De carne somos

Por José Sbattella, especial para Causa Popular.- A pesar de los años de bombardeo naturista sobre las bondades de la comida vegetariana, la insistencia médica sobre los efectos nefastos de la ingesta de carnes rojas sobre el colesterol, o la prédica de cierta vertiente psicológica que asocia la agresividad de las personas a su consumo, los argentinos seguimos teniendo el bife de chorizo como un icono gastronómico y el asado dominguero como una condición de humanidad.

Los 64 Kg. anuales que consumimos per cápita, si bien bajaron respecto a otras épocas, (¡llegamos a consumir algo más de 80 Kg!), han sido una restricción que limitó la expansión de las exportaciones de los ganaderos y frigoríficos argentinos.

También hay que reconocer que en épocas de vacas flacas para el sector, especialmente cuando el peso estaba sobrevaluado, o la aftosa limitaba el acceso a los mercados, fue el apetito de los argentinos el que mantuvo a flote las ganancias.

La diferencia con el resto de los países latinoamericanos es que el cobre chileno, el estaño y ahora el gas boliviano, el petróleo brasileño, ecuatoriano o mejicano, no se comen.

El dilema argentino fue, desde la inserción como proveedor de cereales y carne de Inglaterra en el siglo XIX comer o exportar. Así se generó una dirigencia ligada a los intereses del campo que renegó de la industria, porque ésta generaba obreros con poder adquisitivo, que después querían comer…¡¡más carne!! Y le limitaban los saldos exportables.

En el análisis del sector (*) se observa que el stock ganadero se mantuvo estable en los últimos cuarenta años, y nos comemos alrededor de 12 a 13 millones de vacas por año, es decir una por cada tres personas.

Lo interesante es que cada vez que exportar fue negocio, aparecen los teóricos de la restricción al consumo y surgen inmediatamente, las vedas o el impulso a subir los precios internos al nivel del dólar.

Nuevamente en un contexto de un tipo de cambio competitivo, unido a un mercado externo en expansión, aparece la vieja contradicción entre el consumo interno o la exportación.
De acuerdo al esquema de “economía de mercado” el racionamiento debería generarse por la suba de los precios, esquema que garantiza “naturalmente“ que la demanda solvente será la satisfecha, es decir, el quintil más rico de la población y los consumidores internacionales.

Es esta lógica la que explica que el sector no esté de acuerdo con las retenciones, la limitación a la suba de precios y con la reciente medida de limitar las exportaciones de carne, ya que en ese caso las peleas por el mantenimiento de las tasas de ganancias se traslada al interior de la cadena de valor.

Siempre que hubo devaluación se produjeron tensiones que estabilizaron la economía argentina con una situación social peor que la anterior para los asalariados y sectores populares: la suba de los precios internos bajaba el salario real, disminuía el consumo interno, aumentaban los saldos exportables y se recuperaba la balanza comercial.

El esfuerzo que hace el gobierno vía los acuerdos de precios, intenta romper un viejo sortilegio de la economía nacional, que implicaría la posibilidad, en el mediano plazo, de que después de una devaluación, aumente la actividad económica y mejore el salario real de los trabajadores.

Es aquí donde conviene repasar las teorías de la inflación, donde queda claro que no existen las condiciones teóricas que plantean los economistas neoliberales para recetar el “ajuste” a fin de frenar la demanda.

No sólo porque estamos en un escenario distinto al que se plantea en los modelos teóricos de la economía neoclásica, sino también porque los objetivos de la sociedad después de la crisis de 2001 incluyen la perspectiva del pleno empleo a mediano plazo y una redistribución del ingreso en favor de los asalariados, con más de cuarenta años de pérdida en la participación del ingreso nacional.

Es esa expectativa social la que desata el conflicto en Santa Cruz, donde aparece como una de las reivindicaciones el aumento del mínimo no imponible de ganancias de los trabajadores petroleros del sur.

Si bien este tema ya estaba planteado para resolver estos meses por el poder ejecutivo, lo que salta a la vista es la urgencia que va tomando la necesidad de encarar el desmantelamiento de la estructura tributaria regresiva vigente, pues queda cada vez más evidente que en un marco de expansión económica y acumulación de ganancias en pocas manos debido a la concentración económica heredada, la única manera institucional que existe es invertir la pirámide fiscal.

Las dudas sobre la posibilidad de tomar un camino alternativo a los modelos y políticas impulsados en los noventa, nuestro país las está resolviendo en la práctica, y muchas de las perspectivas de cambio se abortan por la falta de convicción explicitada, no solamente en la voluntad política, sino también en la falta de teorías alternativas que expliquen por qué las transgresiones realizadas en el proceso de salida de la convertibilidad fueron acertadas.

Esas transgresiones son las que han posibilitado que renacieran actividades estratégicas en la generación de empleo y se redujeran los márgenes de capacidad ociosa y apareciera en el horizonte la vieja imagen de la Argentina del pleno empleo como un objetivo posible.

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(*) Ver el Estudio 1 del Informe IEFE 137 “Inflación y acuerdos de Precios. Teorías y evidencias empíricas de la post convertibilidad”.

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