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Derechos humanos: el laboratorio del doctor Milei

Tres hechos recientes exponen un mismo clima de época: negacionismo, impunidad y represión como política de Estado. Por Ricardo Ragendorfer

He aquí tres hechos recientes, anudados en última instancia por un denominador común: el clima de época. A saber: la entronización en el Ministerio de Defensa del teniente general (en actividad) Carlos Presti; la excarcelación que acaba de beneficiar al represor (condenado a perpetuidad) Eduardo Kalinec, y las bromas radiales de la diputada Lilia Lemoine sobre los vuelos de la muerte.

El primero es primogénito del teniente coronel Roque Presti, quien murió procesado por 44 desapariciones durante la última dictadura, sin que él, desde su ingreso al Gabinete, dijera una sola palabra al respecto. Total normalidad.  

El segundo es un médico que actuó como tal en los centros clandestinos de exterminio. Su función era controlar el ritmo cardíaco de los cautivos durante la tortura. Y en sus estallidos de ofuscación solía dar puñetazos en el vientre a las embarazadas, entre otras bestialidades.   

La tercera es, simplemente, una imbécil. 

Lo notable es que, con semejantes pinceladas, el régimen libertario quiera concluir el debate sobre el terrorismo de Estado que se aplicó entre 1976 y 1983. 

Pero vayamos por partes.   

El cuchillo sobre la cabeza

El 10 de diciembre fue el Día Internacional de los Derechos Humanos. Y en la Argentina, tal efeméride estuvo atravesada por una maniobra que busca sentar en el banquillo de los acusados a militantes de la década del ’70.

Ese miércoles hubo una audiencia en la Cámara Federal de Casación para analizar si debe reabrirse la causa por un operativo montonero ocurrido en 1976: la voladura del comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF), el brazo “antisubversivo” de la Policía Federal, en cuya sede –dicho sea de paso– funcionaba un “chupadero”. 

¿Acaso ese fue el primer peldaño del plan en cuestión?            

En realidad, hace meses que el asunto se calienta a fuego lento.

Tanto es así que, el 15 de abril, el ya renunciado titular de la Subsecretaría de Derechos humanos, Alberto Baños, firmó una resolución en la que considera las acciones guerrilleras del pasado como crímenes de lesa humanidad.

Un gran paso en la denominada “batalla cultural”. 

Tal vez en la Casa Rosada crean que solo bastaría un DNU –posiblemente ya escrito en algún borrador– para liquidar de un plumazo la memoria colectiva, aún a riesgo de conseguir un efecto diametralmente opuesto.

“En la historia de la humanidad –supo decir Borges– no hay más que tres o cuatro metáforas”. Y, quizás, estemos en presencia de una en particular. 

En este punto no está de más evocar la película alemana Messer im Kopf (El cuchillo sobre la cabeza), dirigida en 1978 por el director alemán Reinhard Hauff, sobre una novela de Peter Schneider, quien también escribió el guión.

Su argumento gira en torno a un científico dedicado a la genética, quien va a una manifestación de la izquierda radical sin otro propósito que buscar a su mujer. En tales circunstancias, es herido en la cabeza por una bala de goma durante la represión policial. Y despierta en una sala de terapia intensiva con amnesia. El tipo no tiene la menor idea de quién es. Sus recuerdos son una hoja en blanco. Mientras tanto, la policía pretende mantenerlo bajo arresto y los organizadores de la marcha exigen su liberación. Pues bien, él descubre que la única forma de recuperar la memoria radica en hallar al policía que le disparó,  puesto que en ese encuentro se produciría lo que los alemanes denominan “ein kritischen Punkt” (“un punto crítico”). El film concluye con esos dos hombres frente a frente.

En determinado momento, hay un flashback que ubica al protagonista en su laboratorio, frente a un ventanal, antes de partir al sitio del hecho, y dice: “Si fuera americano dispararía a través del vidrio”.

En aquellas ocho palabras está depositada la clave de la película, pero su significado no es fácil de comprender. 

Hace unos años, durante una conversación con el autor de este artículo,  Schneider explicó el asunto: “Aquella frase no es mía; la tomé de la película Taxi Driver. Y quiere decir: cuando los americanos sienten miedo disparan a través del vidrio; en cambio, los alemanes perdemos la memoria”.

¿Acaso los argentinos también?

El happening del garrote

Ahora, para colmo, el personaje de esta película remite a la figura del fotógrafo Pablo Grillo, en cuya frente hizo blanco —justamente en una manifestación— el impacto de un cartucho lacrimógeno tirado por un gendarme con una escopeta lanza-gases. Eso le provocó una fractura expuesta de cráneo. Y aún continúa en recuperación, con pronóstico reservado.

Es que, junto al revisionismo negacionista de las actuales autoridades con respecto a los crímenes perpetrados durante la dictadura, se suman en el presente sus propias violaciones a los derechos humanos. 

En tal sentido, es necesario retroceder al 12 de junio de 2024, cuando las fuerzas federales —por orden de Patricia Bullrich— aplicaron en la Plaza de los dos Congresos su novedoso paradigma represivo, el “Protocolo Antipiquetes”, contra la movilización popular para repudiar la Ley Bases tratada en el Senado.

No era, claro, la primera vez que Bullrich militarizaba la CABA con más de 1.500 mastines antropomorfos. Ni que estuvieran asistidos por una task force de agentes encubiertos con la misión de causar acciones vandálicas, seguidas por una cacería “al voleo” de manifestantes, en medio de carros hidrantes, tiros con postas de goma, gases lacrimógenos y bastonazos.   

Pero en ese miércoles fue el debut de la judicialización del asunto bajo la siempre útil figura del “terrorismo”, una consigna acatada a pies juntillas por el fiscal federal Carlos Stornelli, quien imputó a 33 personas por 15 delitos, que incluyen los de “sedición”, “atentado al orden constitucional”, “incitación a la violencia en contra de las instituciones”, “uso de explosivos” e “imposición de sus ideas por la fuerza”. A su vez, no vaciló en pedir la prisión preventiva para todos, ordenando su traslado a cárceles federales (también bajo la órbita de Bullrich), donde fueron torturados y humillados por el personal penitenciario.

Así fue el intento del régimen por tener sus propios presos políticos. Sí, intento. Porque, luego, los jueces fueron liberando a todos los detenidos con una visión de futuro: evitar ser sometidos a procesos penales una vez que declinara la buena estrella del gobierno de La Libertad Avanza (LLA). Nada es eterno. 

No obstante, este happening del garrote se repetiría, con una aterradora puntualidad, todos los miércoles. 

Según una estadística de la Comisión Provincial de la Memoria (CPM), el “Protocolo Antipiquetes” ya dejó nada menos que 2.500 heridos y contusos.

Pero hay algo que torna este contexto aún más ominoso: su naturalización por parte de la prensa hegemónica y de un vasto sector del espíritu público.

¿Acaso esta es la (tardía) etapa civil de la última dictadura?

De ser así, no tiene la configuración ni las metas represivas del “Proceso”, cuyo horizonte metodológico requería grupos de tareas clandestinos, secuestros sistematizados, campos de concentración y ejecuciones sumarias, incluidos los vuelos de la muerte que tanta gracia le causan a Lemoine. 

Los esbirros de LLA son más simplotes. No tienen enemigos ni víctimas identificadas a través de confesiones obtenidas bajo tortura. Porque lo suyo no pasa –en un plano visible– de la represión callejera. Pero, ¡eso sí! con vía libre para toda clase de salvajadas. 

¿Acaso eso los hace menos criminales?

De ningún modo. Dado que –en un plano no visible– el régimen asesina sin necesidad de mancharse las manos con sangre. 

De hecho, el 4 de agosto pasado, el propio Javier Milei lo confesó durante un acto de la Fundación Faro al incurrir en un lapsus no debidamente valorado: “Si la gente no llegara a fin de mes, las calles estarían llenas de cadáveres”.

Quiso el destino que, días después, el Registro Unificado de Violencias (RUF) revelara que en Argentina, entre enero y julio de 2025, hubo 63 muertes de personas en situación de calle a raíz de la vulnerabilidad y el hambre.  

Por lo pronto, los recientes suicidios de cuatro integrantes de las Fuerzas Armadas asfixiados por sus bajos salarios no son un dato menor. 

¿Y los jubilados que fallecen entre la disyuntiva de alimentarse o adquirir medicamentos? ¿Y los discapacitados que mueren por las trabas terapéuticas que se les impone? ¿Y las vidas fulminadas por la pérdida del empleo?

La lista de víctimas del “déficit cero” es extensa y difícil de contabilizar. La pregunta es: ¿aún son menos o ya más de 30 mil?  Habría que saberlo. 

Ocurre que, a diferencia de los genocidios clásicos, este régimen, en vez de matar, deja morir sin miramientos ni compasión. En otras palabras, ejerce lo que se podría denominar: “el control de la mortalidad”. 

Tal es la tesis de la politóloga Pilar Calveiro, en su último libro, titulado precisamente De matar a dejar morir.

Esta sería una nueva forma de aniquilación masiva, de la que Argentina es, al mismo tiempo, su laboratorio y vanguardia internacional.

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