Es cierto, pandemias y epidemias son fenómenos en esencia biológicos. Sin embargo, el calentamiento global (que los libertarios niegan) y el avance sobre bosques y selvas (que sí apoyan) acercan a los humanos a los agentes patógenos, que no tardan en buscar nuevos hogares donde prosperar y encontrar nuevos huéspedes, en lo que conocemos como contagio. Las personas suelen trasladarse, y es así como una determinada enfermedad puede extenderse en pocos días por todo el planeta. Es así como el COVID-19 tardó semanas en azotar al mundo, cuando la Peste Negra del siglo XIV tuvo que emprender un camino de quince años antes de llegar de Mongolia a Europa. Nada detiene al progreso.
Las sociedades afectadas por tales dolencias suelen reaccionar de modo similar a lo largo de la historia, por eso consideramos que la peste es el impacto producido por epidemias y pandemias en el cuerpo social. Durante milenios no existió más explicación que el enojo divino: en el intento de explicar lo incomprensible, una muerte horrible, aleatoria y segura debía tener alguna explicación. De allí la designación de culpables predeterminados, ya sean judíos, árabes, gitanos, chinos, africanos, inmigrantes, aunque siempre pobres cuando no mujeres, según tiempos, espacios y prejuicios dominantes. La peste siempre es el otro.
Recién con el desarrollo de la modernidad algunos comenzaron a observar, analizar y razonar, incluso con un instrumental más que precario. Un tal Edward Jenner inoculó material de viruela vacuna proveniente de pústulas bovinas a niños británicos, que, una vez expuestos a la enfermedad, lograron sobrevivir: habían nacido las vacunas. En Italia, un Filippo Pacini identificaba el vibrión del cólera en 1854, mientras que en Londres al mismo tiempo un John Snow establecía una correspondencia entre las condiciones de vida y la calidad del agua en el origen de los brotes y la propagación del cólera. Quedaba establecida la dimensión social de la peste, tanto que Karl Marx escribía en 1867 que “la tisis” (tuberculosis) “y otras enfermedades pulmonares de los obreros constituyen una condición de vida del capital”. Apenas algunos ejemplos. Como sea, desde el fin del siglo XIX hasta entrado el siglo XXI, inmunizar a la población mediante la investigación y aplicación de vacunas fue considerado un estándar de desarrollo. La Organización Mundial de la Salud alcanzó la erradicación global de la viruela en 1980, quizás una cima de la civilización.
Pero la pandemia de VIH mostró que los prejuicios seguían vigentes: fue la peste rosa, por supuesto culpa de los gays. La caída de la legitimidad de la prevención epidemiológica tardó lo que dura desde la disolución de la posmodernidad hasta el actual auge de la antimodernidad. Y sí, tuvimos la pandemia del COVID-19, que, aunque fue contrarrestada en un tiempo récord para los parámetros históricos humanos, fijó determinados comportamientos. Porque la peste no crea, sino que devela, acelera y revela las debilidades sociales. El COVID develó que la prédica individualista desde hace decenios surtió efecto en Occidente. Una medida de precaución básica ante lo desconocido, como la cuarentena, fue considerada un crimen contra la libertad. Con el aislamiento se aceleró la digitalización generalizada: eso de que el mundo es lo que vemos en la pantalla, con una subjetividad construida sobre tesis conspirativas, prejuicios e identificación de culpables. Queda revelado así un sistema de poder que puede prescindir de la realidad para imponer determinadas políticas. E incluso ganar elecciones. Como en la Argentina de Milei, que siembra devastación para convertirla en oportunidad.
En una perspectiva de negocio a gran escala, ¿cómo crear una epidemia/pandemia donde no la hay todavía? Tomemos un ejemplo al azar: la fiebre amarilla, la misma que asoló la ciudad de Buenos Aires en 1871. Aún cunde por el mundo. Lo primero es sacar la gratuidad de la vacunación para los viajeros que puedan contraer esa dolencia en algún viaje al exterior. El argumento es moral: no le pagaremos la vacuna a aquellos que puedan pagarla. Sano ahorro, que permite elegir al turista si decide inmunizarse o no. Como es conocida la conciencia cívica de esos viajantes, sin duda lo harán. Y si no, apostarán por no enfermarse. ¿Pero y si se enferman? Por eso, en segundo lugar, hay que eliminar la vacunación preventiva a nivel nacional. Se podrá dejar a un par de provincias como “zona de riesgo”, habida cuenta de que todos sabemos que las epidemias jamás traspasan límites interprovinciales. Todos son argumentos morales: ya no hay deber de prevención, pues la aplicación de vacunas de manera obligatoria atenta contra los derechos de los ciudadanos, no sabemos qué tienen adentro esas jeringas y la salud pública es un curro. Sin consideraciones morales de ningún tipo, el flavivirus que transmite la fiebre amarilla encontrará una población lista para el contagio. Es una cuestión de tiempo. Y como el tiempo es dinero, los que quieran protegerse del “vómito negro” provocado por la fiebre amarilla solo tendrán que pagar para vivir. Y los que no puedan, bueno, “que se mueran los que se tienen que morir”. Pues bien, todo lo relatado es lo que hace Mario Lugones, que, luego del fentanilo adulterado, continúa la denodada lucha por destruir la salud pública y venderte la propia supervivencia. Pero siempre es por motivos morales, que son contantes, sonantes y crocantes.
Es que la realidad epidemiológica de la Argentina es catastrófica. La viruela símica aumentó un 56%, la legionelosis 33%, tenemos encefalitis de San Luis, aparece la fiebre del Nilo Occidental, los casos de tuberculosis crecieron 30% y la sífilis creció 38,5%. Desde Córdoba —donde coordina el Movimiento Sanitarista Argentino— el Dr. Oscar Atienza sintetiza la situación: “han reaparecido la tos convulsa, sarampión, rubéola, lepra, sífilis, entre otras enfermedades”, afirma. “El dengue está presente en todas las provincias” y, en el caso de los niños, “la cobertura de vacunación está en 46%; ya era insuficiente el año pasado con 56%, cuando hace tres años alcanzaba al 95%”. Hubo 382 casos de tos convulsa ¡con seis niños fallecidos! Por una enfermedad que se puede prevenir con… vacunas. “Empiezan a morir personas que no tienen que morir y se enferman personas que no se tienen que enfermar”, sostiene Atienza. “Es lo que yo llamo la muerte por goteo”. Es matemático: cuando la tasa de vacunación baja del 80%, comienzan los casos y amenaza el brote epidémico.
Veamos el tema de la sífilis, ya que es una de las enfermedades más relacionadas con la cohesión social. Es lo que podemos observar con la caída de la Unión Soviética, cuando los contagiados adultos se multiplicaron por quince y los casos de sífilis por transmisión de la madre al recién nacido aumentaron veinte veces. Depende de las políticas de prevención, de la vacunación, de la infraestructura en calidad hospitalaria y, por supuesto, de los niveles de vida de la población, que se desplomaron por entonces. “Es culpa de la pésima moral reinante en la sociedad”, dijo la entonces ministra de Salud del nuevo régimen. Recién con la recuperación del Estado ruso, a partir del 2000, pudieron volver políticas racionales. Del mismo modo, el aumento de la sífilis en la Argentina responde a la precarización que afecta a la salud pública, a los trabajadores, a la ausencia de campañas, sin distribución de preservativos, además del encarecimiento de los medicamentos… no es una dolencia individual, sino un problema social de primera magnitud, producido aquí y ahora por decisiones explícitas que promueven esta situación.
¿Es crueldad? ¿Incompetencia? ¿Indiferencia? No. Es una estrategia, que encima no es nueva. Es una ampliación de lo que era reventar una empresa pública que prestaba un servicio, de modo tal que quienes lo padecen al final acepten la gestión privada. Es caro pero existe: una forma de sometimiento. Funcionó con el transporte ferroviario, SEGBA y también con ENTEL, entre otras, como las jubilaciones transformadas en pasto del mercado financiero gracias a las AFJP. De la misma manera, las hiperinflaciones terminaron de liquidar al peso como moneda nacional para que reine el divino dios dólar bajo la forma de la convertibilidad. Es caro, pero no me vuelvo loco. Lo mismo sucede hoy con la salud pública, que será desfinanciada y desarticulada hasta que las víctimas pidan a gritos que aparezcan las aseguradoras de salud tal como existen en Estados Unidos. O es lo que creen desde la alucinación libertaria. Es que acá no hablamos de un bien o un servicio, sino de la misma posibilidad de vivir de manera saludable. Y con las epidemias devenidas pestíferas no se jode: todo queda a la vista. Devela, acelera, revela. Nos queda la reflexión de La Fontaine sobre la peste: “no todos morían, pero todos quedaban afectados”.
