Parece que estaba muy cargado, demasiado cargado. El manual del fabricante especificaba bien hasta cuántos kilos se podía transportar, y estaban un poco pasados de eso. Tanto que al salir de la escala realizada en Paraguay estalló uno de los neumáticos mientras intentaban encender el cuarto motor que fallaba. Al final lograron aterrizar en destino. Después de tantas peripecias, donde no faltaron curiosos interesados en conocer el contenido de la carga, el avión C-130 de la Fuerza Aérea Venezolana llegó a la base de El Palomar, en el conurbano bonaerense. Estamos en 1982, en plena Guerra de Malvinas.
En otra escena vemos a un elegante señor de alcurnia que estudia las ideas del jurista Carlos Calvo, otro argentino. Sostiene Calvo que las demandas realizadas por extranjeros —o compañías extranjeras— deben ceñirse a los procedimientos jurídicos locales y aceptar los fallos, sin apelar al poder del país de origen. La teoría databa de 1863 y establece la primacía del derecho nacional sobre la prórroga de jurisdicción. Algo que quizás es de actualidad (incluso hoy). Como sea, las flotas de Alemania, Italia y el Reino Unido y otros buitres bloqueaban puertos y costas venezolanas, en aras de conseguir por la fuerza lo que no habían podido por las finanzas. Estamos en 1902, y el presidente venezolano Cipriano Castro —un Aureliano Buendía de los llanos— no reconocía las deudas de los predecesores, ni tampoco las ambiciones de extranjeros en pedir resarcimientos por las pérdidas provocadas a causa de las guerras civiles. La violencia de los invasores quedó plasmada en la frase de Castro: “¡La planta insolente del Extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria!”. Ya empapado en las ideas de Carlos Calvo, desde el sur responde Luis María Drago, ministro de Relaciones Exteriores durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca. “La deuda pública”, afirmó, “no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas”. La Argentina “civilizada” de la generación del ochenta salía al ruedo internacional en cerrada defensa de la “bárbara” Venezuela. Escuchamos “Alma llanera”. Leemos Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri: “¡Y tambor y tambor y el agua que chorreaba!”.
Y no es que Luis Herrera Campins, el muy socialcristiano presidente electo de Venezuela por entonces, tuviera algo que ver, de lejos o de cerca, con Leopoldo Galtieri, un dictador criminal. En efecto, por entonces nuestro país era además el sicario de los Estados Unidos en la comisión de crímenes tales como el apoyo del golpe de Estado en Bolivia en 1980; exportaba torturadores para asistir a la “guerra sucia” que el imperio libraba en Guatemala, Honduras y El Salvador, expertos masacrantes en la contienda contra los pueblos de Nuestra América.
Pero allí estaba el C-130. Parece que descargaron radares para navegación aérea, municiones y tanques de combustible compatibles con los cazas Mirage III argentinos, de mucha utilidad para agrandar las posibilidades de atacar a la flota británica gracias a una mayor autonomía de vuelo. ¿Por qué una democracia como Venezuela ayudaba a una dictadura como la de Argentina? Porque los venezolanos consideraron que más allá de los gobiernos de cada país existen dos naciones hermanas, que alumbraron a ambos Libertadores. Cuando Venezuela estuvo sola contra todos en 1902, la Argentina habló por ellos por la boca del ministro Drago, que estableció jurisprudencia y fijó doctrina en defensa de las soberanías nacionales. Ochenta años después, la ayuda de Caracas, así como la diplomacia que desplegó entonces, fue en defensa de la posición argentina, tanto que cancelaron compras de material bélico británico. Margaret Thatcher no era muy popular por los llanos, al declarar que si no se castigaba a la Argentina, entonces Guatemala recuperaría Belice y Venezuela el Esequibo. Resabios coloniales aún pendientes.
Las cosas terminaron como sabemos. En esa perspectiva, cómo no recordar al Perú del presidente electo Fernando Belaúnde Terry, que no solo envió suministros, también personal, sino que también aviones caza Mirage, al parecer vendidos a un precio simbólico, para enfrentar a la flota pirata en el Atlántico Sur. “El Perú está listo para apoyar a la Argentina con todos los recursos que necesite”. El también peruano Pérez de Cuéllar, a la sazón secretario general de las Naciones Unidas, encabezó propuestas diplomáticas que resguardaban los intereses argentinos, en particular poner a las Islas Malvinas bajo jurisdicción de la ONU, lo que al menos ya sacaba a los británicos de un territorio que no les perteneció nunca. Y que, por supuesto, era mejor que la derrota que sufrimos. Pero las cosas terminaron como sabemos. Lo que no se sabe mucho es que cuando tomó posesión de la presidencia del Perú, el conservador Belaúnde Terry juró primero por José de San Martín. Un ejemplo a seguir.
De allí que la venta de armas argentinas a Quito haya sido considerada como una traición por los peruanos —con toda razón—, ya que no solo iba en contra del estatuto de garante de la paz que ejercía Buenos Aires en virtud del tratado de 1942, sino que significó asestar una puñalada por la espalda a quienes más nos ayudaron en la Guerra de Malvinas. Ese hecho infame ocurrió en 1995, cometido por el gobierno de Carlos Menem, tan adorado hoy por el régimen de Milei. Fue un episodio más de la decadencia nacional, cuando esa administración obró como testaferro de Estados Unidos no solo con el mencionado envío de armamento, sino también con la participación en la Guerra del Golfo, así como el tráfico de la misma naturaleza destinado a Croacia o a Bosnia, por encargo del imperio norteamericano y a nuestra cuenta. Para borrar las huellas se voló la ciudad de Río Tercero para justificar el vaciamiento de los arsenales propios. Washington siempre paga traidores.
Por eso sostenemos que los neoliberales de ayer, devenidos libertarios en la actualidad, llevan la traición en las entrañas, tanto como los más oscuros nubarrones están cargados de tempestad. Estamos en 2025, cuando Milei ejerce la ignorancia de la historia, desconoce los intereses nacionales superiores y permanentes, lo que lleva sin escalas al oprobio. Lo vimos en la reciente reunión del Mercosur, cuando apoya a una cierta señora Machado que, ataviada con novel cucarda, reclama bombardeo e invasión extranjera al propio país que la vio nacer. Tal parece que entre traidores se huelen y se unen en la lealtad al amo. Por el momento la task force estadounidense estableció un bloqueo naval contra Venezuela, lo que es un acto de guerra acorde al derecho internacional vigente, pues es una acción ofensiva, como lo señalaran en 2019 las Naciones Unidas en el caso del bloqueo ejercido por los occidentales y dependencias contra Yemen, calificado como “una medida coercitiva unilateral e ilegal en virtud del derecho internacional”. Luis María Drago doctrine vibes.
La invencible armada norteamericana también ejerce la piratería, al capturar barcos petroleros que salen de Venezuela, incluso de terceros países. Bueno, cada cual tiene la épica que puede. Encima, el asesinato serial producido por la eliminación física de tripulantes de lanchas diz-que narcotraficantes es tan ajeno al derecho como la acusación acerca del “Cartel de los Soles” lo es con la realidad. Parece que la CIA está corta de guionistas originales, ya que siempre repiten lo mismo. ¿Pero sabrá ese Milei que la libertad jamás llega en los furgones de un ejército de ocupación? Por demás, ninguna civilización conocida en la historia del mundo jamás ha santificado a la traición, ni la ha establecido como una virtud. Ni siquiera los liberales-libertarios pueden reclamar como propio esa inconducta, porque no son una civilización. Más bien lo contrario. Tampoco son la barbarie: son la nada.
Al menos Milei tiene coherencia con la práctica de entregar a la Patria, pues no hay traición externa sin entrega interna. Y digo “Milei” como representante visible de los monopolios que nos dominan en lo económico y los países extranjeros que nos dominan en lo político. ¿Quiénes son esos Estados? Fíjense en las votaciones de las Naciones Unidas quiénes siempre votan contra nosotros en el tema Malvinas. Muchos van y vienen, pero siempre van a encontrar a los mismos tres… Estados Unidos, Reino Unido e Israel.
También molesta que algunos peronistas, en afán de parecer presentables en los medios, comenten los sucesos del Caribe con la salvedad de que, con prolijo aburrimiento, afirman acerca de “no querer ser Venezuela”, en busca de una respetabilidad de pacotilla. ¿A qué le tienen miedo? ¿A Perón? Y lo bien que hacen, el General jamás dudaría en tales circunstancias. Confunden la tercera posición de Perón con la tercera vía de Tony Blair. A fuer de ser presentables, esos muñecos cada vez parecen menos peronistas. Quizás nunca lo sintieron. Tal vez sí, y fueron cegados por las luces malas del centro, en vez de militar desde las periferias, como dijo Rodolfo Kusch, el filósofo preferido del Papa Francisco. Con pertinencia, Jorge Luis Borges nos dijo que somos incorregibles. Quizás llegó también el tiempo de ser impresentables para el establishment, en sana, saludable y urgente rebeldía. Digo, para existir.
En el ámbito de las traiciones, ayer le tocó a Perú, hoy es el turno de Venezuela. Ah, ¿no les gusta Maduro? ¡Pero qué noticia! En lo personal prefiero a Chávez antes que a Maduro. Tuve el honor y el placer de trabajar en Caracas con el Comandante a fines del siglo pasado y principios del actual. Sin duda mucha agua ha pasado bajo el puente, no son lo mismo. Pero prefiero Maduro antes que a Trump, porque estoy del lado de Venezuela antes que servir al imperialismo de Estados Unidos. Los buenos o malos gobiernos pasan, las naciones y los pueblos permanecen. Defiendo la soberanía venezolana sin “beneficio de inventario” porque soy argentino. Y suceda lo que sea. Al menos no daré con mis huesos en el noveno círculo del Infierno, ese que Dante destina a los traidores.
