Por Marcelo Wio, especial para Causa Popular.- Hace 60 años el terrorismo golpeaba a Japón. Lo hacía como no volvería a hacerlo jamás: 200.000 muertos, 19 mil toneladas de TNT, una planificación que daba fe de la capacidad organizativa de la banda terrorista. A las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, los relojes se pararon en la pequeña ciudad de Hiroshima. La moda actual hablaría de 6-A; los humanos con dos dedos de frente hablarían del horror, sin nomenclaturas imbéciles, simplistas, de mercado, que parecen vender – y es lo que hacen – un producto: el miedo.
Ese día, la organización terrorista más grande que existe (financiada por las empresas poderosas del planeta) comenzaba una carrera de odio que hoy encharca las risas, las palabras, la tolerancia.
Si hay que comenzar a buscar causas para tanta desesperación presente, hay que buscarla en tantas peligrosas prepotencia y estupidez pretéritas – aunque Latinoamérica ya conociera a este monstruo voraz, implacable. Arrancó allí la desmesura del que ya se sabía amo, del que se sentía dueño de la vida.
Los lacayos del halcón hablan de choque de civilizaciones: falsificaciones con las que explican la reacción que genera su acción, una coartada para su acción misma: algo así como “es el otro quien en realidad tiene ese rostro horrible que vemos cada mañana en el espejo”.
Hace 60 años, Kengo Futagawa cruzaba el puente de Kannon en su bicicleta, tal vez silbando, tal vez mirando el pasto contornearse suavemente con la brisa de la mañana; su reloj se detuvo, ya no quiso marcar más instantes.
Hace 60 años, una madre debía estar mirando, con esos ojos que sólo ellas pueden inventar, a su hijo estirando el sueño un poco más; una pareja de recién casados prolongando su despedida, no queriendo despegar sus besos; un perro acurrucándose para seguir a los pies de una escalera de madera, algo mojada por el rocío. Debía estar sucediendo lo que sucede en todos lados: la vida. Pero a las 8.15, sucedió la muerte, la aniquilación. El genocidio.
Seguirán los esbirros alimentando al miedo con miedo, amasando odio y festejando sus profecías autocumplidas.
No hay tal choque de civilizaciones: son los colmillos del capitalismo los que chocan entre bocado y bocado; es el mismo monstruo el que se muerde la cola y, cínico, pregunta quién fue.