Cazador cazado

El proyecto de ley para intervenir el Poder Judicial de Jujuy permitirá poner la lupa sobre los orígenes del lawfare. El abuso como método.

La reelección en Jujuy de Gerardo Morales en medio del desplome macrista lo asemeja a un cosmonauta soviético aún en órbita tras la caída de la Cortina de Hierro. Un signo de esa situación fue, el 11 de marzo, su precipitado arribo a Buenos Aires para coordinar –con el diputado y jefe del Comité Nacional de la UCR, Alfredo Cornejo, el cabecilla del interbloque de diputados de Juntos por el Cambio, Mario Negri, los senadores de tal alianza y la actual mandamás del PRO, Patricia Bullrich– el respaldo de los legisladores (ahora) opositores en el debate de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado sobre la intervención del Poder Judicial en la provincia gobernada por él. 

En este punto hay que retroceder al día posterior a la llegada de Alberto Fernández al sillón de Rivadavia, cuando la presidenta del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) jujeño, Clara Langhe de Falcone, le soltó a la prensa: “¡No vamos a permitir que (Milagro Sala) quede libre!”.

Ese miércoles la temperatura rozaba los 40 grados en la ciudad de San Salvador. Morales arrojó el celular sobre el escritorio antes de dar unos pasos hacia el enorme ventanal de su despacho del Palacio de Gobierno. Y mirando la Plaza Belgrano, murmuró entre dientes: “Titina –así como se la llama a la doctora– se fue de boca”. 

Ahí nomás decidió reemplazarla por uno de los vocales del cuerpo, el doctor Pablo Baca. Claro que no imaginaba las calamitosas consecuencias que aquel individuo le propiciaría. Porque el 26 de enero, El Cohete en la Luna –la revista digital de Horacio Verbitsky– difundió en un artículo firmado por Alejandra Dandan el audio de una conversación telefónica que mantuvo con una amiga en agosto de 2019, donde se lo escucha incurrir en un embarazoso “sincericidio”: “Milagro está presa porque este bendito tribunal entiende que ella suelta es un peligro para el gobierno; no por sus delitos sino para que no tengamos que volver al quilombo permanente, a los cortes, a la quema de gomas”. Y lo dijo entre otras reflexiones no menos comprometedoras.

Aquel domingo, Morales se enteró del asunto en su residencia. Y tras un pesado silencio esgrimió la siguiente valoración: “¡Qué pelotudo!”

Había un detalle que tornó aún más embarazosa la confidencia de Baca: apenas ocho días antes, junto a sus pares, había ratificado la condena a 13 años de prisión para Sala en la causa conocida como “Pibes Villeros”.

Pero en él había otra penumbra: una denuncia por violación efectuada en su contra el 29 de febrero por una antigua amante, Ana Juárez Orieta, quien fuera directora de Estadística y Censos de la provincia. Ella, por cierto, fue su interlocutora en el audio difundido en El Cohete a la Luna, medio que también  reveló esta cuestión al día siguiente. Baca –según ella– después de convocarla a su estudio con engaños, se bajó la bragueta, la golpeó y le tiró el pelo para forzarla a abrir la boca y eyacular en su cara, además de lastimarle el ano con sus dedos. Acompañó el ultraje con las siguientes palabras: “Nena mala, no le hace caso a su papi”.

Así se llegó al debate parlamentario sobre el proyecto de intervención del Poder Judicial en aquella provincia, presentado por el senador del PJ local, Guillermo Snopek. Mientras tanto, unos 500 partidarios del Antiguo Régimen rodeaban Congreso para expresar su disconformidad al respecto. Y dadas las circunstancias, lo hacían con una consigna algo objetable desde el punto de vista lacaniano: “¡Jujuy no se toca!”. Prolongando semejante lapsus, Bullrich supo declarar a la prensa: “Esto viola todos los principios constitucionales”. 

Desde un punto de vista totalizador –y más allá de su propensión hacia los delitos sexuales–, el pecado de Baca fue haber oficializado algo que solo Morales consideraba un secreto de Estado: la promiscuidad entre el gobierno que encabeza  y la Justicia local, con fines de disciplinamiento y persecución.    Tal fue la hazaña institucional de Morales: un laboratorio represivo con recetas dignas de ser aplicadas en todo el territorio nacional. Eso se creía en la Casa Rosada ya con Mauricio Macri como flamante inquilino. Corría el 11 de diciembre de 2015.

El Gobernador no había perdido el tiempo. Luego de asumir se apuró en mandar a la Legislatura un proyecto para ampliar de cinco a nueve el número de integrantes del STJ. Así instaló en el máximo tribunal a diputados radicales de su confianza, junto con parientes de sus funcionarios. Y en su presidencia fue colocada la señora Titina, quien nombró a su yerno, Gastón Mercau, como titular del juzgado ad hoc para causas contra militantes de la Tupac –hasta su reemplazo por el implacable Pablo Pullén Llermanos–, mientras el ministro de Seguridad, Ekel Meyer, ponía a su amante, la doctora Liliana Fernández de Montiel, en la fiscalía competente en aquellos mismos expedientes. 

Dicho sea de paso, el trámite parlamentario no le llevó al Gobernador más de 24 horas, y dos de sus elegidos acababan de votar tal ampliación en su condición de legisladores. Uno de ellos era Baca.

El esquema jurídico de la Republiqueta de Morales se complementó con otra herramienta inquisitorial: le reforma al Ministerio Público, cuya ley fue escrita por el fiscal general Sergio Lello Sánchez a la medida de sus propias ambiciones. Aquel hombre es en Jujuy otro viejo pájaro de cuentas.

Así se diseñó la arquitectura judicial para convertir a Milagro Sala en un cadáver político. O en un cadáver a secas.

Ella fue detenida el 16 de enero de 2016. Desde entonces está a merced de 16 causas kafkianas, con idas y vueltas carcelarias intercaladas con un rigurosísimo régimen de prisión domiciliaria. 

La osadía de Morales está ahora bajo el umbral de un escenario que él jamás calculó. 

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