En estos días, Patricia Bullrich palpita al compás de una ceremonia del adiós,
y ello, claro, se refiere a su alejamiento del Ministerio de Seguridad para
ocupar, en apenas unas semanas, su banca en el Senado, donde será la titular
del bloque de La Libertad Avanza (LLA).
De modo que, con una ansiedad casi canina, liquida los últimos
mojones de lo que ella pretende que, en dicha cartera, sea su legado.
Al respecto, puesto que el sentido del ridículo no integra el repertorio de
sus prejuicios, supo inmortalizar su imagen en un afiche que colgó en las redes
sociales inspirado en el del “Tío Sam” para reclutar ciudadanos en las fuerzas
armadas de los Estados Unidos. En su caso, ella invita a jóvenes profesionales
al cursillo que se imparte en una nueva unidad de la Policía Federal que
intenta emular al FBI. Y su texto es sublime: “¿Querés ser detective? Te
buscamos”.
“La Piba” –su apodo, pese a ser una mujer ya casi septuagenaria–
también anunció el reglamento que desregula el régimen de compra, tenencia
y portación civil de armas semiautomáticas. Así habrá fusiles, subfusiles y
ametralladoras de asalto para todos los argentinos de bien.
A la vez, dispuso que la Escuela de Cadetes de la Policía Federal
volviera a llamarse “Coronel Ramón Falcón”, y que la Escuela de Suboficiales
y Agentes se denomine “Comisario Alberto Villar”.
Bien vale evocar a estos dos pájaros de cuentas.
Falcón fue el primer represor de la historia nacional. Se hizo célebre en
1909, cuando comandaba la Policía de la Capital, al disolver las
manifestaciones anarquistas a tiros y sablazos. Su cosecha de muertes es
incalculable. Hasta el 14 de noviembre. Aquel día regresaba en un carruaje
tirado por dos caballos del funeral de un comisario en la Recoleta; lo
acompañaba su secretario privado, Juan Lartigau. Ambos conversaban
animadamente, sin advertir, a la altura de la calle Quintana, la súbita aparición
del ácrata Simón Radowitsky, de 17 años, quien les tiró un paquete. La
explosión fue atronadora.
Ellos volvieron a ese cementerio, pero en sendos trajes de madera.
Villar, a su vez, fue el primer represor de la Policía Federal en la etapa
previa a la última dictadura. Formado por los paracaidistas franceses en
tácticas contrainsurgentes, dirigió la División de Orden Urbano, desde la que
hizo de las suyas en el “Cordobazo”, en el “Viborazo” y en otras puebladas,
además de participar del “Operativo Independencia” contra el foco del ERP en
Tucumán. Y en 1974, estando ya al frente de la Federal, fue el jefe de la Triple A.
Hasta el 1° de noviembre. Aquel día navegaba con su esposa, Elsa Pérez, en el arroyo Rosquete, del Tigre, a bordo de su pequeño velero, sin imaginar
que una bomba montonera había sido adosada junto a la quilla. La explosión
fue atronadora.
Los restos (o trozos) de la pareja fueron inhumados en el Panteón
Policial del Cementerio de la Chacarita.
¡Vaya coincidencia entre los epílogos de ambos jerarcas policiales!
Ahora Bullrich quiso reivindicarlos al bautizar con sus nombres dichos
establecimientos de la Federal. Eso causó una oleada de indignación y
repudios en un vasto sector del espíritu público. Un enojo que debería ser
revisado.
Porque al menos en esta ocasión, ella incurrió –involuntariamente,
claro– en un acto de justicia.
¿Acaso los institutos formativos de una fuerza policíaca cuya tarea más
notoria en la actualidad es apalear cada miércoles a los jubilados, no merecen
tener los nombres de semejantes monstruos?
Pero tal polémica se desdibuja al compas de otra circunstancia. Ya que
el misterio es que sea precisamente la señora Bullrich el artífice de esto, y más
allá de su recurrencia política en la sustitución escalonada de lealtades,
siempre pegada al ganador de turno. He aquí, entonces, una paradoja
freudiana.
Cuando “Patus” pasó a ser “Cali”.
En este punto es necesario retroceder a una tarde del verano madrileño de
1972, en la famosa quinta Puerta de Hierro.
Allí, bajo el fresco del porche, Juan Domingo Perón departía con Diego
Muniz Barreto, un pintoresco personaje ligado al peronismo revolucionario.
Y, de pronto, dijo:
–El problema de este chico es el apellido de sardinero que porta. ¿Notó
usted su complejo de inferioridad social?
Se refería al dirigente juvenil Rodolfo Galimberti, al que, unos días
antes,
Muniz Barreto había llevado a ese lugar para conocer al General.
Y tras un sorbo de mate, agregó:
–Usted debería presentarle con fines serios a una señorita de su círculo.
Dicho y hecho. La elegida resultó ser nada menos que la hija de su
propia novia, doña Julieta Luro Pueyrredón, también bautizada Julieta.
La señora vivía su propia primavera tras separarse de Alejandro
Bullrich.
El flechazo entre Galimberti y Julieta (h) fue inmediato.
Así es que él conoció a su hermana menor, una piba de 15 años a la que
le decían “Patus”.
Entonces, el despertar político de ellas también fue inmediato, habiendo
sido Muniz Barreto, en cierto modo, su forjador.
En la Juventud Peronista (JP), Patus pasó a ser “Cali”.
En este punto es necesario situarnos en la noche del 31 de julio de 1974,
casi al mes del fallecimiento de Perón, cuando un comando de la Triple A
mató a tiros al diputado Rodolfo Ortega Peña al bajar de un taxi en el centro.
El cuerpo fue llevado a la comisaría 15ª. Ya en la madrugada llegaron
allí algunos amigos y compañeros del difunto; entre ellos, el abogado Eduardo
Luis Duhalde y Muniz Barreto, acompañado por Julieta y Cali,
En esa “taquería” resaltaba la presencia de un oficial gordo y pelado
que, muy feliz, sonreía de oreja a oreja. Muniz Barreto le gritó en la cara:
–No te rías tanto hijo de puta, que la próxima boleta es la tuya.
No era otro que el comisario Alberto Villar.
Ya se sabe que la frase de Muniz Barreto fue premonitoria. Pero no nos
adelantemos a los hechos.
Es posible que, en ese instante, Cali sintiera un ramalazo de miedo.
Sabía quién era ese tipo. Al fin y al cabo, en las marchas de la JP coreaba a
viva voz el siguiente cantito: “Montoneros/ el pueblo te lo pide/ queremos las
cabezas de Villar y Margaride.
El comisario Luis Margaride era en esa época el subjefe de la Federal, y
no era menos sanguinario que “Tubito” (el alias de Villar).
Poco después, la violencia política bajo el régimen de “Isabelita” y José
López Rega hizo que Montoneros usara el criterio de “doble “encuadramiento,
por el que los militantes de superficie pasaron a cumplir tareas operativas en el
frente militar. Eso, obviamente, también incluyó a Cali.
Ella asimiló tal avance con dosis equilibradas de entusiasmo y candidez.
El tío Alberto
Cali fue integrada a la Columna Norte, capitaneada por Galimberti.
Cabe mencionar una de sus misiones: un relevo de zona entre Beccar y
La Lucila, a través de la Avenida del Libertador. Ella debía verificar el flujo
de vehículo antes del mediodía y las vías de repliegue, entre otros detalles.
Las directivas no incluían datos sobre la acción en ciernes. Cali solo
debía saber la parte que le correspondía.
Pues bien, el 19 de septiembre ocurrió, en la esquina de Libertador y
San Lorenzo, el secuestro de los empresarios Juan y Jorge Born, al ser interceptado el vehículo que los llevaba a la sede corporativa de Bunge &
Born. Galimberti dirigía la “opereta”, secundado por su amigo y mano
derecha, apodado “Tomás”
El chofer intentó resistir con un arma. Pero Galimberti lo impidió con
una ráfaga de ametralladora, que también hizo blanco en su acompañante,
quizás un custodio, creyeron los atacantes.
El resto del asunto transcurrió sin inconvenientes.
Aquella tarde Julieta estaba con Cali en una casa de seguridad del barrio
de Boedo. Al llegar su novio, exhaló un suspiro de alivio. Con él estaba
Tomás.
Galimberti Lucía jubiloso, y arrojó un ejemplar de la quinta edición del
diario Crónica sobre la mesa.
En la segunda página se develaba el enigma del hombre abatido junto al
chofer: era un alto directivo de Molinos Río de la Plata.
A Cali le bastó mirar su foto para quedar lívida; entonces, exclamó:
– ¡Mataron al tío Alberto!
En realidad, Alberto Luis Cayetano Bosch Luro era un tío segundo.
Tomás quiso consolarla. Pero Cali se recompuso de inmediato, como si
esa coincidencia no hubiera sucedido. Y le sonrió. Ella lo estimaba mucho.
Al anochecer se lo vio a Villar en los noticieros, jurando que este hecho
“será esclarecido a la brevedad”. En ese momento, ya no sonreía.
Cali, con un rictus de sorna, lo observaba en la pantalla.
Tomás, en cambio, lo escrutó con suma seriedad, como estudiándolo. Es
que había algo en ese comisario obeso que le interesaba sobremanera.
En tanto, el clima político en el país se tornaba cada vez más vidrioso.
Durante la madrugada del anteúltimo día de octubre, Tomás –quien
había hecho un curso de buzo táctico en Cuba– se sumergió en un río del
Tigre para ingresar a hurtadillas al amarradero donde estaba el velero de
Villar.
En cuestión de minutos, adosó un “caño” de gelamón, sobre la carcasa
y, luego, se desplazó bajo al agua unos 300 metros, para emerger lejos de allí
sin despertar sospechas.
Lo monitoreaba “Alfredito”, otro buzo táctico de la “orga” que, además,
era un experto en explosivos.
La operación había sido diseñada por la Conducción Nacional, aunque
su ejecución estaba depositada únicamente en Tomás y Alfredito.
Durante la mañana del 1° de noviembre, el comisario se acomodaba
junto al timón, mientras su esposa, doña Elsa, saludaba, agitando una manito
desde la cubierta, a la custodia que permanecía del muelle.
Ya se retiraban cuando Tomás accionó el detonador.
Una llamarada, entonces, se alzó 14 metros sobre el agua, en medio un
sonido ensordecedor, y el barco se partió en pedazos.
Aquel día, con justa razón, fue el más feliz de la Columna Norte.
Pero esa época no resultó gratuita para sus protagonistas.
Tomás, cuyo nombre era Carlos Andrés Goldemberg, fue secuestrado el
10 de agosto de 1976 por una patota del Ejército Sus restos fueron hallados en
el cementerio de Vicente López.
Diego Muniz Barreto fue secuestrado por una patota de La Bonaerense
al mando del comisario Luis Patti. Y fue asesinado el 6 de marzo de 1977 en el CCD «El Campito».
Julieta Bullrich falleció el 28 de agosto de 1983 en las afueras de París,
durante un accidente vial, cuando viajaba en un auto manejado por su pareja.
Rodolfo Galimberti, ya convertido en un empresario rapaz, murió el 12
de febrero de 2012 por una perforación de la aorta abdominal.
Alfredito, cuyo nombre es Máximo Nicoletti, se volcó a la delincuencia
común antes de convertirse en soplón de La Bonaerense. Aún vive.
Patricia Bullrich también está con vida. Y -como ya se dijo- acaba de instalar en el panteón de sus próceres a Falcón y Villar. Fue su manera de matar otra vez a Cali.
Pues sí: una paradoja freudiana.
