Este reportaje fue publicado en el primer número de la revista La Gandhi Argentina, en abril de 1997; circuló poco y gracias a la inmensa generosidad de Elvio Vitali, su financista y númen. Hoy ZOOM lo rescata a propósito de la muerte del genial poeta argentino, quien narra su obra en la que Perón conversa con Cooke, aseverando “Si no fuera por Perón que le dio poder político, Eva hubiera quedado como una santa que repartía máquinas de coser”.
El poeta ahora escribe una obra de teatro titulada Perón en Caracas donde recrea al líder fuera del bronce, capaz de quedarse en calzoncillos si tiene calor a pesar de su semejanza con el padre de Hamlet que quiere volver y no lo dejan. Este Pocho evoca al de las notas escritas por Rodolfo Walsh a su relato Ese hombre: (“Que el hombre sufre con su exilio”, “Que la intimidad del hombre es impenetrable”, “Que no se puede saber lo que amó, ni lo que desprecia, ni lo que odia, porque la revelación de cualquiera de esos sentimientos es contraria a la política”…).
El retorno por la ficción.
Un edificio de mediana altura, más o menos nuevo, sobre la calle Laprida. Abre el mismo Lamborghini, ascensor hasta el séptimo piso, en silencio. Adentro, lo sigo hasta su cuarto de trabajo, pequeño, atestado de carpetas, cartapacios, libros —Macedonio Fernández, Ascasubi, Santa Evita, algunos tomos de Proust, Stendhal, el arquitecto Livingston. El poeta no tiene computadora.
—Casi no salgo de acá —dice. Acá leo y escribo. Y si salgo es para ver a Hugo Savino y a Milton Rodríguez.
—Escribe una pieza con Perón como protagonista.
—Efectivamente: se llama Perón en Caracas. Ahora, justo cuando hay un revival del gorilismo, que hasta se apoya en Eva para hacer ver al General como a un reaccionario… Pero aclaremos: no fue nada premeditado. Había terminado otras cosas —tengo un montón de inéditos, Cantinelas, El saladero, un diálogo que continúa la línea del Fausto Criollo— y de pronto se presentó este tema, que parece me faltaba.
—Después de Eva Perón en la hoguera.
—Que es de 1972 y hace unos años lo representó Cristina Banegas. Este texto —el nuevo, el de Perón— tiene cantidad de versiones, entre otras cosas a causa de algunas observaciones que me hizo Nicolás Casullo y otra gente. Esta versión, creo, es la definitiva.
Como decía, se llama Perón en Caracas. Es un monólogo. El General habla para sí mismo, y habla también con la platea —que por ese mismo hecho (ser la platea) podría ser el pueblo. En la obra, Perón llega a Caracas un 14 de septiembre de 1956, es decir, a un año de su caída, en la segunda etapa de su exilio. Allí ocupa un departamentito, él mismo se presenta, dice dónde vive, la dirección, y empieza a hablar como un hombre, como un político, alguien que conoce la historia argentina. Su andar —en esa escena— es de mucha ciclotimia. Se ve que está shockeado y sentido por la caída del ‘55, y que revisa las causas y las culpas que le podían haber cabido a él. Baraja todos esos análisis, todas esas elucubraciones, interrumpidas como por fogonazos del 17 de octubre y de otros hechos puntuales: los bombardeos a la Plaza de Mayo, por ejemplo. Perón está solo ahí, en la puesta en escena —no aparecen diapositivas ni nada; simplemente recuerda, ahí, entre cuatro paredes, y se producen reacciones, de rabia, de espanto, mientras se pregunta cómo hemos caído, y por qué.
—¿Con qué materiales trabajó?
—La pieza está basada en la correspondencia entre Perón y John William Cooke; también se lo ve al General escribiendo —entre caídas de ánimo, superaciones, euforias, abatimientos— se percibe claramente que está decidido a ejercer una acción contra la usurpación gorila y que está como tanteando el territorio de su regreso; se pregunta cómo podría suceder esto (el regreso a la Argentina) frente a un interlocutor, Cooke, que aparece por omisión. Cooke, que es un tipo brillante al que Perón nombra como su delegado personal, su delfín —incluso en caso de muerte firma que Cooke es su sucesor. Yo fui muy amigo de Cooke. Claro, era un intelectual, un intelectual al que por ejemplo, Perón —en la obra— le dice: Sí, pero el enemigo también juega, porque en el General se unificaba el intelectual, el político, el pragmático, el teórico, el que veía más allá y se podía equivocar, como cualquiera, pero que tenía ese manejo de la realidad y de los hombres metidos en política.
—Cooke era el otro lado del peronismo tenebroso.
—Yo me acuerdo de que el planteo de Cooke era huelga general por tiempo indeterminado, avión negro y usted, General, está acá… ¿Cuántos años pasaron de eso? Y Perón le dice: Mire, Cooke, para nosotros, que estamos decididos a llevar el conjunto del pueblo al poder otra vez, no hay mayor peligro que el espíritu revolucionario de la pequeño-burguesía. Esto es muy fino, porque el drama que tiene el peronismo en una segunda etapa, la del regreso, es que tiene que absorber, no a los hijos del obrero peronista sino a los hijos de la clase media, lo cual fue un verdadero drama. Ese espíritu revolucionario del que se habla en la pieza era forzar las condiciones.
¿Qué quiero decir? Que Perón era un realista, no un romántico. Ahí tenemos, por un lado, a un hombre lúcido que veía las cosas como las ve un intelectual; y frente a él, un político, un hombre realista, que le estaba diciendo que el enemigo también jugaba. Y vaya si jugó. Y todavía sigue jugando: la locomotora sigue dando marcha atrás y se ve que del ‘55 a esta parte siguió jugando, con distintos protagonistas, hasta llegar a lo que hemos llegado.
—La pieza dura poco más de una hora.
—Es esa hora o esa hora y media en la que Perón elucubra y replantea situaciones, a miles de kilómetros de distancia, con un hombre que le era fiel y le fue fiel toda su vida (Cooke). Haciendo de peón en el tablero de una política argentina que estaba ejercida por lo que él llamaba la fuerza, el derecho de las bestias. Perón los llamaba brutos, nunca menos. Es una estancia interesante de un Perón que todavía no ve bien por dónde, pero ya está buscando, y que ya se plantea críticamente algunos errores… Por eso dice —en algún momento— que la madre de todos los fracasos es la improvisación. Entonces se larga a dar directivas para que se vayan coordinando las acciones que posiblemente provoquen el regreso, que él no lo ve inmediato.
—¿Y el formato para representar esta cuestión?
—Tiene alguna partecita en verso, pero la forma en que yo trabajo es la mezcla; tiene partes que saqué de la correspondencia, otras son inventos. Pero insisto: no está la estatua de Perón sino que busqué otra cosa… si tiene calor, se saca los pantalones y queda en calzoncillos, o se saca la camisa y queda en camiseta. Está solo en esa pieza, entre cuatro paredes, y siente la soledad, tiene la sensación de que le habla a nadie, de que las palabras rebotan en las paredes, y entonces se crea un interlocutor. Perón conversa, murmura, habla con ese compañero imaginario y la explica la situación argentina de entonces, y cuál sería el camino para salir del atolladero…
—…
—Claro, la pieza no es inocente, manda señales constantemente hacia el presente. Fíjate: estamos en 1956, y de repente hay un salto en el tiempo. Desde la platea, cuando va a terminar el monólogo, alguien grita: ¡fuera, usted ya fue!… Hasta ese momento estábamos en el ’56, y de pronto en el presente.
—¿En qué otros políticos piensa mientras escribe?
—En quiénes pienso, en realidad… Me interesa mucho lo que dice Ezequiel Martínez Estrada, que no era ningún peronista, sobre (Juan Manual de) Rosas, cuando parece que este hombre (por Martínez Estrada) había empezado a dar la vuelta y a ver las cosas desde otro ángulo, similar a lo que le pasó a (Juan Bautista) Alberdi, por afuera, claro está, de los fanatismos de la hora, de los apasionamientos: tenés un Alberdi y otro Alberdi, el que le da la razón a Rosas con el asunto de la Constitución… una Constitución unitaria que dice, explícitamente, que se adoptará un sistema federal, es la esquizofrenia total… todo esto es una continuidad. Volvamos. Martínez Estrada dice que hasta que no nos expliquemos la figura de Rosas, los argentinos no sabremos de dónde venimos, dónde estamos parados y hacia dónde vamos.
La Argentina —según Alberdi— es un país que no aguanta la verdad. Dice: No hay verdad que valga para los argentinos. No queremos la verdad. Es lo que decía Dantón: la verdad, la amarga verdad, no la queremos, la reprimimos, porque hay una gran mentira que crece como una bola de nieve desde 1810. A mí me la vendieron cuando era chico, en el colegio, estaban los buenos, los malos y así estamos. La verdad tiene claroscuros, no es buena o mala, no es folletinesca, es una mezcla; esa mezcla, los argentinos, no la queremos, no, preferimos civilización o barbarie. Alberdi (acaso la mente más lúcida que tuvo este país) decía que a Sarmiento —debajo del frac— se le veía el chiripá, ¡y si no, no hubiera podido escribir Facundo! Finalmente es chupado por ese personaje. Sarmiento escribe: Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, y mi pieza termina con la sombra de Perón mostrándose, quiere volver y no lo dejan, un poco como el padre de Hamlet, que se aparece, habla y no lo entienden; los que están en la platea —los que tienen el papel de opositores— esos sí le contestan: usted terminó.
—Entonces, el eje…
—El eje de la pieza podría ser ése: hasta que no nos expliquemos las figuras de Rosas, Yrigoyen y Perón (que exceden la cuestión de los partidos políticos), podríamos suscribir, calcado, lo que dice Martínez Estrada, porque ellos —cada uno a su manera— representan esa otra parte del pueblo que la historia liberal o neoliberal quiere ocultar. Es decir, en un momento, Perón grita: ¡Quieren una democracia sin pueblo!, y yo ésa la viví, los negros, los cabecitas, los negros soretes, etcétera.
—¿Y cómo se explica el retorno constante de la figura de Eva?
—Te decía, hay un revival que ahora se focaliza en la figura de Perón como autor de todos nuestros males, de todos; por ahí, se le reconoce la acción social… Y entonces se crea una figura como Eva, a quien creó Perón, a la que Perón le abrió las puertas de la historia, con la que Perón se casó siendo lo que decían que era, malquistándose con todos sus amigos, los que lo tenían como el niño mimado del Ejército; anda con una puta, decían, y es más: se casó con una puta. Había que tener unos cojones y una grandeza moral… Después me preguntan por el renunciamiento. Y ya en el momento en que Evita dice Fanática, para mí una sola clase, los obreros, bueno, ahí cagamos, porque el experimento era una conciliación de clases. Pero eso lo dice en La razón de mi vida, y Eva Perón en la hoguera es una reescritura de La razón… en un lenguaje medio inverosímil, todo troquelado, todo roto, todo puntuado, como pulverizado, y sin embargo se arma, y se arma al final, como me gustan a mí las cosas. Pero hay que decirlo: Eva —si no fuera por Perón— hubiera quedado como una santa que repartía máquinas de coser; lo que pasó es que esa mujer tuvo poder político y eso fue gracias a Perón. Yo veo que ahora se rasgan las vestiduras, no quiero hacer nombres, pero Alan Parker hizo lo que hizo y ya sabían lo que iba a hacer. Yo no la voy a ver porque ahí nomás muero de un infarto.
—¿Y para el final?
—Una preguntita: ¿quién está haciendo el arte hoy? Los empresarios, una vieja de mierda que no sabe nada de nada y la tenemos en la pirámide, rodeada de todos los mediocritos que están ahí, qué se yo, porque están ganándose el pan y dando mil dólares, dos mil por allá… ¿Vos sabés lo que sería el Fondo Nacional de las Artes con la guita que entra? Para salirme del circuito, yo mismo no tentarme y agachar la cabeza… Mirá, vamos a hacer un reportaje y después sale cualquier cosa. A los periodistas hay que tratarlos, como decía el Colorado (Jorge Abelardo) Ramos, con amianto, con guantes de amianto, y efectivamente después ponen lo que quieren, te hacen la truchada, no hay que darles pelota con los reportajes. El periodismo es un poder, hace rato que es el primer poder… y entonces la gente actúa con miedo, ¿cómo no les voy a dar un reportaje? Yo soy un muerto poético, no aparezco más, no me publica nadie. Hoy el periodismo cultural es un desastre, acá los buenos no nos juntamos nunca, pero ellos sí que se juntan. Digo: lo mejor es el silencio. Uno de los males del arte argentino —y creo que del arte occidental— es el énfasis, un arte para conmover, para sacar de las casillas, para lograr sobre el que lo recibe una especie de catarsis. Se ha llegado al efectismo más burdo, películas donde la gente va a ver efectos especiales. El estilo que ha triunfado es tipo Sábato, ese énfasis… la vena hinchada.