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Entre números rotos se desliza una estrella

La prisa de diciembre. Un balance sin cierre, porque asusta. Y la poesía, que salva: al que lo sabe y al que no. Por Carlos Zeta

Todo lo que se da llega a destiempo.

No existe otra manera.

Entre el ojo y la mano hay un abismo.

Entre el quiero y el puedo hay un ahogado.

Un país que asoma su cabeza deforme en una carta,

y va a darse a destiempo, nada es lo que esperabas.

Y lo que llega envuelto en papel de regalo se irá

sucio de odio.

Cuando lo queremos y cuando no, diciembre nos impone una marcha que tiene ritmo propio, nos tira de los pelos —si nos quedan— o nos revolea tomándonos de los tobillos: no hay escapatoria. Y como si eso no fuera ya bastante, además nos pide, con su impiadosa lógica de suma y resta, la prepotencia del balance para que averigüemos de qué magnitud es el rojo que vamos a ahogar con el brindis de las fiestas. Y eso si juntamos la moneda para tener con qué ahogarlas.

La cosa es que, mientras sumaba y restaba, supe de la muerte de uno de los más grandes actores argentinos de todos los tiempos, Héctor Alterio. Quienes tuvimos oportunidad de ver algunos de los momentos más sobresalientes de su legado monumental, lo repasamos y lo compartimos, hasta donde pudimos, como una forma modesta de rendirle homenaje. Entre ellos, hay una escena de La historia oficial[1] que me impactó muchísimo volver a ver.[2]

La trama se sitúa en 1983, en el ocaso de la última dictadura cívico-militar. Alicia Marnet de Ibáñez (Norma Aleandro), es una profesora de Historia, vive en Buenos Aires con su marido Roberto Ibáñez (Héctor Alterio), un empresario que se ha enriquecido haciendo negocios con la dictadura, y su hija adoptiva, Gaby, una niña robada a sus verdaderos padres, desaparecidos. En un almuerzo familiar, el padre de Roberto (Guillermo Battaglia), en una escena inolvidable, dice:

Todo el país se fue para abajo. Solamente los hijos de puta, los ladrones, los cómplices… y el mayor de mis hijos, se fueron para arriba.

La respuesta de Roberto es impiadosa:

Y te vas a morir creyendo eso, ¿no, viejo? Nunca vas a admitir que a ustedes les fue como la mierda. A los que son como ustedes (…) El mundo sigue andando, ¿entendés? Y les pasa por encima a los que se quedan mirando las nubes.

El mundo sigue andando. A los que son como ustedes. Les pasa por encima. ¿Y nosotros? ¿Cómo somos? Nosotros, los que hoy nos vamos para abajo, ¿estamos mirando las nubes?

El Congreso, mientras terminamos de darle forma a esta parrafada, discute una ley que nombra bajo el pintoresco eufemismo de “Reforma Laboral”, cuando en verdad se trata del enésimo intento por borrar lo que el pueblo trabajador pudo conquistar cuando tuvimos un país y no éramos eso que quieren que volvamos a ser: la carne útil de un puñado de dueños, con su corte de “hijos de puta, ladrones, cómplices… y el mayor de muchos de sus hijos”.

Llamarla Ley de Reforma Laboral es una cáscara de banana para que pisen algunos gobernadores a cambio de las migajas con las que remendar las hilachas de sus comarcas empobrecidas; la reflexión biempensante de quienes pierden demasiado rápido el sentido de las proporciones, y se esfuerzan por encontrarle el lado amable; y la buena voluntad de los dialoguistas, siempre preocupados porque el barro de la historia no les salpique los zapatos italianos.

El espectáculo de la Comisión de Presupuesto, presidida ahora por ese soldado de todas las batallas contra el pueblo, que hasta hace poco se entretenía reprimiendo jubilados y dejando fotógrafos al borde de la muerte, puso las cosas en claro: ver a los empresarios babeándose mientras exigían que dejen de existir las vacaciones para pasar a ser un régimen controlado de imponderables, es más de lo que vimos en esa otra década nefasta que fue la de los años noventa. La lista sigue, aunque no sé cuánto sea útil mencionarla de manera exhaustiva: pérdida de derechos; cambios en la Ley de Contrato de Trabajo; fin de los Convenios Colectivos; debilitamiento de la estructura sindical, de la negociación colectiva y del derecho a huelga; transferencia millonaria de recursos del trabajo al capital. Veamos estos datos: el ahorro patronal por la reducción de un punto de contribuciones patronales destinadas al financiamiento de las obras sociales sindicales asciende a 679 millones de dólares (estimación anual); el costo fiscal de la reducción de contribuciones patronales asciende a 2070 millones de dólares (estimación anual); se crea el Fondo de Asistencia Laboral (FAL) que se nutre del 3% de la masa salarial bruta y viene a financiar despidos (sí, leíste bien: nos pagamos el despido). Ese 3% es compensable con contribuciones patronales y reducirá los fondos destinados a Jubilaciones, PAMI y Asignaciones Familiares; creación del nuevo Régimen de Incentivo a la Formalización Laboral, lo que implica una nueva reducción de aportes patronales; para nuevas contrataciones el empleador solo pagará 8% de contribuciones, incluyendo dentro de ellas al 3% por el Fondo de Asistencia Laboral. Se crea el programa de “Promoción del Empleo Registrado” que en la práctica es un nuevo blanqueo laboral con amplias amnistías fiscales, previsionales y penales: i) extinción de la acción penal tributaria; ii) condonación de infracciones, multas y sanciones. El costo fiscal de la reducción de alícuota del Impuesto a las Ganancias para Sociedades asciende a 2279 millones de dólares (estimación anual). Se benefician 15.474 empresas grandes por 2099 millones de dólares. Mejor no sigo, ¿no?

Bailamos entre los escombros de una cita.

Dibujamos una taza de café en el desierto.

Vivimos de sumar y de restar:

lo que te da el amor, lo que te quita el miedo.

Al final nos entregan los huesos de un perfume.

¿Y por casa, cómo andamos?

Si la de Jaldo se leyera como una estrategia de supervivencia política, no es difícil imaginar a un tipo con la sonrisa ancha y la mirada pícara en la mesa de Nochebuena, ¿no? Ahora, si la cosa es mirar desde las necesidades de los sectores populares, en el repaso por la mesa de los/as tucumanos/as encontraremos menos sonrisas, y en las miradas la pesada sombra de la impotencia. Porque cuando no se puede parar la olla, el agite del superávit provincial no suena a logro sino a afrenta. Porque el salario —para el que todavía cobra uno— pierde poder adquisitivo, la precarización es la norma, los servicios son carísimos y deficitarios. En suma: el costo social del ajuste lo paga el pueblo tucumano.

Hay una representación huérfana de sectores populares, juventudes y trabajadores que no se sienten expresados ni por el mileísmo ni por el peronismo provincial tradicional; algo en lo que la teoría política insiste desde hace tiempo: la crisis de representación, que es imposible de negar. Pero, ¿eso es todo? En septiembre pasado, el Congreso rechazó el veto a la Ley de Emergencia en Discapacidad. En octubre la sociedad ratificó con su voto la prepotencia destructiva del gobierno. ¿De verdad que se trata, entonces, solo de un problema de representación?

Aun así, persistimos.

En alguna montaña vive un pez resbaloso.

Entre números rotos se desliza una estrella.

Jorge Boccanera


[1] Película argentina dramática-histórica de 1985 dirigida por Luis Puenzo y protagonizada por Norma Aleandro, Héctor Alterio, Chunchuna Villafañe, Guillermo Battaglia y Hugo Arana, la primera de la cinematografía nacional en ganar un Oscar de la Academia.

[2] https://www.youtube.com/watch?v=kAcf6LlF5_c

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