Hemos aprendido a apreciar a Orlando Barone desde sus columnas en La Nación, enfrentadas –gráficamente, por así decirlo– a las de Joaquín Morales Solá. Hemos aprendido a apreciar su estilo –tanto literario como personal–, su bonhomía, su don de gentes, su fino manejo de la ironía y, últimamente, su valentía personal, una cualidad –tal vez defecto– de la que muy pocos pueden preciarse.
Hay que ser corajudo para dar un portazo a un cómodo espacio en La Nación debido a disidencias más éticas que políticas. A Barone le molestará este comentario pues de movida nomás diluyó su gesto en una explicación de lo más práctica, algo así como “No es nada de importancia pues yo tenía dónde irme”.
Fue ahí que aprendimos a valorar en él un rasgo aún más extravagante: la hidalguía, esa magnánima y acaso vanidosa caballerosidad de quien no considera que cualquier otro deba hacer eso de lo que él ha sido capaz. Barone explicó en ese momento las dificultades de cualquier periodista ignoto o joven para replicar una conducta similar a la suya.
Bravo por Barone. Lo queremos más por eso, por esa vocación de Quijote que, para serlo, ha de ser por esencia solitario. Pero a condición de que no exagere.
El lunes 31 de agosto, en el programa televisivo Seis, en el siete a las ocho (o algo parecido) Barone volvió a ensayar su consabida justificación de la en muchos casos vergonzosa conducta de la mayor parte de los periodistas jóvenes y no tanto, particularmente de los que revistan en alguno de los multimedios que nos supimos merecer. Fue a raíz de una filípica o acaso soliloquio moralista de Víctor Hugo Morales en radio Continental, despotricando contra los colegas que se plegaban mansamente a las directivas patronales.
Barone, que hasta donde se sabe no se ha plegado nunca a ninguna exigencia patronal de ninguna clase, acudió, así como anda él, sin peto y sin espaldar, en defensa de los anónimos aludidos explicando que la mayor parte de sus colegas carecía de las posibilidades que, por trayectoria y por renombre, tenía Víctor Hugo (y el mismo Barone, aunque esto fue implícito, como corresponde al circunspecto caballero que Barone es).
El inconveniente del cobijo que Barone ofrece a sus colegas menos favorecidos –y le rogamos que tenga a bien escucharse en alguna grabación del programa– radica en la asombrosa similitud de su razonamiento con aquellos en que en su momento se fundamentó la ley de obediencia debida para justificar la inconducta de militares de baja jerarquía por eso de obedecer a las órdenes de los superiores.
La aberración de aquel razonamiento fue desnudada por el general Martín Balza, quien dijo algo tan obvio que habría avergonzado a monsieur Perogrullo, pero que a todos parecía pasarles desapercibido: obedecer una orden inmoral es inmoral, así como obedecer una orden delictuosa es delictuoso.
No nos cabe la menor duda de que a Orlando Barone le repugna en lo más íntimo de su naturaleza la clase de defensa que han esgrimido militares y policías responsabilizados de delitos de lesa humanidad, quienes además suelen ampararse en un implícito: en el que además de su trabajo, en la desobediencia les iba la vida, lo cual puede ser cierto o no, pero se trata de una especulación con algún asidero.
¿Cómo puede ser entonces que Barone no advierta que si la “obediencia debida” es injustificable para un militar, se justifique en un periodista, a quién puede irle el trabajo pero es seguro no le va la vida?
¿Qué tienen los periodistas para gozar de tanta impunidad? ¿Coronita de oro?
Por el contrario, hay oficios que requieren de mayor responsabilidad social que otros. El periodismo es uno de ellos. La docencia es otro. De igual manera, de médicos, enfermeros y farmacéuticos pretendemos mayor apego a la moral individual y a la ética profesional de la que demandamos a un taxista, lo que de ninguna manera justifica las demasías de un taxista ni disculpa a un colectivero que se lleva desaprensivamente por delante a un peatón. Es simplemente que debemos exigirles más a quienes su oficio o profesión otorga más influencia sobre la sociedad y la vida de sus congéneres.
Entonces, si condenamos a un militar por justificar su inconducta en las órdenes recibidas y denunciamos a un carnicero por vender carne podrida ¿por qué un periodista va a gozar de una impunidad tal que le permita vendernos todas las noticias podridas que la patronal le exija, simplemente porque la patronal se lo exige?