FRUTOS. Me detengo en una esquina del barrio donde vivo, de una Bahuimia o Pezuña de vaca o Pata de toro –el nombre varía según la provincia—. Arranco algunas hojas y también algunas vainas para guardar las semillas. Desde la vereda de enfrente, un muchacho que revuelve el contenedor de basura en busca de algo valioso para sus intereses, me interroga a los gritos:
– ¡Don, para que sirven las hojas!
Le describo algunas de las virtudes sanadoras y me dice que su madre sabía de plantas, que era del campo de Santa Fe y que se murió hace un año. Entonces, pienso. Pienso en la enorme masa de campesinos expulsados de sus tierras por el avance del corrimiento de la frontera agroindustrial que el modelo agroexportador lleva adelante más allá de los cambios de gobierno. Esa escena se repite a los pocos días cuando me detengo en otra cuadra a observar un Aguaribay, Gualeguay, Anacahuita o Falso pimiento. El muchacho, que se gana unos pesos lavando coches en la cuadra, me dice:
-Está lindo el pimentero, pero todavía no dio frutos.
-Viene demorada la floración.
-Acá en la ciudad se complica.
Su aspecto provinciano, y ese saber que me demuestra, me lleva a preguntarle de dónde es y me contesta:
-De un pueblito de Mendoza, pero con la minería ya no quedó casi nadie y acá andamos haciendo lo que salga.
Me despido de él y camino, camino y pienso, mientras voy hacia mi trabajo en el Instituto Nacional de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (INAFCI), en el cual las denuncias por desalojos y usurpaciones de tierra campesinas son moneda corriente y en el que las políticas de arraigo de población rural, por parte del Estado, muchas veces se chocan contra esta realidad impulsada por el capitalismo salvaje. Por más sabido que sea repetirlo no cansa: cada familia del campo que es corrida de su territorio, termina en un asentamiento o en una villa de alguna de las capitales más pobladas de la Argentina –CABA, Rosario, Córdoba o Salta—. Allí, viven, desculturizados, o caen en redes narcos, trata de persona, drogodependencia, y son estigmatizados como los “negros planeros” que no quieren trabajar, cuando en realidad ellos, o sus padres, o abuelos, fueron despojados de sus verdaderos trabajos, generación tras generación.
HISTORIA. En los doce años que trabajo en el sector de la agricultura familiar he vivido distintos cambios en la gestión, ya sea como Sub Secretaría y su paso a Secretaría en tiempos de Cristina y la bajada a simple Dirección durante la gestión de Macri, donde se achicaron las partidas presupuestarias para su desarrollo y se aplicaron políticas selectivas que beneficiaron a muy pocos elegidos (no para proyectos productivos colectivos, sino para proyectos de productores individuales que eran presentados como emprendedores rurales). Más allá de eso, durante el gobierno de Alberto Fernández, la Secretaria se transformó en Instituto Nacional, una entidad con una estructura política y orgánica similar a la del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, es decir un ente autárquico con presupuesto propio, en el cual ya se trabajaba en la creación de un banco de tierras para ser distribuidas entre campesinos y comunidades originarias. En ese mismo plan también se contemplaba la distribución de un millón de hectáreas para la creación de unidades productivas, lo cual lleva consigo el fomento del arraigo de la población rural, la expansión de la Soberanía Alimentaria y, lograr con esto, equilibrar la desventajosa posesión de la tierra en manos de las multinacionales de la agroindustria, frenar desalojos y desmontes que aceleran el cambio climático, y un reconocimiento a un actor fundamental en el desarrollo de las economías regionales que sostuvo con sus producciones solidarias los duros años de la pandemia: con comedores, merenderos y la distribución de bolsones de verduras en todas las regiones del país. Sabido es que cuando las cosas aprietan, la sabiduría criolla indica que no es un rico el que te va ayudar, sino otro pobre y esa marca de agua de la solidaridad, que además también es otra de las premisas de la agricultura familiar, campesina e indígena.
SEQUÍA. En los últimos meses de este año recorrí distintas provincias del norte argentino, como Salta, Jujuy, La Rioja, Chaco, Santiago del Estero y Formosa, territorios asolados por una sequía pertinaz. Visité los lugares más apartados y remotos. Poblaciones de criollos y originarios con una misma necesidad: el agua. En cada uno de ellos encontré argentinos y argentinas sumamente arraigados a su terruño, a sus montes espinosos, a sus cerros ariscos, que en los centros urbanos ni siquiera saben que existen o que son estigmatizados como gente ignorante que viven como “indios”. Sin embargo, más allá de los fracasos del gobierno de Alberto Fernández, el Estado no los olvidó y estuvo presente con un plan de construcción de cisternas para acopio de agua de lluvia, que en muchos casos de no llover se llenaban con agua provista por camiones cisternas de las municipalidades, que comprenden parajes que no figuran ni en Google Maps. En uno de ellos, precisamente en una comunidad Qom en Salta, visitamos con un técnico del INAFCI a un beneficiario, un indio adusto y severo, quien se quejó de que la noche anterior había llovido “alguito” y no había podido juntar nada de agua por un desperfecto en la canaleta, como sí lo habían hecho sus vecinos. El técnico, apuntó la falla en un cuaderno y le prometió solucionar el inconveniente en la semana. El hombre se negó a contestar las preguntas de la entrevista y no insistimos para que respondiera, ya nos estábamos despidiendo, cuando él nos interrogó a nosotros.
-Quiero saber algo. –Nos dijo- ¿Que va a pasar con nosotros, los originarios, si gana Milei?
-¿Por qué quiere saber?
-Porque a nosotros siempre nos va mal cuando ganan esos rubios, siempre nos roban a nosotros nuestra tierra y sin Estado no hay nadie que nos defienda.
-¿Acá lo votaron?
-No creo, pero muchos no fueron a votar. Habrá que convencerlos para que vayan esta vez.
El diálogo resume muchas cosas y habla de una inquietud, una preocupación. Ramón no habla porque sí, habla porque ya vivió una larga sucesión de despojos a lo largo de sus setenta años y, los más graves, ocurrieron cuando se aplicaron las políticas liberales a ultranza, es decir: en los gobiernos de Menem, De la Rúa y Macri. El temor a Milei y sus políticas anti-estatales tiene un fundamento en la experiencia de una vida, que sin la presencia del Estado se vuelve imposible. Habrá que repetirlo hasta el hartazgo: toda crisis generada por el sistema capitalista siempre la pagan los sectores más postergados y sobre ellos recaen las mayores injusticias en tiempos de genocidios liberales.
VOLVER. La chica, de no más de treinta años, escribe en un cuaderno sentada en el escalón de la entrada a la pizzería. Tiene un pañuelo envuelto en la cabeza y apretada contra la sien una flor de plástico semejante a un lirio. Su vientre muestra un embarazo de unos cuatro o cinco meses. Sus pupilas están dilatadas, su mirada es negra y brillante como la aureola que la tristeza forja en el desamparo. Le pregunto su nombre y qué escribe, me dice que se llama Antonella.
-Escribo poesías, relatos, pensamientos y a veces cuentos.
-¿De dónde sos?
-Soy del Chaco.
-¿Hace mucho vivís en la calle?
-Varios años.
-¿Antes qué hacías?
-Me fui del Chaco a estudiar comunicación a Rosario, después me vine para acá y ahora vivo en la 9 de Julio, mis padres eran productores, pero ya no están, se quedaron sin la tierra.
El dialogo es más largo, solo apunto esto: Antonella es otra expulsada y su historia se repite y se continúa como una plaga cuando se habla de poblaciones rurales. Entonces me remito a otras historias personales y recuerdo a Daniel Coria, quien fue el guía asignado para recorrer unidades productivas agrícolas en la provincia de Formosa, que entre mate y mate por el camino me contó que cierta vez se vino a Buenos Aires, precisamente a Moreno, donde vivió en un barrio popular y trabajaba ocho horas diarias en tareas de servicios o vigilancia, pero que demoraba tres horas de ida y tres de vuelta para llegar a su trabajo y volver a su casa. Una noche, contó, pudo ser víctima de un caso de gatillo fácil, cuando un policía bonaerense tan solo por su aspecto provinciano lo corrió a los tiros por la calle.
-Ahí decidí volver. –dice Daniel- “Ahora trabajo en una unidad productiva, estoy con mi gente y en todos los pueblos de acá acá –así sean de mil habitantes— está garantizada la educación y la salud. En todos, por más chicos que sean, hay dos centros educativos y sala de salud. El que dice que el Estado no sirve es que tiene otros intereses o no conoce bien.
Las palabras de Daniel son certeras y hablan de políticas públicas que contemplan las necesidades de las poblaciones rurales, y que permiten su desarrollo humano y cultural en un ámbito donde la estigmatización a un modelo estatal proviene de los sectores poderosos afectados, como es el de la agroindustria. Antonella, es también otro ejemplo ya mencionado de aquello que sucede con quienes son despojado del mayor bien que puede disponer un hombre: el trabajo en la tierra. Ante esto y ante el horizonte negro que se avecina con un gobierno que promete un ajuste feroz con base en achicar el gasto público es difícil arriesgar un pronóstico a futuro. El nuevo gobierno, débil en cuanto apoyo popular –porque por más de que las estadísticas electorales hablen de un 56% de votos, desglosados entre quienes votaron en contra, no fueron a votar, votaron en blanco o anularon su voto, le da un exiguo tercio—, con un discurso anti política y anti-Estado que, si bien lo llevó a ganar, ante su debilidad tuvo que terminar aliado y cediendo los cargos de mayor determinación política a Macri, Bullrich, Sturzeneger y otros, que llevaron a la Argentina a la debacle financiera, con un endeudamiento histórico con el FMI, como salida a la crisis promete seguir endeudándonos a costa de la entrega de todas las riquezas naturales productivas del país. Una certeza para lo que viene es que en el territorio de las organizaciones campesinas vendrán tiempos de lucha y resistencia para enfrentar la política de tierra arrasada que se promete llevar adelante y que ya se vislumbra en la ola de despidos en el ámbito de la construcción a raíz del anunciado freno a la obra pública. El único camino posible, y ya recorrido en otras adversidades, es la unidad de las organizaciones campesinas, el trabajo en las unidades productivas y una vez más la solidaridad con aquellos que quedarán relegados de una distribución que será para muy pocos, para muy poquitos.