Mi vida en llamas

La catarsis, en el centro del baile, una posibilidad de estar en este mundo. Por Martina Evangelista

Nunca había pensado mucho en el concepto de catarsis hasta la otra noche, que desde que empezó a tocar en el escenario uno de mis músicos favoritos no paré de llorar. Bastó con que empiecen a sonar los primeros acordes para que algo en mí se saliera de control. Las lágrimas me mojaron toda la cara y también el cuello de la polera negra. No tenía pañuelitos, pero no me importó: disfrutaba del peso y de la salinidad del llanto. Porque por más que era silencioso, el llanto era pesado, muy pesado y salado. Trágico, romántico.

Llegando al final del recital, Santiago Motorizado le pidió al público que cuando, en medio de un cover de la canción You are so beautiful, de Joe Cocker, él gritase “BUENOS AIRES”, todos gritáramos. Por supuesto que lo hicimos y él cerró los ojos, se abrió de brazos en forma de cruz y se entregó al grito ensordecedor de la gente. Después contó que desde chico soñaba tocar en el Gran Rex y su pedido tan específico cobró sentido: le cumplimos el capricho. 

La palabra catarsis viene del griego kátharsis y significa purificación, limpieza, algo que se vacía o se despeja. Con el teatro trágico los griegos buscaban llegar a este estado, que el espectador pudiera algo así como redimirse de sus propias culpas. En la psicología hacer catarsis es expresar lo contenido, liberar el trauma. Para mí, la catarsis siempre estuvo muy vinculada a la fiesta.

Estuve leyendo el último libro que se publicó de Joan Didion, Apuntes para John, una obra de no ficción donde se encuentran las conversaciones que la escritora mantuvo con su psiquiatra entre diciembre de 1999 y enero de 2003. Las páginas fueron descubiertas tras la muerte de Didion en un mueble archivador junto a su escritorio. Los textos recorren un abanico enorme de temas: el alcoholismo, la adopción, la depresión, la ansiedad, la culpa y las idas y vueltas de la relación con su hija Quintana, que había sido diagnosticada con trastorno límite de la personalidad y alcohólica. También aparecen las dificultades del trabajo, los enredos de la infancia y esa pregunta insistente sobre el legado, sobre lo que nos dejan y sobre lo que nosotros mismos dejamos atrás.

Debo confesar que me dio cierto pudor abrirlo, o por lo menos, me generó contradicción. Me pregunté qué opinaría Didion sobre el hecho de que publicasen estas anotaciones tan íntimas. Al mismo tiempo, una vez que lo empecé no pude parar. Por un lado, me sentía una voyeur; por otro, comprobé una vez más que muchísimas vidas que tenemos idealizadas, que imaginamos como nuestra versión del “sueño americano” puertas adentro pueden ser bastante terroríficas. Mi conclusión hipócrita es que no deberíamos haber leído esas anotaciones (ya el título lo dicen: eran para su marido), pero ya lo hicimos, así que lo mínimo que podemos hacer es reflexionar algo al respecto.

La existencia del diario íntimo —o de cualquier anotación personal— desde tiempos muy remotos habla, por lo menos, de una necesidad humana, me atrevo a decir, básica: hacer catarsis. Sea mediante la escritura, lo oral, el lenguaje escrito o una pintura, hay algo ahí en nosotros que necesitamos sacar para afuera, en este mundo tan confuso, terrible y espectacular a la vez.

Leyendo sobre el tema, encontré una nota de Mariana Enríquez publicada en 2005 en Página/12, donde cuenta la historia del proyecto Mortified, creado hace más de veinte años por el escritor yanki David Nadelberg. Todo empezó cuando Nadelberg encontró una carta de amor que nunca había entregado en su adolescencia y tuvo la idea de pedirles a sus amigos y conocidos que compartieran textos parecidos: diarios íntimos, cartas de amor, confesiones que escribimos en la infancia o en la adolescencia y que todavía guardamos (¿por qué?).

La base principal de Mortified es su show en vivo: personas comunes, del público, suben al escenario y leen frente a extraños fragmentos que escribieron en sus vidas pasadas, esos escritos íntimos tan cursis y adolescentes que solemos guardar y no mostrar. Lo interesante de Mortified es esa mezcla entre lo gracioso y lo incómodo,entre lo íntimo y lo público, y es en esa tensión donde se encuentra la catarsis: la vulnerabilidad de un corazón roto se vuelve encantadora.

Esto me hizo pensar en las dos caras posibles de la catarsis: en la cara privada, la que tenemos puertas adentro, y en la pública, la que se hace posible en un proyecto tal como Mortified. Es como el último libro de Didion, salvo que, en ese caso, no fue ella quien eligió subirse al escenario para leerlo frente a todos nosotros. 

Ayer fui a ver en Niceto a otro artista que me gusta mucho, Alex Anwandter, un cantante, productor y compositor chileno del pop. Escuché todos sus discos cada vez que salieron en constantes loops, pero nunca lo había visto en vivo: fue una fiesta, en el sentido más literal de la palabra. Lo que más pensaba al mirar bailar todos esos gays transpirados con olor a cerveza y perfume caro, es en la belleza de la catarsis colectiva, y en la particular y explosiva catarsis colectiva gay: no hay comunidad que la supere. Será que tienen que exorcizar aún bastante. 

Uno de los mejores discos de Anwandter es El diablo en el cuerpo, que contiene la canción “Unx de nosotrxs”. En ella, habla sobre la “Blondie”, la icónica discoteca chilena, donde va a bailar para olvidar sus penas de amor: “No quiero sentir, amiga, que la vida está rota/ Hazme, amiga, reír de nuevo/ Y en la noche llévame a la Blondie/quiero sentir de nuevo que no hay futuro/ y eso a mí no me importa”. Y siento que es para eso que volvemos una y otra vez a las pistas de baile: para que no nos importe por un rato el futuro. 

Hoy leí un poema de la poeta Victoria Chang, que se llama “El pájaro y la piedra”: 

“En tu cuerpo hay un pájaro

y una piedra. Tu tarea consiste

en no matar el pájaro con la piedra.”

Aparte de parecerme hermoso, me hizo pensar en lo que venía escribiendo sobre la catarsis y en lo difícil que suele ser sostener la vida actual junto con los problemas de lo privado. También en cómo, ciertos espacios compartidos —como las pistas de baile—, cada cuerpo transpirado libra su propia batalla para proteger a su pájaro y evitar que la piedra lo termine aplastando. Porque como dice el chileno, en esas noches, el incierto futuro realmente no nos importa.

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