A un año de la tragedia, Cromañón vuelve a ser un accidente

Por Jorge Devincenzi, especial para Causa Popular.- El fallo de la Cámara del Crimen que desprocesó a varios funcionarios del gobierno de la Ciudad ha vuelto a instalar la hipótesis del accidente en el caso Cromañón. Según el Diccionario de la Real Academia, «accidente» tiene varias acepciones: a) cualidad o estado que aparece en algo sin que sea parte de su esencia o naturaleza; b) suceso eventual; c) acción de que involuntariamente resulta daño para personas o cosas; d) casualidad, contingencia. «Accidental» es un «síntoma grave que se presenta inopinadamente durante una enfermedad, sin ser de los que la caracterizan».

Lo accidental del desastre de República Cromañón en Plaza Once es admitir la posibilidad de que con el mismo escenario y actores, si no se hubiera prendido una bengala, si ésta hubiera caído al suelo consumiéndose sin riesgo en lugar de prender la mediasombra, si los equipos y medios
existentes hubieran sofocado el fuego, si el público hubiera advertido que su juego era peligroso, etc., las consecuencias habrían sido otras.

Similares recitales en similares lugares no produjeron un similar resultado, y lo prueba la clausura de otras discotecas durante los primeros meses de 2005 por estar en condiciones similares al local de la calle Bartolomé
Mitre. Pero lo accidental termina allí.

El argumento preferido del suspendido Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires Aníbal Ibarra cuando discurre sobre su responsabilidad en el incendio, es que en ese fatídico diciembre de 2004 coexistían reglamentaciones distintas, potencialmente antagónicas, para espectáculos
como el de Callejeros.

Si se efectuaban en un estadio era exigible la autorización previa, con la cual el Estado destinaba medios públicos (bomberos, ambulancias, etc.) para impedir accidentes. Esto corría tanto para los abiertos (canchas de fútbol)como para los cerrados (Obras o Ferro).

Esos medios públicos efectivamente evitaron anteriores accidentes, incluso en recitales de los propios Callejeros, sin que el Estado tomara ninguna medida ulterior, según una interpretación discutible de la tolerancia y la diversidad.

En los locales de baile (esos lugares amplios, siempre cerrados, donde el público bailaba al compás de los temas interpretados por un conjunto o banda, o bien se limitaba a escuchar, y lo más parecido al baile eran los pogos), la autorización y los requerimientos preventivos (sistema de
incendio, salidas de emergencia, etc.) estaban en la propia habilitación, que en primer lugar debía ser otorgada en condiciones reglamentarias, y luego controlada periódicamente para que se siguieran cumpliendo esas
condiciones, impidiendo por ejemplo que se colocaran paneles combustibles, que el sistema de incendio no estuviera desactivado y que la puerta de emergencia no se encontrara trabada.

Como el caso Cromañón entraría -con muy buena voluntad- en la segunda clasificación, unos atacan opinando que no existió control o fue insuficiente, y otros se defienden diciendo que sí lo estaba.

En rigor, nunca estuvo en condiciones reglamentarias: el acceso principal no es salida de emergencia; estaba comunicada con el hotel contiguo y la puerta de emergencia franqueaba el paso a un garaje, lugar inseguro si los hay,
entre otras irregularidades constructivas.

Los paneles y mediasombra agregados o adosados a paredes y techos, que produjeron ácido cianhídrico y monóxido de carbono, eran anomalías reversibles si se hubiera intimado al propietario. ¿Se lo hizo?

Ibarra esgrime ésta contradicción normativa como un justificativo y denominó «anacrónico» al sistema de normas.

Sin embargo, se limitó a dejarlo más o menos como estaba, otorgando la potestad de conceder la habilitación a los
Colegios profesionales de escribanos, ingenieros y arquitectos.

Más allá del destino final del juicio político que impulsa el macrismo si se fuera a hablar de ciertas culpas, la Legislatura y el ejecutivo las comparten.

La primera, hasta el 30 de diciembre de 2004 no había producido ninguna reglamentación específica para superar esa contradicción normativa, y bien podría quedar encuadrada en el incumplimiento de una función constitucional.

Pero el segundo, que podía hacerlo por sí a través de decretos, tampoco la propuso.

Los alertas previos de la Defensoría fueron tomados como alternativas secundarias de un enfrentamiento político (lo eran en cierto sentido) o un conflicto de intereses comerciales disfrazados de decisión política, y no
como advertencias de que podía ocurrir una tragedia.

El propio Ibarra lo sintetizó bien 30 días después de Cromañón en la Legislatura: la seguridad no estaba en la agenda del gobierno, como si la política de Estado en lugar de temas permanentes, se limitara a seguir los zigzagueos azarosos de la opinión pública relevada en las encuestas o las tapas de los diarios.

En diciembre de 2005, la Cámara de Crimen revocó el procesamiento del juez Lucini -de prolija actuación- hacia varios funcionarios, asumiendo la hipótesis del «puro accidente».

Como Ibarra, los jueces de la Cámara (los mismos que dejaron en libertad a Omar Chabán y que se aprestan a encarar un nuevo pedido de su abogado defensor) adscriben a una determinada idea del Estado que excluye su condición intrínseca de institución situada por encima de los intereses particulares y una de cuyas funciones indelegables es la de preservar la seguridad y la vida de los ciudadanos.

Según las informaciones periodísticas, los camaristas advirtieron que, aunque los funcionarios tenían la responsabilidad de «garantizar la seguridad de los concurrentes», habían incumplido con sus deberes porque
nunca controlaron de «manera efectiva y sistematizada a los locales de baile».

De lo que se desprende que el incumplimiento no fue temporario sino permanente.

Pero también: «Pese a que la omisión de los funcionarios haya sido un factor que concurrió causalmente a la producción de los resultados de muerte y lesiones ocurridos el 30 de diciembre, ello no alcanza para imputar ese
resultado».

Para la Cámara, la falta de control estatal es uno de los factores casuales que intervinieron para provocar el desastre, haciendo que ese 30 de diciembre coincidieran accidentalmente diversos actores y situaciones:

– 1) un local peligroso regenteado por un empresario ocupado (naturalmente) en ganar más dinero a menor costo;

– 2) un grupo de rock que promocionaba el uso de pirotecnia sin tener en cuenta que su peligrosidad aumentaba en locales cerrados, ni la naturaleza del local donde actuaba, y cuyo marketing podía considerarse divertido y tolerado;

– 3) un público incapacitado -por razones sociales, históricas, culturales y también temporales, por la excesiva ingestión de un alcohol que se vendía
libremente en los alrededores del local a pesar de la prohibición- para evaluar los peligros derivados de su conducta;

– 4) una o varias ong’s con nombres de fantasía como policía, bomberos, defensoría del pueblo, secretaría de seguridad, hospitales, etc., a las cuales se les habían cedido algunas obligaciones operativas que primitivamente pertenecerían a un Estado distante e inaccesible (archivar y
clasificar habilitaciones, controlar la existencia de mangueras de incendio, apagar el fuego, atender pacientes intoxicados, etc.);

– 5) un equipo de profesionales independientes (privados) cuyos honorarios eran producto de la cesión, mediante decreto, de parte del poder de policía estatal, con la función de habilitar los locales.

La constitución de la ciudad determina que ese poder es irrenunciable.

En la hipótesis de la Cámara sería equiparable la responsabilidad de unos y otros, pero como los funcionarios no estaban directamente relacionados con la actividad ni eran público de Callejeros; como no cumplieron con las
obligaciones públicas de controlar pero tampoco fueron responsables de cerrar con candado la salida de emergencia, instalar paneles de poliuretano y permitir un número mayor de público que el permitido por ellos mismos, no tienen responsabilidad directa en el desastre.

Chabán desconocía las propiedades mortíferas de los paneles, o instalar otros más seguros no le resultaba redituable, y se vio obligado a cerrar la salida para impedir que entraran personas sin abonar la entrada, porque su función como manager era maximizar las ganancias minimizando los costos.

También ignoraba que el lugar no estaba en condiciones reglamentarias, porque si bien nadie puede argumentar que desconoce la ley, no parece razonable que cada persona esté obligada a conocer normas municipales contradictorias y superabundantes.

Los Callejeros desconocían que promocionar el uso de bengalas era peligroso y no estaban obligados, como artistas, a conocer las consecuencias mortíferas del uso de la pirotecnia en un lugar cerrado.

Etcétera, como para concluir que todo fue una lamentable casualidad.

Las idea que parece dominar este fallo, y que compartiría Aníbal Ibarra, es un punto de vista que han desarrollado diversos autores neoliberales, para quienes el Estado es una ong de extensión y organización más compleja que otra ong barrial, y que a diferencia de ésta última, ha resultado más exitosa porque cuenta con el favor (electoral) de millones de personas, tiene antecedentes verificables, es aceptada y reconocida incluso internacionalmente, y su función -en virtud del peso que le otorga su extensión- es mediar y arbitrar entre otras ong similares, como los empresarios, la CGT, el grupo Callejeros, el público de rock, los vecinos de Cromañón, Lagarto S.A., etc. La particularidad de esa ong llamada Estado es que propone normas al resto de los actores, y negocia su cumplimiento, determinado por el poder de esos actores para oponerse, aceptar o trasgredir.

Ese Estado contrata como empleados a unas personas que se distinguen de otras por ser llamados «funcionarios», un nombre de fantasía, y cuya actividad consiste en simular hacer cumplir las normas de acuerdo a sus
posibilidades y opiniones, o de otro modo integrarían el segmento de
desocupados, recibiendo para ello un salario de las arcas públicas. La ex-subsecretaria Fiszbin, por ejemplo, conocía de pedagogía o psicología, materias muy ajenas a los códigos de edificación, habilitaciones y planeamiento, y su osada designación hace suponer que ella misma escogió
funcionarios subordinados con los mismos parámetros, de modo que ingenieros mecánicos controlaban contenidos pedagógicos; los abogados, la correcta dosificación del concreto, y algunos antropólogos, la potencia de los
motores de explosión de la flota del gobierno.
Salvo que los códigos penal y de procedimiento penal indiquen los contrario, la primera acepción de accidente según la Real Academia indica que es la cualidad o estado que aparece en algo sin que sea parte de su esencia o
naturaleza.

Con un local en condiciones, el incendio hubiera sido más accidental. La esencia o naturaleza de un local comercial es la de ser un ámbito donde se realiza una actividad, y si ese local es peligroso, la peligrosidad forma parte de su naturaleza. Nadie realizaría una actividad en un local a punto de derrumbarse. La esencia o naturaleza del local de Once incluía la inseguridad, es decir, el «accidente» fue parte de esa esencia, de modo que mal podría calificarse el incendio de accidental.

También es la acción de que involuntariamente resulta daño para personas o cosas.

Será la justicia la que determine la cuestión de la voluntad de dañar y la negligencia, pero la obligación de preservar la vida, la seguridad y los bienes de los particulares corresponde al Estado, y los deberes de los
individuos consisten primordialmente en cuidar de sí mismos y a sus familiares, sin descuidar a sus semejantes.

Todo esto lleva a plantearse cómo estaban los funcionarios en condiciones de emitir una opinión o actuar de modo tal que las normas que regían al local «República Cromañón» fueran, indistintamente, aplicables o no, si no fuera
por una concepción del Estado como una ong con normas de cumplimiento voluntario.

En efecto, la Cámara valoró que estaba probado el incumplimiento de sus deberes, lo que significa no haber hecho cumplir la ley, pero que tal omisión no fue un factor determinante. ¿Si transgredir la ley no es un hecho
determinante, qué lo es para una Cámara del Crimen que forma parte del poder judicial?

Si se considera secundaria la inacción de los funcionarios, cabe concluir que, para la Cámara, la ley sería de cumplimiento condicional o voluntario, incluso para sí misma.

Sin conocerlo, es probable que el argumento de la defensa de los funcionarios desprocesados haya sido de corte netamente psicológico: tenían a mano normas contradictorias, y por eso se sentían paralizados.

Mientras unos opinan que la ley es de cumplimiento condicional, y otros que no están obligados a hacerla cumplir por sus contradicciones, las 194 víctimas fatales de Cromañón quedan fuera de toda discusión, son un
accidente.

Pero del mismo diccionario se obtiene la respuesta: «accidental es todo síntoma grave que se presenta inopinadamente durante una enfermedad, sin ser
de los que la caracterizan».

La Cámara se ha limitado a hacer pública esa enfermedad, la del incumplimiento de la ley.

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