¿CÓMO NO VOY A SER?

Terminando y arrancando un nuevo año reflexionamos sobre la soledad y la alegría colectiva.

Pasé la Navidad sola por tener covid. No estuvo tan mal. Me mandaron comida, regalos y también una sidra 1888. La tomé bien fría y me emborraché. Prendí velas y a las 21 hs me senté a comer. Puse el canal TyC Sports porque estaban repitiendo la final. Me enganché y vi el partido como si fuese en vivo, como si no supiese el resultado. Alenté a los jugadores. Me emocioné con el fútbol de Enzo Fernández y con la juventud de Nahuel Molinas. Volví a aplaudir frenéticamente y festejar como una novia orgullosa el baile del Dibu en los penales. Odié a Mbappé. Quien programó la hora de transmisión del partido tuvo el hermoso gesto de hacer coincidir las 00 hs con la imagen de Messi bajo esa túnica negra surrealista levantando la copa. Lloré muchísimo, de vuelta.

Al contrario que en Navidad, el mes del mundial estuvo plagado de gente. Siempre vi los partidos con amigos, familia o inclusive con gente extraña, como Ricky y Jorge, dos primos amorosos que no nos conocían y aún así nos brindaron la comodidad de su complejo en el Delta para poder ver el partido contra Países Bajos. Sospecho que la mayoría del país estuvo en la misma sintonía, transitando los días con un sentido de comunidad que nunca antes habíamos sentido. Hasta hubo asados a las siete de la mañana. Creo que el mayor y mejor ejemplo es el de la Abuela: una señora muy vieja que parece muy frágil saliendo a encontrarse con los pibes de Luro para festejar los resultados de la Selección en una esquina de Liniers. Y los pibes la esperaron después de cada victoria: los pibes y la abuela quebrando la soledad. Ayer vi el video del señor ciego que sale al balcón para escuchar los festejos populares del pasado 18 de diciembre: la gente le canta más fuerte para que lo sienta. El señor sonríe y su esposa llora. 

Estas últimas semanas, mientras hacía zapping entre canales de noticias y de deportes, había un canal que mi dedo pulgar pasaba más rápido, un canal que mi estado de alegría constante evidentemente no podía soportar. En Crónica estaban cubriendo una tragedia que me erizaba la piel: dos chicos habían desaparecido. Lucas Escalante y Lautaro Morello salieron a festejar la victoria de Argentina contra Países Bajos y nunca más volvieron. A los días, el cadáver de Lucas apareció calcinado. A Lautaro todavía no lo encontraron. Algo que no podía evitar pensar cuando veía a sus familiares llorar frente a las pantallas es en la soledad que deben sentir. Porque la peor tragedia de sus vidas ocurre al mismo tiempo que mucha gente está pasando el mejor momento de las suyas. Esa debe ser la mayor soledad. Hay algo intrínseco entre las tragedias y la soledad. La soledad que sienten los familiares de las víctimas y la soledad que sentirán siempre los sobrevivientes. No sé si existe algún concepto en la psicología que se llame “la soledad del trauma”. No quiero googlearlo, no me hace falta. 

En mi soledad estuve leyendo El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri, un libro plagado de voces que relatan la tragedia de Cromañón. Habla la narradora, que fue al recital de Callejeros la noche anterior a la tragedia, hablan sus amigas, habla su ex novio. Hablan sobrevivientes y hablan familiares, también habla gente que tan sólo recuerda ver la noticia por la tele aquella noche del 30 de diciembre de 2004. Tanto la idea de comunidad como la de aislamiento absoluto pendulan todo el tiempo entre las páginas. Por un lado, ser adolescente, ser parte de una “tribu”, moverse en masa, pertenecer. Luego, ser víctima, ser parte de algo tan trágico que todo aquel que no lo haya vivido no lo pueda entender, ser sobreviviente y vivir en lo inentendible. Vivir en soledad. 

“Ir a ver bandas, por más que no me gustara tanto el tumulto, era también una confirmación de pertenencia a una época, un estilo de vida, una elección política (…) Elegir acompañar (…) Manuel, mis amigos, mis amigas y yo éramos también esa calle y esa gente” cuenta la narradora. 

Créditos: Pancho Monti

Creo que la esencia del fútbol, al igual que sucede con los fanatismos musicales, radica en pertenecer. En un equipo. En una hinchada. En ese momento cuando estoy caminando por la calle con mi camiseta de Boca y veo a otra bostera sonriéndome. En la emoción que produce una buena tapada del arquero. En el grito de gol. En el cantar todos juntos. Por eso me cuesta entender cómo hay gente que no se conmovió con el mundial o, más aún, que lo ningunea con dejos de esnobismo. Porque una cosa es que no te guste el fútbol y otra muy diferente es menospreciar las emociones de tu propio pueblo. Borges decía que el fútbol es popular porque la estupidez es popular. Si uno lo piensa en términos objetivos, once personas corriendo atrás de una pelota puede sonar estúpido. Lo que yo me pregunto es: ¿y qué tiene? 

Hay algo de una soledad bastante terrible en el después de las cosas. Tal como se titula la primera novela de Mariana Enríquez, Bajar es lo peor. El título se refiere al post de la cocaína, la angustia y el vacío que se produce cuando baja el efecto. El día después. Algo parecido sentí después de presenciar la mayor manifestación popular desde que somos país. ¿Qué se hace después de estar con cinco millones de personas festejando? ¿Qué cosa llenará ese vacío? Probablemente, nada. 

Hubo dos cuentas en Instagram que seguí de manera compulsiva durante el mundial. La de Anto Rocuzzo y la del fotógrafo Marcos López. En ésta última, López iba subiendo fotos de altares dedicados a la Selección. Todos eran diferentes, pero también muy parecidos. Después de salir campeones, subió una foto de los destrozos y compartió un texto bellísimo. Lo copio tal cual: 

“Miércoles 21 de diciembre 05:30 a.m. 

El problema de la fiesta es el fin de fiesta.

Enfrentarse la mañana siguiente a la nada misma. 

Créditos: Pancho Monti

La nada misma es uno mismo frente al espejo sin fuerzas ni para lavarse los dientes. La lengua pastosa. La cabeza que se explota. El ardor rojo en el cuello y en los brazos y en la cabeza por ser cabeza dura y no llevar sombrero y estar 6 horas, 8 horas bajo el sol de verano gritando dale campeón dale campeón y el que no salta es un holandés / italiano italiano agarrámela con la mano.

Hay una sola estrategia: respirar. Respirar hondo y llevar la mente a la planta de los pies, y asumir que de este estado de la nada misma es de donde hay que sacar las energías para recomenzar de a poco.
Yo recomiendo antes de lavarse los dientes sacarse una capa de toxinas pastosas, blancuzcas de la lengua. Limpiarla raspando suave con una cucharita diez veces. Es una técnica de medicina hindú que se llama Ayurveda. Funciona.

Luego tomar un vaso de agua tibia, y a la media hora otro vaso de agua tibia para que el estómago se vaya recomponiendo. Luego un paracetamol.

Luego asumir que la vida es esa nada misma que sentimos con todo el cuerpo y agradecer que nos podemos dar dos duchas por día como dijo Ricardo Darín cuando no aceptó ir a Hollywood ni por toda la plata del mundo. Le ofrecieron un vagón de guita y Ricardo dijo no. Prefiero estar en mi casa, con mi familia, y agradezco a que me puedo dar dos duchas calientes por día.

Luego lavar la pila de platos de los últimos tres días despacito. Con amor. Sin apuro. Ahorrando agua. Regar la plantita que está en la ventana de la cocina. Y siempre respirar. Profundo. Cuando inunda el sentimiento de la nada contrarrestarlo con oxígeno y mirando el chorrito de agua y pensar en el chorrito de agua. En el manantial de donde se genera. Pensar en la entereza de nuestro equipo nacional. Como hicieron para sacar fuerzas después del empate dos a dos hasta ganar. Luego una ducha. Ropa limpia. Desayunar y volver a trabajar como todos los lunes, aunque hoy es miércoles.”

Me gusta pensar en la entereza de nuestro equipo nacional. Si ellos pudieron ganar ese partido, yo voy a poder enfrentarme a este después. 

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