LOS 70
Un 21 de agosto del año 73, a pocos meses de cumplir los dieciocho llegué a Buenos Aires, atrás quedaba el grisáceo esplendor de Montevideo, asolado por la dictadura militar. El viaje trepidante lo hice en el Vapor de la Carrera y en la valija traía una suma de dinero importante, para así solventar la vida azarosa de unos compañeros exiliados, entre los cuales estaba una amiga del barrio, Graciela Altesor Licandro. ¡Ay, Graciela! No le gustaba Buenos Aires y esperaba ansiosa mi llegada para poder irse a Francia, aunque eso lo supe después.
Al día siguiente de mi llegada, nos fuimos los dos a conocer la avenida Corrientes. Por la tarde, casi cayendo la noche, caminamos desde Córdoba y Larrea, en dirección a la calle que según el mito, nunca dormía. Ya estábamos por cruzar Callao, cuando una marcha conmemorando el primer aniversario de la masacre de Trelew, detuvo nuestro paso y nos quedamos observando el despliegue de una columna del ERP/PRT con sus banderas y los rostros de algunos militantes cubiertos con pañuelos.
En esos momentos, recordé que un año atrás habíamos participado de una marcha pequeña, desde el Liceo Bauzá hacia la embajada Argentina, en el montevideano barrio de El Prado. Protestamos contra la masacre perpetrada por el gobierno de Lanusse. Tuve ganas de meterme en la multitud que mirábamos pasar, pero Graciela no estuvo de acuerdo y atravesamos la columna, porque nuestro objetivo era llegar al Obelisco. Pero apenas cruzamos la calle una bomba incendiaria cayó sobre unos patrulleros estacionados sobre la vereda de la disquería Zivals. Todo se volvió llamas y estampidas, comenzó el desbande, las corridas y los gases. Nosotros también corrimos y para evitar la represión, buscamos refugio en el bar La Paz.
El nombre del bar resultaba atractivo para eludir un momento tan convulso, pero apenas habíamos pedido un par de café al mozo cuando entró la infantería y un sargento colérico ordenó a todos tirarse al piso. Con Graciela nos miramos y con cierta ingenuidad, le dije al sargento: Somos uruguayos. El tipo más encabronado que nunca me agarró de los pelos y me tiró a la vereda, mientras Graciela salía a las apuradas y me agarraba del brazo para salir a la disparada y volver hacia Córdoba y Larrea presurosos y un tanto frustrados. Al llegar a la casa donde parábamos, contamos los momentos vividos y el dueño de casa, un tipo alejado a la militancia, nos aclaró que en ese bar paraban intelectuales, gente de izquierda y hippies. Es como el Sorocabana de Montevideo, nos previno.
Tiempo después Graciela partió hacia Francia y yo, enamorado de Buenos Aires, me quedé. Trabajaba como cadete en una fábrica de camisas por Almagro y al salir todas las tardes me iba caminando por Corrientes hasta llegar al bar La Paz. Ahí tomaba una ginebra, después recorría librerías y volvía a alguna de las mesas con un libro y pedía otra ginebra. Yo ignoraba que en otras mesas más alejadas, podían estar Haroldo Conti, David Viñas o Rodolfo Walsh, discutiendo los diversos avatares políticos y literarios.
En un tiempo de variadas iniciaciones, de golpe, fui haciendo amistades, porque también era una época donde la gente bebía un vino y abría los corazones. Mis amigos eran Nora Fresneda, Julio Teisera, Lala Fernández, Graciela Meloni y Manuel Oribe, “El Uruguayo”, con los que a veces nos quedábamos hasta el cierre y luego partíamos a La Giralda, para esperar, con un café eterno, la hora para ir a un recital de Spinetta en el cine Lorca, un domingo a las 11 de la mañana.
El La Paz de esos años 70 era deslumbrante y su ajetreo era mayor al languidecido Sorocabana montevideano. A veces fumábamos un porro en la playa de estacionamiento de al lado y volvíamos a las conversaciones alucinadas sobre los textos de Artaud o la magnificencia de Baudelaire. Interrumpidas casi siempre por un loco, que se subía a una de las mesas y profetizaba caos y más caos, hasta que los mozos lograban bajarlo con una escoba y una incierta paz envuelta en el humo espeso de los cigarrillos retornaba. Hasta que hacía su llegada el profesor Uriarte Ribaudi, un tipo flaco, desgarbado y desprolijo, que usaba la misma camisa durante 15 días y siempre lucía la boina roja de los requeté. Los mozos lo detestaban, porque se pasaba horas y horas con un café y siempre discutía con Perica, que era comunista y famosa por sus minifaldas.
En esa fauna variada, también circulaba el estrambótico músico Pipo Sol, que cierta vez, anunció su estrenó musical como telonero de León Gieco en el cine Pueyrredon cercano a Plaza Once, pero arruinó su debut al ir al recital con su madre y al anunciar su primer tema titulado: Extremista, lacra de la sociedad; una lluvia de objetos cayó sobre su persona y entre aullidos reprobatorios abandonó el escenario sin cumplir su sueño de rock star.
Es posible que todo ese fulgor funambulesco, comenzará a disiparse en el año 75, cuando en un anticipo de lo que vendría después, una noche estalló una bomba en el baño de hombres. A partir del golpe del año siguiente, los exilios y las redadas policiales lo volvieron un lugar a evitar, para no terminar durmiendo en una celda de La Quinta o La Tercera, comisarías que se disputaban la jurisdicción de La Paz. Tan evitable se convirtió el lugar que hasta el diariero que vendía la sexta edición de Crónica, anunciando la muerte de Pinochet, tuvo que cambiar el verso.
LOS 80
A principios de esos años el bar fue recobrando el brillo perdido y a veces uno podía encontrarse allí con Jorge “Dipy” Di Paola, quien contaba sus peripecias para filmar un documental sobre su antiguo maestro Gombrowicz. Lo hacía en una mesa donde, entre otros, estaba Ricardo Barreiro, quien aún no había pergeñado su obra máxima, Parque Chas, publicada en la revista Fierro y el blusero Pajarito Zaguri.
A pesar de las redadas, la gente volvía desafiante, aunque tuviera que comerse veinticuatro horas detenido en una celda. Tal como le sucedió una noche a Miguel Briante y a Osvaldo Lamborghini, quienes fueron subidos al patrullero ante la vista de un preocupado Jorge Dorio que a los pocos minutos de ese acontecer, al verlo llegar a Quique Fogwill, le comentó lo sucedido y este con el humor ácido del que hacía gala le preguntó: “¿Cómo, la policía también sabe que escriben mal?”
Ciertos cambios comenzaron a vivirse otra vez en La Paz, durante la guerra y después de la derrota en Malvinas, cuando la junta militar anunció el llamado a elecciones para retornar a la vida democrática, se vivió una noche inolvidable, animada por las estrofas de la marcha peronista y el grito de: “¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!” Entonces, uno ya pudo comenzar los encuentros con el entrañable poeta Raúl Santana, con las hermanas Marcia y Claudia Schvartz y perderse en una divagación con la loca creatividad de Krisha Bogdan y la belicosidad de Julio el Arquitecto, además de vivir una noche de amor poético con Nora. También podía ser una nocturnidad furiosa de ginebra con Enrique Simms y Patán Ragendorfer. Fueron también los años de un recuento dolorido por las ausencias provocadas por los exilios y las desapariciones forzadas de aquellos que solo volverían a sus mesas en el recuerdo de una charla donde entre otros estaban: Jorge Asís, el poeta peronista Alfredo Carlino, Raúl Santana y el recién llegado Germán García.
Este último fue él que al preguntarme a qué me dedicaba, le respondí, a escribir. Respuesta que fue devuelta con otra pregunta: “¿Qué publicaste?”. Nada, volví a responder. Fue así que Germán se volvió más lacerante y lapidario, al decirme: “Entonces, todavía no sos escritor”. Esas respuestas me llevaron tiempo después a iniciar un recorrido en el psicoanálisis y a publicar mi primera novela, Esta Puta Memoria, con el prólogo escrito por el querido y desafiante maestro, mientras que fue editada por Leviatán, la editorial que dirige Claudia Schvartz. Esta fue otra amiga conocida en ese bar, que al llegar los años 90 se fue desvaneciendo para ser solo un hito de algo que ya no volvería a repetirse, como ver sentada en alguna de las mesas sobre los ventanales de la calle Montevideo a la poeta Leonor Hernando, escribiendo sus luminosos poemas en un cuaderno Arte o el arribo furtivo de la también poeta Susana Cerdá y al flaco Enrique Zattara junto a Liliana Hecker, con los ejemplares de El Ornitorrinco recién impreso.
TIEMPOS
Los tiempos cambian como cambia el hombre, asegura el refrán y así parece ser, viendo el devenir de la misma vida. Entonces, es posible que el bar La Paz no haya cerrado ahora por la crisis provocada por la pandemia, sino antes, en los imprecisos momentos en los cuales las generaciones pierden su juventud con los sueños rotos y en la destrucción llevada a cabo en la misma calle Corrientes, donde los bares dejaron de ser parte de la gestación cultural y la discusión política, donde las librerías que eran también puntos de encuentro e intercambio, dejaron de serlo al ser absorbidas –salvo algunas excepciones- por las grandes cadenas ligadas a la industria editorial. Tal vez haya comenzado a morir, cuando la literatura abandonó a la bohemia para yacer en la liquidez de la virtualidad, donde se valida o se cancela, a una literatura impuesta muchas veces por el mercado, es decir, a la fragmentación de los gustos y tendencias, para convertirlos en nichos del comercio hegemónico. Quizás, otra agonía haya comenzado cuando Laiseca lo sentó de culo de una piña a Osvaldo Lamborghini, en una tarde ochentosa y la discusión, la pelea y lo afectivo, se corrieron con el tiempo, hacía el campo de la denuncia, el bloqueo y la cancelación en las redes con sus impunidades impersonales.
En ese sentido, la muerte de este bar y tantos otros, también marca el corrimiento del discurso político, llevado a cabo por el liberalismo hacia los lugares de la emotividad reptiliana y a la ausencia de discusión de las ideas que lleva adelante la derecha. En un tiempo que nos resulta asesino, donde los vínculos se establecen con otras relaciones corporales y físicas y los lenguajes y los discursos se atomizan, el bar La Paz había perdido su sentido de enclave, dentro del corredor vidriado en el cual permanecen algunas incrustaciones del pasado. Y es posible, que algún mediodía o una noche cualquiera, al pasar por esa esquina, algunos miremos con dolor y con desprecio, a los invasores del bar La Paz, fagocitando sushi, desligados de su propia memoria. Mientras, caminamos de la destrucción a la remembranza y de la remembranza al olvido.