Irán. Sostuvo esa sugerencia con una evaluación lapidaria del futuro de dicho expediente.

 

Nadie desmintió una versión que por entonces corrió como un reguero de pólvora: la fuente de Zbar habría sido nada menos que el presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz –su antiguo socio en el bufete Bouzat, Rosenkrantz & Zbar y ahora su proveedor de información secreta del Poder Judicial–, quien se habría comunicado con él en la segunda semana de enero para confiarle el inminente derrumbe de aquella causa, que fue instruida por el omnipresente fiscal Taiano, esta vez en dupla con el juez Claudio Bonadio.

 

¿Cuál sería la motivación de Rosenkrantz para inmiscuirse en un tema tan delicado, más allá de la lealtad hacia un amigo? ¿Acaso esa infidencia tuvo que ver con el encono que le profesa a Ricardo Lorenzetti? Quienes afirman tal hipótesis remarcan que, en la interna judicial, Bonadío es considerado un “soldado” de ese aún influyente miembro del máximo tribunal. Y pegarle a él es en realidad un cachetazo para ambos.

 

No obstante muchos coinciden en que criticar a ese magistrado surgido en la cantera del inolvidable Carlos Corach no es una proeza. De hecho, su apuro por elevar a juicio esta causa en particular tuvo como único propósito impedir la declaración del ex secretario general de Interpol, el norteamericano Ronald Noble. Éste ya había demolido la acusación de Nisman sobre el acuerdo con Irán apenas unas horas antes de su muerte, al afirmar que nunca hubo una gestión del canciller Héctor Timerman ni de ningún funcionario del gobierno de CFK para que se levanten las órdenes de captura con alertas rojas contra los sospechosos iraníes. Una desprolijidad que Bonadío no pudo remediar. Y por ese motivo su figura es denostada incluso entre la dirigencia comunitaria.

 

Mientras tanto, la osadía de Zbar derivó tres días después en su licencia por tiempo indeterminado (una virtual renuncia), mediante otra misiva con un marcado tono autocrítico. Caído súbitamente en desgracia y reemplazado por el vicepresidente de la AMIA, Ariel Eichbaum (quien, paradójicamente, había firmado la carta del escándalo con el secretario general, Darío Fernan Curiel), la entidad pidió a la DAIA “dejar sin efecto el requerimiento efectuado” por Zbar. ¿Pero acaso eso puso las cosas en orden?

 

Por el contrario, aquel thriller epistolar hizo entrar nuevamente a escena a Mr. Noble, quien en su cuenta de Twitter publicó un extenso hilo –replicado por la prensa internacional– donde insistía en ofrecerse para declarar ante la justicia argentina, descartando acogerse a la inmunidad como ex funcionario “para así –según sus palabras– proporcionar un testimonio veraz”.

 

Resultó significativo que, en medio de aquellas circunstancias, el doctor Knoblovits sorprendiera a la opinión pública con las siguientes palabras: “No sé si hay delito en el Memorándum”. Y agregó que coincide “con el pedido de que el señor Noble sea citado a declarar”.
De modo que esta trama puso al descubierto ante la opinión pública el carácter fraudulento de la causa por el Memorándum, una dramaturgia de la cual no fue ajena la AMIA ni la DAIA. Un himno al desplome del Estado de Derecho en Argentina; una estafa que privó de su libertad a cuatro personas: Luís D’Elía, Carlos Zannini, Jorge Khalil y Fernando Esteche (quien aún está detenido). Y que en el caso del ex canciller, Héctor Timerman, requirió, por su debilitada salud, una dosis extrema de crueldad.

 

No hay duda que en medio de su calvario, él recordara la despreciable actitud de esas mismas instituciones hacia su padre, don Jacobo, secuestrado en las mazmorras de la última dictadura.

 

La repercusión internacional del asunto fue notable, particularmente por su trasfondo antisemita. Así lo entendió, por caso, la Liga Antidifamación de la B’nai B’rith al organizar una campaña pública por la libertad de Timerman con apoyo del senador Edward Kennedy, que hasta incluía una gira del propio Héctor –de 23 años, por entonces– para hablar de su padre en varias ciudades norteamericanas y canadienses.

 

En Argentina, en cambio, el silencio de la dirigencia judía era absoluto. En parte porque el presidente de la DAIA, Nehmías Resnizky, tenía una deuda con los militares: ellos habían secuestrado a su hijo y después le permitieron viajar a Israel. ¿Y su sucesor, Mario Gorenstein? Ese hombre, ya sin presiones de tamaña magnitud, afirmó en 1980 que Timerman “no fue detenido por ser judío”, y que el régimen castrense era “muy receptivo a denuncias por casos de antisemitismo”.

 

Cabe destacar que en la crucifixión de Héctor el papel de la DAIA fue aún más vil, puesto que sus jefes no ya eran cómplices pasivos sino los artífices de su desgracia, en tándem con la servidumbre judicial del macrismo. Fue dicha dirigencia la que lo denunció en base a una trampa tendida por el ex titular de la AMIA, Guillermo Borger, al grabar clandestinamente en 2013 una conversación telefónica con él; allí, en su condición de canciller, se lo escucha decir sobre la táctica para indagar al lote de iraníes sospechados del atentado a la mutual judía: “¿Y con quien querés que negocie? ¿Con Suiza?”. Esa frase fue su pecado. Y ese pecado hizo que pesara sobre él una condena a muerte no escrita en el expediente. Su absurdo arresto domiciliario le impidió viajar a los Estados Unidos para continuar el tratamiento.

 

Y aceleró su muerte.

 

En tal escenario resulta espeluznante una columna firmada por Zbar y difundida hace exactamente un año por la agencia Telam, en la que cataloga (en coincidencia con Garavano) como “personas que se jugaron todo por esta causa” a los fiscales Mullen y Barbaccia, acusados por construir pruebas falsas a fuerza de sobornos.

 

Posiblemente ese hombre ideó lo de la carta a la DAIA para legitimar su propio desembarco en medio de un naufragio procesal. Tal vez no imaginaba que a partir de entonces nada sería igual.

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