Durante la mañana del 29 de octubre, cuando Río de Janeiro aún ardía debido a la masacre perpetrada por la Policía Civil y Militar en las favelas de Alemão y Penha con el propósito de vulnerar al Comando Vermelho, Infobae en vivo, el canal de YouTube del diario homónimo, transmitía una entrevista por Zoom al cónsul argentino en aquella ciudad.
El tipo aseguraba que no hubo “compatriotas afectados” y que, además, la situación era ya de “absoluta normalidad”.
¿Acaso esta última palabra era la correcta?
En ese mismo momento, otras señales televisivas mostraban una escena funesta: más de un centenar de cadáveres tendidos en simétrica formación sobre una plaza del complexo do Penha, mientras un tumulto de personas reconocía entre los difuntos a sus hijos, hermanos y cónyuges.
Una de las periodistas que dialogaba con el diplomático preguntó si tales víctimas fatales eran narcos o simples moradores del lugar. La respuesta resultó un poco esquiva, pero no lo suficiente como para despejar la segunda hipótesis. Y, enseguida, ese hombre volvió a insistir con lo de la “absoluta normalidad”.
¿Qué entendería él al respecto?
Se trataba de Jorge Enrique Perren. Un individuo por cuyo linaje corren otras tragedias históricas que bien valen ser evocadas.
He aquí la trama de una familia atravesada por la banalidad del mal.
La muchachada de la Armada
Para empezar, Perren comparte sus nombres de pila con los primogénitos de las dos generaciones que lo precedieron.
El primero —su abuelo— fue el contralmirante que, en septiembre de 1955, sublevó la base naval de Puerto Belgrano durante la Revolución Libertadora.
El segundo —su padre— fue el capitán de navío que, en la última dictadura fungió como jefe de Operaciones del Grupo de Tareas (GT) 3.3.2., con sede en el inframundo de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde usaba el atractivo apodo de “Puma”.
“Yo le tenía un gran respeto a mi abuelo y lo visitaba religiosamente los fines de semana —recordó, en 2021, durante una videollamada con el periodista Facundo Fernández Barrio—. Con él yo podía discutir de política y lo hacíamos muchísimo. Yo lo disfrutaba. Con mi papá no pasaba lo mismo; él se ponía muy sacado, muy eufórico cuando hablaba de política”.
El vástago del represor tenía 8 años cuando él fue enviado a Francia con otros camaradas de armas. Allí integrarían el Centro Piloto de París (CCP), con el doble propósito de hacer inteligencia sobre los exiliados y contrarrestar la denominada “Campaña Antiargentina en el Exterior”.
Corrían las últimas semanas de 1977.
Dado que aquella misión era de largo aliento, se había estipulado que sus familias también viajaran allí, una vez que los marinos estuvieran instalados.
Pero, mientras que las esposas e hijos de otros represores se trasladaban sin demoras a la Ciudad Luz, a la señora de Perren y al pequeño Jorge Enrique les postergaban una y otra vez la partida.
“Problemas burocráticos”, le esgrimía a esa señora, por toda explicación, el segundo jefe de la ESMA, Jorge “Tigre” Acosta, mientras a Jorgito le acariciaba la cabeza con fingido cariño.
En rigor, ese “problema” tenía nombre de mujer: Elena Holmberg.
Ella era una diplomática de segunda línea destinada en París hacía más de un lustro. Pero su influencia en la Embajada Argentina era notable. Porque, en el lapso comprendido entre la partida del embajador peronista y el arribo del sucesor, Tomás de Anchorena, aquella legación había quedado en sus manos.
Además, a los 45 años de edad, esa señora petisa, enjuta, de aspecto torvo, carácter áspero y visceralmente gorila, pertenecía a una familia de prosapia, siendo su primo hermano nada menos que el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, por lo que el Ejército la consideraba una de las suyas. Y también había otra razón que apuntalaba su cuota de poder: los informes sobre “extremistas” argentinos en Francia que escribía y enviaba al Palacio San Martín, con copia al Edificio Libertador. Para ella, el buchoneo era un acto patriótico.
Con una parte de los 100 mil dólares que Anchorena obtuvo para armar el CPP, Holmberg alquiló un caserón en el 83 de la Avenue Henri-Martín. Esa sería la “embajada paralela” de los represores.
Ella no tardó en ver con malos ojos cómo los marinos se daban allí la gran vida. Lo cierto es que dilapidaban el presupuesto operativo en juergas con prostitutas de abultada tarifa y giraban a la cuenta de la Embajada el gasto de los tapados de visón que regalaban a sus esposas. Holmberg tomaba nota de eso. Y le confió la cuestión al embajador.
—Elena, quédese en el molde —le dijo Anchorena, por toda reacción.
—¡Usted es un cobarde! —fue la respuesta de Holmberg.
Pero hubo alguien que sofocó su indignación: Perren. El flechazo entre ellos fue arrebatador.
Ese oficial de 39 años era para ella todo lo que estaba bien.
Pero el tal Puma no era tan estimado por sus pares, quienes lo llamaban “El Oreja”, por el gran tamaño de sus pabellones auditivos. En la ESMA solían tomarlo para el churrete por habérsele escapado un tiro en el Salón Dorado, que pasó a centímetros de la cabeza del vicealmirante Rubén Chamorro, el capo del lugar. El tipo era camarada de promoción de Acosta, quien lo convirtió en su ladero a raíz de su temperamento dócil y obediente.
Al Tigre, Jorgito lo trataba de “tío” en sus visitas al hogar de los Perren. Es que, para su padre, era como un hermano. Y lo admiraba a más no poder.
Cuando los chismes de su amorío con Elena llegaron a Buenos Aires, los verdugos del principal campo de concentración naval bromeaban a viva voz: “El Oreja está de novio. ¡Qué quilombo que se le va a armar!”.
No estaban errados.
Ese, obviamente, fue el motivo por el que, solidario al fin, el Tigre hacía lo imposible por retrasar la partida de su familia. No obstante, a sus trucos se les iba acabando la cuerda.
De modo que la esposa del adúltero y su hijo terminaron por embarcarse hacia Francia para acompañarlo en tierras tan lejanas.
Jorgito estaba muy entusiasmado con el viaje.
El pacto imaginario
Poco antes, en París, Holmberg había causado un extraño episodio durante una recepción ofrecida en la Embajada con motivo de la presencia del almirante Emilio Eduardo Massera y su esposa Delia Vieyra, a quien le colgaba del cuello un diamante de gran tamaño. La buena de Elena, simulando un gesto admirativo, lo tomó entre sus dedos, y dijo:
—¡Qué lindo diamante! ¿Eso también se lo regaló Firmenich?
Los presentes se miraron con las cejas enarcadas. Y Anchorena la tomó de un brazo con delicadeza para retirarla de la escena.
Lo cierto es que, poco antes, Holmberg había oído parte de un diálogo entre dos marinos del CPP. Allí, entre risas, uno se refirió al “palo verde que nos regaló Firmenich”. Y aquella frase bastó para que ella imaginara tratativas secretas del jefe montonero con el jefe de la Armada.
Muchos años después, Roberto Cirilo Perdía, quien fuera miembro de la Conducción Nacional de Montoneros, señalaría al respecto:
—Esos tipos se referían al millón de dólares que nos robaron en Suiza.
Esa historia fue protagonizada por un cuadro montonero llamado Pablo González de Langarica (a) “Tonio”, quien, al caer en las garras del GT 3.3.2., se quebró. Como solía viajar a Europa para negociar la compra de armas por cuenta de la organización, fue llevado a Zúrich por dos marinos, ya que solo él tenía acceso a la caja de seguridad del banco que atesoraba un bolso con más de un millón de dólares obtenidos por el secuestro de los hermanos Born, y así se apoderaron de aquella suma.
Ese trío —completado por el teniente Miguel Benazzi y el capitán Alberto González Menotti— incurrió en un papelón al ser desenmascarado durante una conferencia de prensa en el hotel Eurobuilding, de Madrid, cuando se hacían pasar por “montoneros arrepentidos”.
Es que, muy consustanciado con su papel, Benazzi soltó:
—Yo ingresé a esta organización subversiva en…
Y en ese instante, los cronistas estallaron en una carcajada.
Pero la trama suiza bastó para que Holmberg alucinara un encuentro a la luz del día, y en una confitería de París, entre Massera y Firmenich.
“Lo curioso —agregó Perdía— fue que aquel infundio se viralizó, al punto de ser sostenido durante años hasta por periodistas serios”.
En medio de tales circunstancias, la esposa de Perren llegó a París junto con Jorgito. El escándalo con su esposo fue mayúsculo.
El actual cónsul en Río nunca pudo olvidar los gritos de su mamá ni las súplicas del papá para que ella lo perdonara; súplicas y promesas que cumplió a rajatabla. Aunque, a su manera.
Porque, de inmediato, le dijo a Elena.
—Lo nuestro ha terminado.
Ella juró venganza. Y tenía con qué: las planillas que contabilizaban el despilfarro de los represores en sus noches de alegría.
El Oreja, presionado, simuló reconsiderar su decisión.
Así, quedó con Elena en no verse hasta que la señora Perren se calmara. Ella aceptó a regañadientes.
Quizás Jorgito nunca vio a su padre tan alicaído como entonces.
Pero también percibió que la vida familiar había empezado a transcurrir con —diríase— “absoluta normalidad”.
En tanto, seguían corriendo ríos de tinta sobre el supuesto cónclave entre Massera y Firmenich.
A veces, los malentendidos son el motor de la Historia.
Cita con la muerte
Lo cierto es que su proximidad laboral con Holmberg fue para el pobre Perren un infierno. En cada cruce casual entre ellos, tanto en la Embajada como en el caserón de la Avenue Henri Martín, brotaba la exigencia de ella por retomar la relación. Una exigencia que seguía siendo extorsiva.
Perren zafaba como podía.
En mayo de 1978, apenas a tres semanas del Mundial, Elena no se mostró gratamente sorprendida por su inesperado traslado a Buenos Aires.
Es posible que, en París, Perren haya sentido un merecido alivio, ya que a partir de entonces se limitó a cumplir con ella por vía telefónica y epistolar, susurrando palabras de amor y prometiéndole un venturoso porvenir.
El peligro seguía palpitando.
Todo el GT 3.3.2. estaba pendiente de esa “hipótesis de guerra”.
Recién en octubre se desmanteló el CPP y sus integrantes regresaron al país. Entonces, para Perren comenzó otra vez la pesadilla.
No es una exageración decir que las pruebas de la corruptela del CPP que Holmberg amenazaba con difundir desvelaba al GT 3.3.2.
A mediados de diciembre, Elena se cruzó casualmente en una avenida de Recoleta con Gregorio Dupont, un diplomático de carrera que trabajó con ella en la Cancillería, y fueron a tomar algo en la confitería Colony.
Esa tarde, Dupont se convirtió en su confesor. Ella le soltó de corrido sus pesares amorosos y también las represalias que tenía en mente.
Gregorio le aconsejó prudencia.
El 19 de diciembre, Elena habló por última vez con Perren por teléfono. En aquella ocasión, casi como al pasar, le anunció que estaba por reunirse con su primo, el general Lanusse.
—¿Para qué? —quiso saber él, con un dejo de alarma.
—Ya te vas a enterar, mi amor.
La voz de ella sonó deliberadamente aguda.
—¡Pará, Elenita! Encontrémonos antes de esa reunión.
Así fijaron una cita para dentro de dos días.
Pero Elena no pudo concurrir.
Ya había caído la noche anterior, la noche de un miércoles tan pegajoso e infernal como la vida cotidiana durante la dictadura. Pero eso no impedía que, en ese tramo de la avenida Santa Fe, las luces de las vidrieras impregnaran dicha maldición institucional con un aire navideño.
Exactamente, a las 20,45, un Fiat 128 Rural dobló por la calle Uruguay; al volante iba Elena, quien aminoró la velocidad al acercarse al garaje situado en la esquina con Arenales. En ese instante, lo cruzó un Chevy celeste, de cuya cabina saltaron dos siluetas armadas. Se trataba —según testimonios posteriores— de los sicarios predilectos de Acosta: Adolfo Donda Tigel y Jorge Radice.
La acción fue breve y muy profesional: Elena fue sacada del Fiat a los tirones. Ella se resistía y hasta llegó a pedir auxilio, pero la silenciaron con un culatazo mientras la metían a golpes al otro vehículo. Así se la llevaron.
Los pocos peatones que vieron la escena retomaron sus pasos sin abrir la boca, tal vez pensando que la víctima “algo habría hecho”.
La osamenta de la diplomática, parcialmente desencarnada con ácido, apareció el 11 de enero de 1979, en el río Luján, a la altura de Tigre.
Recién a fines de 1982, ya con Massera arrinconado por varias causas penales, Gregorio Dupont lo denunció públicamente por ese crimen.
La repercusión más categórica de semejante osadía fue el secuestro de su hermano, el publicista Marcelo Dupont, quien –ya sin vida– fue arrojado desde la terraza de una obra en construcción de Palermo Chico.
Ambos asesinatos quedaron impunes.
Fue una paradoja que Elena Holmberg pasara del ser al no ser mediante la metodología del terrorismo de Estado que ella tanto trabajó para ocultar.
Perren se separó de su esposa al cabo de unos meses, formando luego otra pareja con una señora que le dio a Jorgito dos hermanastros.
El capitán Jorge Enrique Perren, ya procesado con prisión preventiva por crímenes de lesa humanidad, partió hacia el Más Allá —a raíz de una neumonía— el 31 de octubre de 2007. Tenía 68 años.
“Absoluta normalidad”, diría su hijo, el cónsul.
