Hay quienes dicen que el estreno de un documental provocó que la Fuerza Aérea perdiera el control del transporte aerocomercial a favor de la secretaría de Transporte.
También es probable que el presidente Kirchner haya aprovechado el impacto que ese film provocó en la opinión pública para tomar una medida que, en otro momento, hubiera sido interpretada como una venganza personal contra las fuerzas armadas.
Es difícil creer que un éxito de taquilla en el cine Tita Merello sea razón suficiente como para cambiar una política de Estado, pero los noticieros lo interpretaron de ese modo.
De ser cierto, más que una revalorización del rol del séptimo arte en la conducción del Estado, deberíamos reflexionar sobre el cholulismo de los funcionarios, o en todo caso, sobre el nexo insuperable entre cretinismo y política.
Sin embargo, hay razones para creer que la circunstancia fue aprovechada por el gobierno para aplicar el bisturí en un área sobre la que caían sospechas históricas, mezcla de incompetencia, inseguridad, corrupción y negocios sucios disfrazados de patriotismo o geopolítica.
Pero su traspaso a la órbita del secretario Jaime no contribuye a despejar las dudas sino a acrecentarlas.
Inseguridad
Cuando la vida humana vale poco y nada, todo es inseguridad, mucho más que secuestros extorsivos y delitos contra la propiedad, como insiste el reduccionismo del señor Blumberg, quien ve al país a través del cristal de su drama personal.
La crónica diaria da cuenta de múltiples accidentes en el ámbito ferroviario y en las rutas, sumado a un incumplimiento generalizado del Código de Tránsito. Las estadísticas informan casi 30 víctimas diarias.
Por ser la primera causa de muerte en el país, es un componente fundamental de la inseguridad que padecemos todos, mostrando otra de las facetas que tiene la desaparición del Estado en los controles.
Luego de que se desplomara el ascensor en un colegio de la calle Armenia, los opinadores se mostraron sorprendidos por la falta de controles estatales cuando eso no es cierto: la perversión del sistema consiste en que hay controles, pero han sido privatizados.
Sucede con los ascensores, pero también con la habilitación de locales bailables, o con la tenencia de armas, para citar sólo aquello que ha sido noticia últimamente.
Fue necesario que ocurriera el incendio de República Cromañón para que la opinión pública comenzara a advertir hasta dónde había llegado ese retiro, y las consecuencias que podía tener sobre la vida de todos nosotros.
Sin embargo, lo peor todavía está por verse, porque no es mucho lo que se ha avanzado para invertir esa tendencia.
La Argentina parece marchar espasmódicamente, sin que importen mucho las voces que alertan sobre los problemas que nos aquejan, y se actúa recién cuando se dejan ver sus consecuencias, o quizás por el efecto que éstas tienen en lo mediático.
Es que nos estamos acostumbrando a invisibilizar las que no parecen tener una solución rápida y de ocasión.
Sucedió con la anulación de la concesión de aguas corrientes al grupo Suez, luego de que se constatara que la gente era envenenada con nitritos y nitratos.
Sucedió también, como ya se dijo, luego del incendio en Plaza Once, cuando se advirtió que a pesar de existir reparticiones teóricamente encargadas de vigilar las actividades peligrosas, este control no se ejercía por incompetencia y también porque las normas autorizaban a eternizar esa incompetencia mediante su privatización, en este caso, en manos de profesionales capacitados para ocultar todo lo que la ley no permite.
Sucedió con la contaminación del sistema Riachuelo-La Matanza, que había sido una leyenda del folklore urbano hasta las puebladas de Gualeguaychú.
Ahora se descubre que los choferes de micros de larga distancia, víctimas de la flexibilización laboral, no duermen lo suficiente y se mantienen despiertos a base de medicamentos. O que los coches de doble piso son inestables.
En este sentido, parece razonable la postura de los padres del chico Marsenac, asesinado por un desequilibrado en la avenida Cabildo, que lejos de plegarse a las lamentaciones con velitas encendidas, han promovido juicios al Estado por el trabucamiento de los controles que debe aplicar el Renar (Registro Nacional de Armas) sobre la tenencia y portación de armas de fuego, cedidos a la cámara empresaria que agrupa a las armerías.
La quintita aérea
La denuncia del ex plioto y actual cineasta Piñeyro sobre la precaria situación de los vuelos comerciales, como los accidentes de tránsito, forman parte de un mismo continuo, el de la quiebra, feudalización y posterior desaparición del Estado en su papel rector de la vida de los argentinos.
Es interesante, sin embargo, como alerta frente a quienes aman las recetas reduccionistas.
No puede decirse que no haya control estatal en el caso de la aviación. Lo hay, pero es un simulacro. Son los intereses de las empresas los que gobiernan a los funcionarios aeronáuticos.
La Fuerza Aérea fue creada como tercer brazo del poder militar del Estado durante el primer gobierno peronista. Desde entonces, la vigilancia del espacio aéreo fue su responsabilidad mientras la aviación civil quedaba en el área de transportes.
Dentro de la lógica de país ocupado que ejercieron las dictaduras militares, en 1966, el gobierno de Onganía le otorgó a la Fuerza Aérea el control de la actividad aerocomercial.
Desde entonces, el Comando de Regiones Aéreas se convirtió, para los brigadieres, en el destino más apreciado y una antesala segura a la conducción de la aeronáutica.
Responsable de los aeropuertos, directamente conectado con la Aduana y con las compañías de aviación, abría un cúmulo de posibilidades que empresarios exitosos, traficantes o funcionarios inescrupulosos, descubrirían a su debido tiempo. Los brigadieres tuvieron las mejores oportunidades para corromperse participando en ambos lados del mostrador, y no las desaprovecharon.
Hubo una época, por ejemplo, en la que la jefatura de Inteligencia de la Fuerza Aérea era una dependencia de las empresas de Alfredo Yabrán. Aunque su imperio pareció disolverse en el aire luego de su muerte, nunca se hizo ninguna referencia al alcance de esa influencia.
Reflotemos algunos casos olvidados: el brigadier Laporta, implicado en la dudosa muerte de su par Echegoyen, fue uno de los tantos que saltaron de la titularidad de Inteligencia al directorio de Edcadassa, propiedad de Yabrán.
Lo mismo sucedió con Juliá, que fuera nombrado comandante por Menem, y la lista continúa.
El vocero de Yabrán, en ese entonces, era Wenceslao Bunge, un egresado de Harvard que había sido representante del gigante norteamericano McDonell-Douglas que vendía aviones militares a la Fuerza Aérea y aparatos de transporte de pasajeros a Aerolíneas Argentinas y Lade.
Bunge integró el directorio de SMC Sociedad Anónima cuya finalidad es la “importación y exportación de frutos del país y de bienes que ensamble la industria metalúrgica” con Guillermo Suárez Mason, Ramón Camps y Víctor Hugo Alderete como socios.
Que el comodoro Guerrero, piloto en Malvinas y luego especializado en misiles en el MIT, hubiera gozado de la protección de Alfredo Yabrán, quien financió su viaje a Boston, es un indicio de la inextricable simbiosis entre defensa de la soberanía, geopolítica y negocios que imperaba en el arma.
Aerolíneas Argentinas, la vieja empresa estatal, se había convertido en una agencia de viajes de lujo para los brigadieres. Víctima de un déficit crónico, fue presa fácil de los privatizadores, cuando lo sensato habría sido sanearla.
La construcción del misil Cóndor, y la creación de empresas de transporte aéreo que participaban en el lucrativo tráfico internacional de armas, fueron otras de las oportunidades que se abrieron para los mandamases de la Fuerza Aérea.
En cuanto al Cóndor -desactivado por Menem, aunque algunos dicen que no del todo-, debe recordarse que los brigadieres crearon una decena de empresas fantasma en el cantón suizo de Zug para abastecerse de las partes más sensibles del misil.
Interbaires, Intercargo y Edcadassa (servicios de rampa, free shop y depósitos fiscales), empresas que primero pertenecieron a Yabrán, y luego pasaron al Exell Group y al CEI-Citicorp, eran otros de los destinos de los brigadieres. Por investigar uno de esos depósitos fiscales (eufemismo para encubrir la privatización aduanera) fue asesinado el subcomisario Gutiérrez, y muchos dicen que la muerte de Echegoyen no fue ajena a esos negocios.
A fines de los 80 se detectó que la empresa Lade (Líneas Aéreas del Estado), dependiente de la aeronáutica militar, no era sino una tapadera de contrabando sistemático. Nadie fue preso por ello.
Con los afanes de los brigadieres puestos en un lugar muy alejado de los controles, no es casual que se estrellaran dos aviones en los últimos años, por una suma de incompetencias que señala la responsabilidad del Comando de Regiones Aéreas en ambos accidentes.
En tiempos de Menem, los brigadieres pudieron impedir que la política privatizadora les “soplara” los servicios de rampa y custodia de Ezeiza, por donde pasa el grueso del tráfico aéreo, y dejaron que la Gendarmería se encargara del resto de los aeropuertos del país, donde el retorno es más reducido.
El ariete era la Policía Aeronáutica (PAN) que el actual Gobierno desarmó luego de un escándalo similar al que ahora nos ocupa.
La herencia maldita de los radares
En la película de Enrique Piñeyro (médico y ex piloto de Lapa, que dirigió Whisky Romeo Zulú, las siglas WRZ del Boeing 737 estrellado en la Costanera, y que pudo hacer volar una cercana estación de servicio habilitada, para llamarlo de algún modo, por la Prefectura y no por la municipalidad de Buenos Aires) el viejo radar de Ezeiza se apaga continuamente, dejando ciegos a los controladores de la torre de Aeroparque mientras una docena de aparatos intentan aterrizar, todos al mismo tiempo.
Es para poner los pelos de punta.
Al salir de los tribunales de Comodoro Py, donde concurrió a ampliar una denuncia de oficio presentada por un fiscal, Piñeyro aprobó la drástica medida adoptada por la ministra Nilda Garré pero advirtió que ahora se iniciaba una etapa de modernización que requeriría “fuertes inversiones externas”.
Con ser cierto que el viejo radar de Ezeiza debe ser jubilado, y que su estado contribuye a crear una fuerte situación de inseguridad no sólo para los pasajeros sino para cualquier vecino que pueda sufrir imprevistamente el aterrizaje de un avión en su living, Piñeyro soslayó que INVAP (una acreditada empresa de capitales nacionales y estatales) trabaja a todo vapor para modernizar el sistema de vigilancia electrónica en todo el territorio del país.
Eso, luego que fracasara -por impugnaciones cruzadas- el sospechoso llamado a licitación para la compra de once radares, efectuado en la década pasada, y en el que participaron todos los pesos pesado del mundo en industria aeronáutica: la francesa Thomson, las norteamericanas Northrop, Grummann, Westinghouse y Raytheon, la alemana Siemens, y la italiana Marconi.
No sospechoso, sino más que sospechoso, y en más de un sentido. Dando como un hecho cierto que circularon las habituales coimas, y que algunas de ellas se filtraron en los mandos de la Fuerza Aérea además del área presidencial (el ministro que conducía la licitación era el multifuncionario Jorge Domínguez, y hubo abiertas peleas entre comodoros y brigadieres que “reportaban” a una u otra empresa), los once nuevos equipos que se quería adquirir permitían un razonable margen de seguridad a la actividad aerocomercial, pero, sobre todo, eran aptos para controlar los vuelos irregulares de pequeños aparatos que ingresan al espacio argentino desde la zona de producción de cocaína.
Como lo licitación era chapucera incluso para el menemismo, las empresas se presentaron ante la justicia pidiendo la anulación de la licitación, lo que logró paralizar el proyecto.
En otras palabras, hoy en día, esos aviones de pequeño porte van y vienen por el espacio aéreo nacional sin ningún control efectivo.
En este sentido, la denuncia de Piñeyro, además de mostrar una realidad objetiva que los usuarios de vuelos aéreos preferirían no conocer, ha caído muy bien entre el gobierno norteamericano y las empresas fabricantes de radares o sus componentes.
Como decíamos más arriba, había control estatal sobre la aviación privada, pero era un simulacro, porque los intereses de las empresas gobernaban a los funcionarios aeronáuticos.
Luego, la receta no se convierte en mágica sólo porque se la invoque.
En el largo proceso de privatización, decadencia y desguace, las reparticiones estatales continuaron su vida vegetal, aunque ahora sin funciones específicas, o peor, sirviendo a distintos intereses privados.
Desde el ministro que trabajaba para un grupo económico hasta el ordenanza que conseguía pasajes robados de la Cámara de Diputados a mitad de precio.
Desde el brigadier que dejaba pasar containers provenientes de Colombia, hasta el cabo de la policía aeronáutica que protegía a una mafia de taxistas.
Y eso es lo que se debe cambiar.