En este número de Causa dedicamos una nota especial para recordar el sentido que tuvo alguna vez el 17 de noviembre. Es largamente conocida la capacidad que tiene el peronismo de contener esperanzas, realizaciones y fieros espantos.
1972-1975. En apenas tres años, un suspiro, el peronismo pasó de contener las ansias de transformación de toda una sociedad a colaborar generosamente para la consolidación de amplios consensos golpistas. De abrirse y nutrirse de lo mejor (y parte de lo peor) de la sociedad mediante una capacidad de representación y movilización transformadora que hoy parece remota, se encerró, achicó, enloqueció y degradó hasta estallar en el carnaval violento del ’75.
San Vicente y Rovira recuerdan al ’75 antes que al ’72: una cultura política de pocos y expulsiva. El grito “Ni yanquis ni marxistas” resucitado de ultratumba en la CGT y entonado por ese síntoma llamado Tula, no sólo muestra qué insidiosos genes “habían quedado” en eso que una vez fue un movimiento y quedó inmóvil.
Interroga la dificultad de abrir, enriquecer y fortalecer un proyecto de cambio mediante construcciones sociales concretas, activas, y no solamente mediante números virtuales -los de las encuestas- de “ciudadanos” fantasma o de armados fugaces con fantasmones lastimosos.
Sí, cuando se impulsan determinados cambios la gobernabilidad siempre amenazada exige de ciertos armados. Contra la tentación de que esa necesidad se convierta en inercia confortable, hay mucho espacio todavía -crecimiento económico, mayor inclusión, políticas activas, otro modo de parase en la región, un Estado que ha vuelto para hacerse respetar- para demostrar que se puede renovar la misma audacia que permitió ganar en potencia política, apelando a los nuevos actores y demandas de hoy, y no a las macanas del ’75.