Ahorro, inversión, retenciones y redistribución del ingreso: “Ahí está el mango”, dijo Gómez

Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- Uno de los espejismos que con más frecuencia nos distorsionan el horizonte es el de “las inversiones”, en particular, “la inversión externa”. Se repite hasta el aburrimiento: “Sin inversión externa el país no puede crecer”. Y uno acaba por creérselo. Se nos dice: “Los noventa fueron un período de gran crecimiento e inversión”, y uno hasta lo creería, si pudiera ver esa inversión en algún lado. Y se insiste: “Las empresas extranjeras que se hicieron cargo de los servicios públicos invirtieron millones de dólares”. Y a primera vista parece que fue así.

Pero sólo a primera vista.

Aun con las consabidas críticas a las políticas “de los 90”, muchos de los actuales funcionarios siguen creyendo a pie juntillas en esas afirmaciones, confundiendo -vaya uno a saber por qué- inversión con capacidad de conseguir crédito, que no siempre son la misma cosa. Al menos en el caso argentino, nunca lo son.

Desde luego, sería fácil demostrarlo tomando el caso de Aguas Argentinas, donde las empresas concesionarias harían una inversión de 700 millones de dólares, que no hicieron, fabricando en cambio un pasivo de más de 1000 millones, aun habiendo más que duplicado las tarifas del servicio. Y entretanto, girando las ganancias (!) a sus casas matrices.

Es un caso policial ¿qué duda cabe?, aunque no faltará el funcionario capaz de insistir en que la empresa Suez es indispensable porque tiene, además del “know how”, una gran capacidad crediticia.

Del “know how”, ni hablemos: si tenemos que juzgar las cosas por sus resultados, para “conocimientos” como este, mejor la ignorancia. Y de la capacidad de crédito… ¿qué capacidad es esa si los créditos se obtienen en base a activos ajenos, en este caso, pertenecientes al Estado argentino?

Es un caso policial, sí, por exageración, pero a la vez testigo de la naturaleza de lo que nos venden como “inversiones externas”, ya que todas las extranjerizaciones -¿quién puede llamar “privatización” a una concesión otorgada a una empresa estatal extranjera?- siguieron el mismo patrón: Repsol “compró” lo que había quedado de YPF con créditos de los fondos mutuales norteamericanos avalados con los mismos bienes que “compraba”. Vale aclarar, además, que no obstante los enormes beneficios devengados de la explotación de los pozos preexistentes -o del servicio, en otros casos- esos créditos no se cancelaron, y esa no cancelación es la excusa esgrimida por muchas empresas para recurrir ante el Ciadi por el supuesto perjuicio causado por la devaluación.

Y eso no es nuevo: para comprobarlo, basta analizar cómo se construyeron en su oportunidad los ferrocarriles ingleses. (A quien le interese, si no quiere acudir a Scalabrini Ortiz, que se remita a D’Amico, gobernador bonaerense en el momento en que se privatizó el ferrocarril de la provincia de Buenos Aires).

Puede decirse: era el único camino, pues la Argentina no disponía ni de los capitales ni de la capacidad de crédito como para realizar la inversión necesaria.

Sin embargo, de repararse en que la cantidad de depósitos argentinos en el exterior iguala o supera el monto del total de la deuda externa nacional, cae de maduro que esa es una afirmación falsa.

Y aquí es donde solemos enredarnos en especulaciones psiconalítico-ideológicas: que si hay o no incentivos para el inversor particular, que si hay o no hay “burguesía nacional”, que qué cosa es una “burguesía nacional”, que si los argentinos somos o no una manga de pavotes o depresivos o vivillos, etcétera, etcétera.

A los chicos que pierden el tiempo en esas disquisiciones les crecen pelos en la palma de la mano. Lo escuché decir.

Sin entrar a analizar las razones, el caso es que nuestro país tiene a la vez una gran capacidad de producir riqueza junto a una nula capacidad de ahorro, y en consecuencia, de inversión. Pues si no son los particulares -por las razones que fuere- ese ahorro -y esa inversión- deben ser competencia estatal. Y ese es, o debería ser, uno de los propósitos de las retenciones agropecuarias.

Retenciones

Con más o menos énfasis, todas las organizaciones rurales proponen reducir las retenciones a la exportación de granos y -ahora- de carnes. Dejemos de lado, naturalmente, a la Sociedad Rural Argentina, que no es ninguna de esas cosas y que no representa a nadie, más que a sí misma, y hablemos de las verdaderas sociedades rurales, de las cooperativas agrarias y de las otras organizaciones que nuclean a quienes no sólo producen sino que viven en el medio rural. Si aquellos -ligados al sector financiero y a los “grupos de inversión”- protestan por interés, éstos lo hacen por error.

El único sentido que pudo o puede tener una devaluación del valor de la moneda es el de diferenciar los precios internos de los internacionales. Si esto no se consigue, la consecuencia será la reducir el valor de la mano de obra y, por lo tanto, el ingreso de los asalariados. Por ende, reducir los ingresos de todo aquel que no esté ligado a la actividad del comercio exterior, que vienen a ser la mayoría de los empresarios, profesionales y trabajadores.

El braguetazo devaluador del trío Duhalde-Remes-De Mendiguren, que no fue seguido de una inmediata imposición de retenciones, cuadruplicó los precios internos de todo producto exportable, importado o basado en insumos exportables o importados. La consecuencia de esto fue, por un lado, el súbito empobrecimiento de los asalariados y la distorsión de los precios relativos.

Ejemplo: si eran necesarios 8 kilos de arroz para comprar un librito de “apoyo escolar”, a partir de entonces fueron suficientes tres kilos del mismo arroz para comprar el mismo libro, cuyos propios insumos se habían por lo menos duplicado pero que, no siendo un producto de primera necesidad, no podía aumentar su precio de venta.

Las retenciones llegaron -cuando llegaron, ya que, para seguir el ejemplo, la exportación de papel carece de gravámenes- cuando ya se había producido una monumental transferencia de ingresos de los asalariados en general, y de muchos otros sectores productivos en particular, hacia los sectores ligados al comercio exterior, especialmente, los productores de alimentos.

Esta situación en la Argentina reviste particular gravedad, pues nuestro país exporta exactamente lo mismo que consume.

Valga decir, en primer lugar, que la demora en imponer las retenciones fue una imperdonable negligencia, si acaso lo fue. Luego, que una reducción del nivel de ingresos de los asalariados en términos internacionales no es perjudicial si no supone una reducción de la capacidad adquisitiva en términos internos. No importa cuántos dólares uno gane, sino qué pueda comprar con lo que gana.

Va de suyo, entonces, que a menos que se pretenda un regreso a la convertibilidad, las retenciones son, ante todo, un modo de separar los precios internos de los internacionales, de manera tal que mientras se conservan las ventajas comparativas (bajos costos) pueda llegar a incrementarse la capacidad adquisitiva de los asalariados, único modo de crear un mercado interno decoroso. Y estamos todavía muy lejos de eso.

En este marco es importante el valor del dólar, ya que de eso dependen las ventajas comparativas. Para incrementarlas, debe estar sobrevaluado, como lo está. Y deberá seguir sobrevaluándose, entre otras cosas, a fin de desalentar la inversión especulativa.

Para mantener (y aumentar) el precio del dólar el Estado debe disponer de efectivo, o emitirlo. O ambas cosas. Una parte de los ingresos con que el Estado cuenta para hacer frente a la compra de dólares se compone de las retenciones a las exportaciones. Es seguro que, sin ellas, el valor del dólar caerá, con lo cual la eliminación de las retenciones no supondrá ninguna ventaja para el sector rural, ya que seguirá cobrando los mismos pesos que ahora (con retenciones) cobra por sus productos.

Y con varios perjuicios, que van desde un incremento relativo del costo del gas oil (¿o acaso se pretende que se eliminen algunas retenciones y no otras?) hasta un incremento en los insumos industriales indispensables para el campo: eliminadas las ventajas comparativas derivadas de la sobrevaluación de la divisa, inevitablemente aumentarán los precios de los tractores, las trilladoras, los arados, los vehículos, y consecuentemente, los costos de la construcción, por ejemplo.

Tenemos entonces que el sentido de las retenciones es el de separar los precios internos de los internacionales, además del, tal vez más coyuntural, sostenimiento del valor del dólar. No hay, a la vista, ningún otro instrumento que pueda dar resultado, ya que flor de iluso sería el que creyera que los grandes formadores de precios serían capaces de distinguir el mercado interno del externo.

Hacen muy mala docencia las autoridades al siquiera sugerir la posibilidad de que las retenciones sean transitorias.

Inversiones

El monto de los depósitos de argentinos en el exterior es superior al del total de nuestra deuda externa. Es un hecho. Y que habla claramente de la incapacidad de ahorro nacional. Pero a lo hecho, pecho: más sentido que discutir las causas del problema lo tiene el empezar a encontrarle solución, y ésta pasa, en lo inmediato, por que sea el propio Estado el que se haga cargo de ese ahorro y de esa necesaria inversión.

Si hubiere inversiones de las llamadas “legítimas”, bienvenidas sean, pero hoy por hoy se hace indispensable una gran inversión en infraestructura -caminos, líneas férreas, puentes, centrales eléctricas, comunicaciones, escuelas, hospitales, etc- pues la existente no alcanza para el actual nivel de actividad económica y es de suponer que menos alcanzará en el futuro.

En algunas, puede haber interés privado en invertir, lo que está muy bien, a condición de que sea eso y no una reiteración del mismo truco: vos me das tu aval, yo pido el crédito, lo invierto, me llevo las ganancias y vos pagás el crédito.

Si sólo se tratara de un problema delictivo… sería fácil solucionarlo: gente honesta hay, y de sobra. Pero ocurre que los zonzos son más, y sucede son frecuencia que muchas personas están sinceramente convencidas de que ese es el modo adecuado de hacer las cosas. Y ya se sabe: “Contra la estupidez…”.

No es cosa de controles, sino de mentalidad. Y si bien es cierto que el pensamiento es previo a la acción, también lo es el que se nutre de ella. Es así que el primer paso es del Estado, de los actuales funcionarios, y consiste en que sea el Estado el que se haga cargo de construir y/o reconstruir la infraestructura.

¿Con qué? Con el ahorro interno, para el caso, con el devengado de las retenciones, haciendo particular hincapié en las zonas rurales, abandonadas a la buena de Dios: el grueso de las ganancias de la producción agropecuaria no quedan en las zonas rurales porque en las últimas décadas, al ritmo de la concentración de los ingresos, hemos sido protagonistas de una reforma agraria al revés, pasando de las pequeñas propiedades y los pequeños productores, a los latifundios manejados por el sector financiero, que son los que, ocasionalmente, la semana pasada hablaron por boca del señor Luciano Miguens.

Naturalmente, no estamos para tirar manteca al techo. Existe, por un lado, una enorme deuda externa y compromisos de pago que se hace necesario -y conveniente- afrontar. Por el otro, una acusada distorsión de los precios relativos cuya corrección, de no hacerse para abajo, hacia una reducción de las ganancias de los más beneficiados por el braguetazo devaluador, se hará inevitablemente hacia arriba, con el consiguiente perjuicio para los asalariados, que son no sólo quienes se han visto más perjudicados en este proceso, sino que, además, están en la base de cualquier posibilidad de crecimiento económico y desarrollo industrial, pues constituyen el grueso de un mercado interno medianamente aceptable.

En otras palabras, si no se reducen los márgenes de los sectores más favorecidos y si la corrección de los precios relativos no es simultánea a una redistribución del ingreso en beneficio de los trabajadores, estaremos pavimentando sobre un pantano. Para volver a un ejemplo anterior: si el industrial gráfico o el editor que quiera recomponer el margen de ganancias perdido tras la devaluación no encuentra un mercado con mayor capacidad adquisitiva: ¿a quién le va a vender los libros con el nuevo precio?

Redistribución

Un tango de la década infame se preguntaba “¿Dónde hay un mango, viejo Gómez?”

Al viejo Gómez no lo dejaban contestar, porque de seguro habría dicho: en el bolsillo del que lo tiene. Lo que pasa es que el que lo tiene no lo larga así nomás, y si lo obligan, seguro chilla (Perón, que hablaba de desplumar a la gallina sin que grite, podía saber de muchas cosas, pero en cuestión de animales de granja era un verdadero burro), y los modos de chillar son muchos: van desde los discursos de los “ruralistas” hasta la remarcación de precios con el argumento de la suba nominal -no real- de los salarios, pasando por las “advertencias” mediáticas sobre los riesgos hiperinflacionarios o el cuento de que, para no ser inflacionario, el aumento de los salarios debe corresponderse a una suba de la productividad.

En primer lugar, menos histeria: con superávit fiscal, alto nivel de reservas, balance comercial favorable y un dólar tendiente a la baja, de manejarse adecuadamente la situación, no existe la menor posibilidad de una hiperinflación, ni siquiera, de una inflación fuera de control.

Segundo: en los sectores que hacen punta en el aumento de precios -casualmente los ligados a la industria alimenticia- no sólo la incidencia del salario es mínima en la formación de los costos, sino que, tras el braguetazo duhaldista, hubo un margen acumulado de ganancias que, en su momento, no se correspondió con ningún incremento en los costos.

Tercero: un aumento salarial que no se corresponda con un aumento de la productividad produce inflación si se dan dos factores concurrentes: que el nivel de producción esté al nivel máximo de la capacidad instalada (de lo que la mayor parte de los sectores se encuentran todavía bastante lejos) y que la rentabilidad esté al nivel mínimo posible.

Y este punto es el que se escamotea de la discusión cuando esta discusión se plantea: no puede hablarse de productividad si a la vez no se habla de rentabilidad. En la mayoría de los sectores, aun en los casos en que no se hubiera verificado un incremento de la productividad, sí se produjo un aumento de la rentabilidad empresaria, que en ningún momento se compartió con los asalariados.

Hacen también muy mala docencia las autoridades cuando insisten en que el aumento de salarios provoca inflación.

Esto no quiere decir que a todos los sectores productivos les sea posible afrontar el mismo nivel de aumento de salarios, justamente por lo que mencionábamos más arriba respecto a la distorsión de precios relativos. No es entonces el aumento masivo de salarios el camino para la redistribución del ingreso, a no ser que se pretenda colapsar al sector de la industria más ligado al mercado interno que, por otra parte, es el que genera mayor mano de obra.

Partimos de una distorsión y es mejor que se entienda que habremos de vivir con esa distorsión durante un largo tiempo, en el que, en el mejor de los casos, algunos trabajadores mejorarán sus ingresos y otros, con suerte y a lo sumo, apenas si lo recompondrán, al menos mientras persistan los actuales niveles de desocupación.

Jamás debería olvidarse que el desempleo no es una maldición de Dios, sino un instrumento de redistribución del ingreso en perjuicio de los trabajadores. Por ese mismo motivo, el pleno empleo opera a su favor: cuando todo el mundo tiene trabajo, los sueldos suben solos, decía uno, ya citado.

Para aumentar el nivel de empleo es preciso aumentar la producción, que depende de un aumento del consumo, que a la vez depende de la capacidad adquisitiva de los salarios, relacionada -¡otra vez!- con el nivel de empleo. Es un círculo vicioso, o virtuoso, según se mire y se haga. Si se hace pensando en el aumento de la productividad o en el aumento de los salarios, es vicioso. Si se hace pensando en el aumento de la capacidad de consumo popular, puede volverse virtuoso.

¿Cómo se aumenta el nivel de consumo popular sin empezar por aumentar los salarios?

Además de generando empleo directo mediante las obras de infraestructuras -financiadas con ahorro interno-, aumentando la capacidad adquisitiva de los salarios existentes, lo que equivale a decir, bajando el costo de vida.

Esto puede hacerse en forma directa, indirecta, o de las dos formas: utilizando los instrumentos que el Estado ya dispone para forzar un retroceso de precios de los productos primarios (de lo que al menos se ha dado últimamente alguna tímida muestra), reduciendo el costo de las tarifas de servicios y transportes, incrementando la provisión domiciliaria de gas y energía eléctrica, construyendo viviendas y dando créditos baratos y a largo plazo para su adquisición, mejorando las comunicaciones, la atención hospitalaria, la educación, el turismo social y el esparcimiento.

Todo peso que se ahorre en estos rubros irá inevitablemente al consumo, y aumentando la demanda aumentaría la producción, en condicional, porque no falta el caso en que, con tal de no aumentar la producción (lo que llegado un punto supone aumentar la inversión) a más de tres se les dé por aumentar los precios, para lo que de nuevo es indispensable el Estado, que no puede ser ni espectador ni simple “árbitro arbitrador, amigable componedor”.

De paso, cañazo

No vivimos en una sociedad justa, ni de lejos. La mayor parte de los problemas por los que cotidianamente bufamos se relacionan directamente con eso. Pero tampoco en un país pobre. Un país en el que millones viven de lo que otros tiran, no es un país pobre, sino uno en el que la riqueza está mal distribuida.

Podemos considerar a la justicia social un valor absoluto, un fundamento religioso, una frase hueca o un eslogan electoral. Va en gustos. Conformémonos con reconocer que se trata de un instrumento de modernización, de crecimiento económico y de democratización de la sociedad, y entendamos de una buena vez que ni existe la menor posibilidad de “derrame” (al que alguna vez haya visto un rico al que se le cayera un peso del bolsillo, le doy un premio) y que redistribuir significa, inevitablemente, sacarle a algunos para darle a otros, y proteger a los débiles del abuso de los fuertes.

Y esa es la principal función del Estado, en todos los planos y en todos los niveles. En su defecto, no habrá sociedad que merezca el nombre de tal.

Se equivoca de medio a medio quien piense que esto es competencia primordial o exclusiva del Ministerio de Economía, cuya función, siendo central, es en muchos casos menor, sino del Estado en general, en todas sus áreas y niveles.

Hay circunstancias en que la pasividad, la complacencia y hasta la adscripción a concepciones que han demostrado su fracaso, cuando no a la continuación de políticas que resultaron nefastas, son francamente aterradoras.

En otras, asombra la subejecución presupuestaria en áreas vitales. No puede haber razón en el mundo que justifique que a fin de mes me haya sobrado plata mientras en ese mes no les di de comer a mis hijos, o se me cayera el techo de la casa a pedazos.

O se insista en reconcesionar, por ejemplo, líneas aéreas o ferrocarriles, en los mismos términos, con los mismos vivillos u otros de similar catadura, o se cree una petrolera estatal para que hagan negocios las petroleras privadas o que, independientemente de la impaciencia, cuando no oportunismo gremial, al día de hoy trabajadores y autoridades compitan por determinar quién es al que le importa menos la salud o la educación.

No alcanza con cambiar la mirada, los objetivos y el discurso: hay que disponer las cosas en esa nueva dirección.

El tiempo corre a favor cuando se avanza. Si no, corre en contra.

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