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Meditabunda

A partir de una teoría conspirativa que circula en internet, una reflexión sobre la lectura, el cansancio frente a lo nuevo y la necesidad de volver a escribir —y leer— con tiempo. Por Martina Evangelista

“El mundo terminó en 2012 y lo que estamos viviendo ahora son ecos y reverberaciones” se lee en internet. Según el calendario maya, el año 2012 dio paso al fin de un ciclo y al comienzo de otro. Muchos lo interpretaron como una predicción apocalíptica. Pero el mundo no terminó y seguimos viviendo. O algo parecido.

Me da gracia estar leyendo esta teoría que dice que en realidad desde el 2012 estamos muertos: que, desde ese año, solo salen versiones nuevas de cosas ya creadas, y que esto aplica tanto como a los modelos de celulares, como a los constantes remakes de las mismas películas, a las reversiones de un mismo chiste, de un mismo meme, a remixes de canciones ya creadas, de libros ya escritos, y que “nadie se siente vivo desde el 2012”. Me da gracia porque en el fondo me asusta.

Por ejemplo, hace bastante tiempo que leer las nuevas novedades literarias me aburre sustancialmente. En la materia “Edición y legislación” de mi facultad, nos preguntaron a cada alumno y alumna qué estábamos leyendo. Surgieron dos conclusiones interesantes: una, nadie estaba leyendo lo mismo entre 30 personas (literalmente, no se repitió ni un solo título). La segunda, todos eran libros publicados en el siglo XX. La profesora lo relacionó a un fenómeno que se da hace años en la industria editorial, y es que, además de la crisis económica actual (igualmente, ¿cuándo en Argentina no estamos en una?), ya no existen como antes los dos o tres libros más vendidos del año: la lectura está súper fragmentada, y lo evidenció el ejemplo de nuestra clase. Pero levanté la mano y dije lo que a mí me pasaba: hace años siento que los nuevos títulos literarios no me rompen la cabeza.

No quiero pecar de pesimista, ni mis intenciones son sonar como una porteña esnob que pide mucho y nada hace (cosa que es cierta), pero me considero lectora, y se me va la vida en el acto de leer. Es desde ese lugar que quiero pararme, no como una fanfarrona, sino como una lectora que no encuentra en lo nuevo algo que la deslumbre. No me da orgullo sentir esto: de hecho, me apena.

En la clase también nos preguntaron cuáles eran los motivos que nos llevaban a comprarnos un determinado libro en la librería. Por qué uno y no otro, qué nos llamaba la atención, si leíamos las contratapas, si nos fijábamos en las portadas, si íbamos a buscar ese libro por una recomendación previa. Y me vi en la librería que voy siempre, que se llama “El Subsuelo”, que queda en la calle Corrientes y venden solo libros usados. Allá bajo las escaleras, porque literal es un subsuelo, y voy siempre a la mesa de ofertas. En esa mesa encontré por menos de tres mil pesos las mejores novelas que leí últimamente: El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet (publicado en 1923) o Bubu de Montparnasse, de Charles Louis Philippe (1901). No sé por qué no me animé a contarlo en clase. Quizás porque evidenciaba mi triste situación económica. O quizás porque ya había lanzado dos o tres diatribas en menos de una hora, y lo consideré suficiente.

A mí me gusta mucho un texto de Rosario Béflari y cuando siento esta desazón por todo lo que pasa a mi alrededor, vuelvo a él, vuelvo a él como se vuelve a un talismán y como una se aferra a un amuleto y no me dejo vencer ni permito convertirme a una edad muy temprana en una vieja decrépita que piensa que todo tiempo por pasado fue mejor. Rosario escribió:

“Siempre tengo la sensación de que cada momento que vivimos es histórico, de ahí la importancia de estar en el presente, ir a recitales, encontrarse con amigos, leer a los escritores que viven, ir al teatro, ver las películas que se estrenan, escuchar los discos, hablar con las personas, recorrer la ciudad caminando, ir a una marcha, presenciar una sesión del congreso, hacer un trámite, ir al mercado, tener un proyecto y llevarlo adelante como sea, aunque alguien lo considere un fracaso, participar en lo que sucede, como sea, estar, vivir lo contemporáneo, sin nostalgia, es lo mejor incluso para cuando nos pregunte alguien si tenemos algo que contar”.

Siento que ese texto que subió a su Facebook en 2014 contiene una promesa. Y leerlo cuando me voy ensimismando me ayuda a no hacerlo del todo, como cuando estoy triste y pongo su canción “Río Paraná”. Sin nostalgia sin nostalgia sin nostalgia, me repito.

Intento estar menos con el celular. Porque, además de deprimirme, confirmé que es cierto, eso de que scrolleando nuestra mente casi que no recuerda ni un 10% de lo que pasa por nuestros ojos: puedo estar una hora viendo cosas y después no me acuerdo de nada de lo que vi. Y ahí es evidente, y le debe pasar a todo el mundo, y creo que hay algo de lo inmediato que nos exigen hoy en día que la escritura simplemente no lo tiene. La escritura es lenta, es trabajosa y requiere de mucha imaginación. Y creo que entre el estímulo desmedido y el apuro que tenemos vaya a saber por qué, todo atenta contra ese proceso parsimonioso, imaginativo y laborioso que conlleva el escribir.

Estoy leyendo Crucero de Verano, de Truman Capote. Es una novela corta, que el autor empezó en 1943, en la cual trabajó durante años y después abandonó en una caja con otros escritos y fotos en el edificio donde vivía. La caja la guardó el portero y en el 2004 fue subastada en Sotheby´s, una famosa casa de subastas de obras de arte. Así la novela vio la luz y se publicó en 2005. Me llama la atención que tras leer el borrador varias veces, Capote había dicho que la novela estaba «bien escrita y tenía mucho estilo», pero que simplemente no le gustaba. En particular, porque temía que la novela fuera superficial, ingeniosa, vacía.

Me hace reír, porque a mí me parece sublime. Y después de leer últimamente muchas novelas contemporáneas que realmente no me dejaron nada en qué pensar, el libro de Capote está todo subrayado y lleno de mis corazones en lápices al lado de las frases que me conmueven. Es la historia de una chica rica de diecisiete años que se enamora del sereno de un estacionamiento en Nueva York, no mucho más. Pero lo que me gusta es la dedicación que la voz narrativa le da a cada escena. En vez de decir que hace calor, dice: “Grady nunca había pasado un verano en Nueva York y nunca había vivido una noche como aquélla. El calor abre el cráneo de una ciudad y revela su cerebro blanco y su centro de nervios, que chisporrotean como los filamentos de una bombilla. Y exuda un olor agrio tan humano que parece que la misma piedra del asfalto se convierte en piel viva, membranosa y palpitante”.

Entonces pienso que quizá ese aburrimiento que me provocan ciertas lecturas tenga que ver con algo que falta en la escritura actual: tiempo. El tiempo de quedarse un rato en una escena o en una imagen, sin la ansiedad de tener que vender, sin la presión de escribir “fácil” para que todos entiendan, o sin el apuro de escribir otro libro al taco. Sin buscar resultados rápidos, y dejando de correr como conejos, porque es probable que la zanahoria nos esté arruinando.   

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