Los últimos meses de la política argentina se pueden contar a la manera de esas parábolas que contraponen la historia de dos personajes. Podríamos llamarla “La parábola de los jefes de Gabinete”, con el vigente, Marcos Peña, y un ex, Alberto Fernández, como protagonistas. El primero, caído en desgracia y experimentando el peor momento de su carrera, y el otro, repatriado para las elecciones, triunfante y en su segunda juventud política.
El cargo de ministro coordinador, incorporado con la reforma del ’94, fue siempre un papel exótico para la tradición local, un gesto parlamentarista implantado en un país presidencialista. Pero hoy, en medio de la montaña rusa post PASO, puede ayudar a explicar la tonicidad del Frente de Todos y el profundo desconcierto de Juntos por el Cambio. Porque lo que les ocurre a Fernández y a Peña refleja la situación de los espacios que integran, y no sólo por el peso obvio que tienen, sino porque ambos poseen, por así decirlo, “la fórmula de la Coca Cola” de sus respectivos partidos. Si uno comparte con Néstor y Cristina Kirchner la autoría del kirchnerismo originario, en el que muchos soñaron la continuidad y la superación del peronismo, el otro ostenta el copyright del PRO, una fuerza vecinalista y de derecha que en 2015 y por lo votos pasó a gobernar la Casa Rosada y la Provincia de Buenos Aires, y que hace 12 años manda en la Ciudad.
Por eso, si a Peña le va mal y hasta se pone en duda su permanencia en el Poder Ejecutivo, ¿cómo le podría ir bien al macrismo, si uno y otro son lo mismo? Dos domingos atrás, una vez contabilizada la paliza en las Primarias, “Marquitos” se ganó –por 15 puntos de mérito– el apodo de “mariscal de la derrota”. Se lo otorgaron los mismos que hasta hace poco lo consideraban una garantía, maestro del big data y de los focus groups, comandante del legendario ejército de trolls y socio en las mañas del gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba. Sin embargo, en el diario del domingo está parte del diario del lunes, y ya en las semanas previas a los comicios, por su tozudez en calcar la campaña de 2015 y no asimilar las innovaciones de la oposición, muchos en Cambiemos se preguntaban si continuaba siendo ese genio de las urnas o, en tiempo récord, se había vuelto todo lo contario.
La derrota sin atenuantes hizo que aquel canchero “CEO del año” del que habló la revista Forbes en 2017 se convirtiera en la cabeza de turco más grande de la que haya registro en la historia política reciente. Pasado a un segundo plano sin escalas, hoy vive el destierro interno, a pesar del salvavidas que le arrojó el presidente Mauricio Macri. Pero junto con “Marquitos” también cae esa idea de la supremacía del marketing y la tecnología electoral, de que las redes y las apps matan a la militancia y que el político, más que un dirigente, es un significante vacío a completar por publicistas y asesores. Por eso, la mala racha del jefe de Gabinete se irradia sobre el resto de la alianza de gobierno, donde lo que tiembla es el mismísimo estilo PRO de hacer las cosas, ese que Peña encarna –o encarnó– a la perfección.
Aunque hoy esté en el otro extremo de la parábola, Fernández sabe bien de qué se trata: allá por 2007, mientras el kirchnerismo no lograba hacer pie en suelo porteño y Daniel Filmus era derrotado por Macri, la puerta del bunker del FPV terminó empapelada con panfletos que decían: “Alberto Fernández, mariscal de la derrota, hacele un favor al Presidente y retirate de la Capital”. Un año después, se iría, pero no de la Ciudad, sino del propio gobierno nacional, ese que había armado codo a codo con Néstor y Cristina. Jefe de Gabinete durante la época dorada del FPV, al igual que Peña en el PRO, Fernández era una especie de sinécdoque para el partido llegado desde el sur: una parte que explicaba el todo. Dejó el círculo áureo de la pareja presidencial en 2008, tras el descalabro con el campo, y se volvió uno de los primeros desencantados, postura que mantuvo por una década. Su regreso al lado de Cristina, su transformación en candidato y cabeza de fórmula, y su victoria aplastante en las PASO, es una de esas historias casi imposibles pero reales que se dan tan bien en la Argentina.
De la misma forma que el trance de Peña es fiel reflejo de la desilusión mayoritaria de la Argentina con el modelo Cambiemos cristalizado en su persona, el itinerario que va del portazo de Fernández a su regreso, 11 años después, cual hijo pródigo, puede servir para entender qué pasó con el kirchnerismo desde su auge, posterior derrumbe y este renacimiento. Así como a Fernández, así le pasó a buena parte de la sociedad: luego de aquellos años de gran empatía, de “un país en serio” y “salir del infierno”, la relación se fue desgastando y creció el desencanto, que se fue volviendo enojo y rechazo, estimulado y capitalizado por el macrismo y sus aliados radicales y carriotistas, con el apoyo determinante de la prensa mainstream y el empresariado. Pero el desencuentro comenzó bastante antes, y quizás, igual que le pasó a Fernández, su germen haya estado en la crisis del campo, cuando la mesa chica del gobierno se volvió más chica que nunca.
Su regreso, con el doble pergamino de fundador y primer disidente, es la garantía que puso Cristina de cara a la sociedad y a la clase política para recomponer la relación, para dar muestra de su voluntad de volver a empezar, habiendo aprendido del pasado. Es lo que repite Fernández cada vez que mantiene todas las críticas que lo llevaron a distanciarse. Parece decir “a mí me pasó lo mismo que a ustedes, no me tienen que explicar nada, yo también me enojé con ellos”. Y a los propios que le desconfían, les recuerda que él fue kirchnerista antes de que existiera esa palabra.
En este juego, otros dos exjefes de Gabinete pueden completar la parábola. Uno es Aníbal Fernández, aquel candidato a gobernador que la historia convirtió en síntesis de la endogamia a la que había llegado el FPV, que explica el ascenso de María Eugenia Vidal en la provincia y, por rebote, el de Macri en la Nación; síntesis del kirchnerismo “somos nosotros” y “vamos por todo”, que hoy está corrido de escena, llamado a silencio por pedido expreso de sus pares. El otro es Sergio Massa, que en 2008 sucedió a Fernández en la Jefatura de Gabinete y que, al igual que él, dejó el FPV, en su caso, para volverse un antagonista declarado. En la segunda vuelta de 2015, los votos de Massa fueron a Cambiemos, pero hoy es la muestra mayor del kirchnerismo “es con todos”, que es perdonado y sabe perdonar.