A veces, las cifras parecen inocentes. $ 4800. Eso fue lo que ofrecieron las cámaras empresariales para actualizar el Salario Mínimo Vital y Móvil (SMVM), congelado en $ 322.000 desde agosto de 2025. La noticia se difundió casi como un trámite administrativo, cuando detrás de ese número hay algo más: la forma en que un país define cuánto vale una vida, cuánto vale un cuerpo cansado, cuánto vale el futuro de sus jóvenes.
El SMVM es el que, según la ley, debería garantizar la reproducción mínima de una persona trabajadora. Un piso. El límite bajo el cual no debería caer ningún ingreso formal, al menos en teoría. Un índice que mueve miles de engranajes invisibles: prestaciones sociales, becas, contratos temporarios, indemnizaciones, paritarias, programas para víctimas de violencia, montos de desempleo, topes de aportes. Aunque casi nadie lo cobre literalmente, su inmovilidad afecta a todos. Congelarlo es dejar quieta una cifra y parte de una vida colectiva.
Un viernes en un kiosco de Barrio Sur, una señora pregunta el precio del queso cremoso. El vendedor responde con una cifra que la hace calcular. “Dame la mitad”, dice. No la mitad del paquete: la mitad de lo que acaba de pedir. Compra también un cuarto de pan, tres tomates, un yogur pequeño. En la caja, pide que le quiten dos tomates. La señora que sigue realiza un gesto bastante similar: pregunta, piensa, calcula, cuenta, dice más veces no, no, dejá no más. La resta es el ejercicio vital. Lo que sucede, principalmente cuando el salario mínimo no sube, es que la alimentación se convierte en un mapa que se achica: menos proteínas, menos frutas y verduras frescas, menos variedad. La harina se vuelve el ranking número 1. La nutrición se empieza a parecer más a una supervivencia que a una elección. Y esa degradación silenciosa, esa manera de empobrecer la comida sin decirlo, va a ser el costo sanitario de los próximos años: más problemas metabólicos, más defensas bajas, más consultas médicas que tampoco se podrán pagar. Congelada la salud.
En una juntada, un amigo que todavía tiene el uniforme de trabajo, aunque sean las 10.45 pm, revisa su celular. Tiene tres mensajes: uno de su jefe pidiendo que al día siguiente llegue antes, uno de su hermana diciendo que no puede cuidarle a los chicos y uno de PedidosYa, donde también trabaja algunas noches. Pluritrabajo por necesidad. También acá se puede leer que, cuando el salario mínimo se estanca, todo lo demás avanza: alquileres, transporte, educación. Entonces, hay que trabajar más horas. Nadie cobra mejor en la modalidad multitasking, todo es para sostener. Y así, el tiempo libre se vuelve un lujo extraño. Tomarse el día es casi una utopía. La sociabilidad, algo secundario. Tomar un café con un amigo, una logística compleja. Además, para todo estamos solos porque las relaciones empiezan a moverse dentro del tiempo funcional, no del tiempo elegido. La vida es una obligación. ¿Deseos? ¿Qué es eso? ¿Se come?
En una escuela secundaria de Tucumán, una docente pregunta a sus estudiantes de cuarto año qué se imaginan haciendo dentro de cinco años. Los chicos se miran entre ellos. Algunos se ríen. Otros encogen los hombros. La respuesta más repetida no es una profesión ni un sueño. Es algo más difuso: “No sé. Depende”. ¿Depende de si el país mejora? ¿Depende de si encuentran trabajo? ¿Depende de si se pueden ir? ¿Depende, incluso, de si hay futuro para imaginar algo?
El salario mínimo sin aumento es equivalente al futuro como una idea borrosa. El día a día queda absorbido por un presente urgente, continuo, sin descansos. Los adolescentes crecen viendo (si es que las ven) a sus familias hacer cuentas todos los días: las cuentas del súper, del colectivo, de los medicamentos, de salud, de los estudios. Y aprenden rápido el lenguaje de la escasez: “no da”, “no alcanza”, “no se puede”. Los adultos, sin querer, nos pasamos las horas enseñando que proyectar es un privilegio y que no hay plata. ¿Y el sueño de estudiar? ¿Qué imaginación de vida cabe en el modo emergencia? ¿Cómo escapamos del presente lleno de problemas a resolver? El imaginario se vuelve más pequeño y a ellos los abandonamos en la idea de que “nada les interesa”.
Hay otra consecuencia menos visible —pero corrosiva— de no aumentar el salario mínimo: si no se puede planear, se mira para el costado: el deseo de la vida ajena. Fenómeno silencioso, pero extendido: comparar la propia vida con la de quienes están mejor, con quienes pueden irse de vacaciones, comprarse ropa de marca, encargar comida, pagar una obra social, no trabajar los fines de semana, tener padres y madres. Y arranca el tic tac demoledor: “¿Cómo hace para vivir así?”, “¿qué trabajo tiene?”, “¿por qué a mí no me alcanza?”. Desear la vida del otro sin maldad y egoísmo. Desearla por la precariedad de la vida de uno, por la detención. ¿De qué autoestima estamos hablando? ¿De qué imaginación? Queda habilitada una forma nueva de dolor social: la idea de que el bienestar es algo que otros consiguen de manera natural mientras uno corre atrás sin aire.

Por cosas como estas, el salario mínimo no es un número más. Es una promesa. Dice cuánto cree un país que vale el tiempo de su gente. Determina cuál es el suelo básico desde el cual se puede vivir sin miedo. Se convierte en la estructura de la dignidad. Congelarlo es enfriar el pacto social. Las personas empiezan a “hacer malabares”, dicen muchos titulares, como si ese esfuerzo tremendo fuera virtud y no signo de abandono estatal. Mientras tanto, el gobierno sostiene que mantener un salario bajo ayuda a contener la inflación. Pero la inflación se sigue moviendo; lo único que no se mueve es la vida de quienes estamos parados sobre ese piso. Y somos todos. ¿Cuánto puede resistir una sociedad cuyo salario mínimo ya no garantiza la vida mínima?
En un país donde todo sube, una vida no se sostiene con $ 4800 de aumento. Ni con discursos que han abandonado las promesas. Y, aun así, pareciera que solo nos queda creer que una vida digna sigue siendo posible. ¿Lo es? ¿Hay alguien ahí para contarnos el cuento así nos vamos a dormir sin pesadillas? Podría todo esto ser menos devastador si existiera una voz que colectivice los lamentos y haga existir la idea de “entre todes”. Que el salario no suba es también el reflejo de la ausencia de un otro. Ese otro que cumple la función de referencia, de sostén, de límite, de horizonte. El Estado, la política, los adultos, la comunidad: alguien que mire, que pregunte, que diga “esto así, no”.
Pero hoy la sensación es la contraria. Como si viviéramos en una casa en donde se apagaron las luces y los grandes se fueron sin avisar. Como si nadie tuviera la función de explicar el mundo, de ordenar un poco, de decir que las cosas pueden ser de otro modo. “Qué país de mierda”, se escucha en todos lados de esta casa vacía. Y parece bronca, pero no. Es orfandad.
El salario mínimo quieto es apenas el síntoma. El verdadero problema es este silencio gigantesco, esta falta de interlocutor, este país donde todo se mueve menos aquello que debería moverse primero: la responsabilidad de alguien —quien sea— de decir que estamos viviendo por debajo de lo vivible. Y de actuar, en representación de todes, para el fin de la intemperie. La intemperie absoluta de un país donde no hay nadie del otro lado para sostenernos cuando preguntamos con miedo: ¿cuánto sale?
