Resulta preocupante que la conmemoración de los 40 años de recuperación de la democracia argentina se dé en un clima de insatisfacción, descontento, “bronca” y hasta apatía, debido a que el régimen político cumple bastante bien la dimensión procedimental (se accede al gobierno de manera pacífica, a través de elecciones periódicas y libres) pero presenta serias deudas en su faz sustancial, puesto que no garantiza al conjunto de la población que “se coma, se eduque y se cure” como se prometió en plena primavera alfonsinista. Pero la culpa, claramente, no es de la democracia, considerada “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, según la célebre definición de Abraham Lincoln (1865).
Estamos frente a un fenómeno que excede a la Argentina: el debilitamiento del vínculo representativo, a raíz de una extendida percepción de un distanciamiento entre gobernantes y gobernados. Entre nosotros, esto aparecía expresado, por ejemplo, en el recordado discurso de Esteban Bullrich en su despedida del Senado de la Nación, cuando remarcó a la dirigencia que el problema estaba en que muchas veces “se gobierna con tapones en los oídos”. Cabe señalar que la indiferencia frente a los problemas cotidianos de la ciudadanía no deja der ser también un discurso de odio, según afirma Pablo Semán.
Si damos un vistazo a las expresiones utilizadas en algunos discursos y candidaturas políticas, encontraremos con cierta frecuencia el empleo de categorías religiosas o teológicas (algunas más explícitas que otras). Aquí, sin dudas, aparece la batería de invectivas maledicentes que Javier Milei dirigió contra el Papa Francisco, lo cual mereció el repudio de sectores de la Iglesia, sobresaliendo el accionar de los sacerdotes de los barrios populares liderados por el Padre José María “Pepe” Di Paola y el Obispo Gustavo Carrara. El candidato de La Libertad Avanza no sólo decidió polarizar con la persona del Santo Padre, sino con el Magisterio Social Pontificio que él representa. Así, como ya se apuntaba desde hace un tiempo, se plantea la contraposición entre la llamada “escuela austríaca” y la “escuela vaticana”, dos formas opuestas de entender la vida en sociedad, con premisas filosóficas y antropológicas distintas.
Gracias a esa reacción de religiosos y laicos parecería que ese ataque injusto se ha revelado menos eficaz para dicho candidato que referir a la dirigencia (no solo política) con el apelativo peyorativo de “casta”, término que encuentra sus raíces en el sistema de creencias hindú. Una expresión que fuera retomada políticamente por el dirigente español Pablo Iglesias y que en Argentina es esgrimida por quienes levantan una bandera: la que maldice al Estado en su rol de órgano de conducción de la comunidad política. Se ve a la justicia social no como un valor rector sino como una “aberración”. Se cuestionan los derechos humanos al punto de negar el terrorismo de Estado, y se propugna que la salvación pasa por el individualismo a ultranza: propietario absoluto, orientado sola y “racionalmente” por el sistema de precios (según una fiducial lógica de los mercados), del cual cabría esperar, a partir de la sumatoria, la felicidad del conjunto.
Quienes erigen este estandarte se autocomprenden filosóficamente como anarco-capitalistas (un liberalismo económico rancio y radicalizado) y ven en el minarquismo (el Estado mínimo, gendarme) una receta para gestionar la transición hacia un nuevo orden social, de dudosa concreción empírica, pero de discursos cargados de promesas refundacionales. Ya lo había expresado en su tiempo Margaret Thatcher desde otra vertiente del liberalismo: “La economía es el método, el objetivo es el alma”.
No son nuevos en la Argentina los discursos de pérdida del sentido comunitario y de descrédito de lo público. Cobran intensidad en momentos de crisis. Pero en materia de política electoral y gubernamental no se puede desconocer que, en un nivel más pragmático, según evocara Andrés Malamud en “El oficio más antiguo del mundo”: “como decía Myke Tyson, todos tienen un plan hasta que les pegan la primera piña en la cara”.
Asimismo, el discernimiento nos permite advertir otra bandera: aquella desde la cual si bien no se reniega de la existencia del Estado, se matiza su función con el principio de subsidiariedad (que permite las asociaciones intermedias, desde la economía co-gestionada por el sector privado, hasta las organizaciones libres del pueblo en el más amplio sentido), y se insta a la participación activa en la toma de decisiones políticas y económicas (responsabilidad que complementa la representación), al tiempo que se reivindica la justicia social (expresamente aludida en nuestra Constitución Nacional, artículo 75º inc 19) “que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales según el criterio de la observancia de la ley” (Compendio DSI nº 201), que no parte del egoísmo sino del amor, según el Evangelio de Jesús; y se considera que el derecho de propiedad no debe obstaculizar el destino universal de los bienes, en un sentido de solidaridad, puesto que “nadie se salva solo”. De allí se deriva el bien común.
Quienes erigen este estandarte lo hacen desde la perspectiva de la comunidad organizada, atentos al principio paulino de sobreabundancia en la historia, encontrando “experiencias de salvación comunitaria” que ya se están dando, especialmente entre los pobres y sus formas de organización por derechos, como los movimientos populares y sus demandas de tierra, techo, trabajo y tecnología, en búsqueda de formas nuevas de institucionalizar la solidaridad participando en mesas de diálogo socio-ambiental.
Así, parafraseando la simbología de Ignacio de Loyola, cuya sabiduría inspira el lúcido Magisterio Social del Papa Francisco (respaldado a su vez por más de 130 años de Pensamiento Social de la Iglesia), la Argentina asiste al enfrentamiento de “dos banderas”: una socialmente darwinista, que expresa el paradigma tecnocrático hegemónico en los últimos 200 años en el mundo, y que erige la econometría como única matriz interpretativa, derivando autoritaria –al menos en el plano cultural- y generadora de descarte socio-ambiental; la otra bandera es un humanismo abierto y encarna un paradigma alternativo, con sabor a Evangelio: el de la ecología integral, en el cual se insta al diálogo entre los conocimientos científicos y los saberes populares, desde una perspectiva democrática y fraterna, en la cual aun quienes se considere que están equivocado tienen algo para aportar.
El discernimiento supone elegir entre estas “dos banderas”. La coyuntura argentina nos demanda optar como ciudadanos y ciudadanas por el proyecto histórico que se oriente a generar vida, y vida en abundancia para nuestro pueblo, es decir: el desarrollo humano, integral y sostenible, que haga realidad efectiva la paz social. Para este discernimiento contamos con los cuatros principios que propone Francisco para la construcción y la conducción de los pueblos: el tiempo es superior al espacio, la unidad es superior al conflicto, la realidad es superior a la idea y el todo es superior a la parte. Para elegir correctamente hay que “salir del propio amor, querer e interés”, evitando la desidia (como le llamaban en la Edad Media al peor de los pecados) para optar con magnanimidad.