Avances en el papel, desafíos en la práctica

Tucumán sancionó su Ley de Salud Mental. ¿Podrá, este hito normativo, inaugurar un “nuevo tiempo”? Una reflexión aguda para que la letra viva no sea letra muerta. Por Carlos Alberto Díaz

La reciente sanción de la Ley Provincial de Salud Mental en Tucumán constituye un hito normativo de alto impacto político y social. La norma modifica la adhesión provincial a la Ley Nacional 26657 (Derecho a la Protección de la Salud Mental) y a la Ley 27130 (Prevención del Suicidio), con el propósito de darle al sistema local mayores herramientas para atender las realidades de la provincia. Sobre el papel, se trata de un avance significativo; en la práctica, la pregunta inevitable es si la letra se convertirá en derecho o quedará como una promesa más.

La nueva ley introduce varias disposiciones clave. Entre ellas, la inclusión explícita de las adicciones dentro del campo de la salud mental, la creación de un programa integral con georreferenciación de dispositivos de atención, la capacitación obligatoria de los tres poderes del Estado en la materia y la conformación de una mesa interministerial para garantizar articulación entre áreas. También habilita que hasta un 10% del presupuesto provincial de Salud pueda destinarse a políticas de salud mental, sujeto a la disponibilidad del Tesoro.

Son medidas necesarias y largamente reclamadas por especialistas y usuarios. Pero si algo enseñó la experiencia de la Ley Nacional 26657, vigente desde hace más de una década, es que las dificultades de implementación no se explican solo por la falta de marcos legales. El obstáculo principal siempre fue —y sigue siendo— la insuficiencia de recursos financieros, humanos y culturales para transformar las normas en dispositivos efectivos.

En un artículo anterior,[1] analicé cómo incluso altas autoridades provinciales reforzaban el estigma: el entonces jefe de Policía de Tucumán llegó a establecer equivalencias entre personas con padecimientos en salud mental y la delincuencia. Ese gesto revela que, más allá de lo normativo, la idea de peligrosidad persiste en los discursos oficiales, reproduciendo la discriminación. Por eso, no alcanza con fijar partidas presupuestarias: se requiere una estrategia integral de sensibilización y formación en perspectiva de derechos para que los agentes estatales dejen de ser reproductores del estigma.

Otro aspecto crítico es el desgaste del propio sistema de salud. La inversión en infraestructura, insumos y programas es imprescindible, pero inútil si no se garantiza, también, la estabilidad de los equipos interdisciplinarios. Los salarios deteriorados y la precarización laboral empujan a profesionales a abandonar el sistema público o a multiplicar empleos para subsistir, reduciendo la calidad de la atención. Aquí es donde la caracterización de la sociedad del cansancio, particularmente el “cansancio argentino”, descrito recientemente por María José Bovi,[2] se convierte en categoría política: no se trata solo de la fatiga física por jornadas mal pagas, sino de un agotamiento social y estructural que atraviesa tanto a los pacientes como a quienes deberían sostener su cuidado. En salud mental, ese cansancio erosiona la posibilidad de sostener equipos, renovar energías y proyectar políticas inclusivas a largo plazo.

La dimensión federal agrega otra capa de complejidad. Argentina no es un país homogéneo: las desigualdades culturales, sociales y económicas atraviesan a cada provincia de manera particular. Una ley como la tucumana adquiere relevancia precisamente porque reconoce la necesidad de adaptar las políticas a contextos locales, aunque sin perder de vista el horizonte común de derechos. En ese sentido, pensar la salud mental desde un prisma federal supone tanto una oportunidad como un desafío: ¿cómo lograr que las iniciativas provinciales no fragmenten derechos, sino que los fortalezcan?

La norma también refuerza la prevención del suicidio, uno de los problemas de salud pública más acuciantes en Tucumán y en el NOA. La ley enuncia la obligación del Estado de intervenir, pero el riesgo es que, sin redes comunitarias sólidas, trabajo intersectorial y programas de acompañamiento temprano, esa obligación quede reducida a un compromiso retórico.

La historia reciente demuestra que las falencias en salud mental no derivan únicamente de la falta de dinero. Pesan también la resistencia cultural, la ausencia de formación en perspectiva de derechos, la debilidad de los mecanismos de derivación y acompañamiento, y —en el contexto actual— el desfinanciamiento sistemático de la salud pública. De poco sirve crear una mesa interministerial si no se le asignan funciones claras, o anunciar un 10% del presupuesto si no se traduce en nombramientos, dispositivos y guardias efectivas.

En este contexto, la nueva ley tucumana no es solo un compendio de artículos: es una declaración política frente a un escenario nacional donde se discute volver a un paradigma manicomial y securitario. Si el gobierno provincial logra transformar este marco normativo en dispositivos efectivos, Tucumán puede convertirse en ejemplo de que los derechos en salud mental no son concesiones, sino obligaciones del Estado. Ahora bien, ¿podría suceder lo mismo a nivel país bajo un gobierno como el de Javier Milei, que avanza con un desfinanciamiento sistemático de la salud y con discursos que reinstalan la lógica del castigo por sobre la del cuidado? ¿Podría esta ley funcionar como un freno frente al uso de la salud mental como recurso de ajuste y de estigmatización? Tal vez aquí se juegue el dilema central: si las nuevas disposiciones logran inaugurar un «nuevo tiempo» o si, como tantas otras, queda archivada como una promesa… incumplida.


[1] Díaz, C.A. (2024): «¿De qué hablamos al decir salud mental?», Zoom, octubre 11. Disponible en: https://revistazoom.com.ar/de-que-hablamos-al-decir-salud-mental/

[2] Bovi, M.J. (2025): «Me tienen cansada», Zoom, agosto 29. Disponible en: https://revistazoom.com.ar/me-tienen-cansada/

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