“Los chicos ya no se vinculan”, dicen. “Vivimos pegados a una pantalla”, repiten. “Ahora hasta los psicólogos atienden por videollamada”, murmuran. Frases como estas se utilizan para evaluar las nuevas formas de sociabilidad desde marcos que preceden a la digitalización. El problema radica en adjudicar al uso de la tecnología un valor negativo desde el inicio. Es malo en todos los casos, como si hubiera solo una forma correcta y universal de vincularse, como si todas las culturas pudieran ser comprendidas desde un marco. ¿Estamos analizando la digitalidad y sus efectos desde una mirada analógica o a partir de sus propias condiciones de existencia? ¿Evaluar una práctica desde una estructura ajena no produce, acaso, un efecto etnocéntrico?
Si se toma la noción de relativismo cultural formulada por Franz Boas en el siglo XX, se logra examinar qué modos de socialización se desarrollan con el avance tecnológico y da lugar a no quedarse en el lugar de la denuncia de sus efectos. Las prácticas digitales configuran territorios de producción de subjetividad, lo que significa que transforman las posibilidades de socializar más que cancelarlas.
En la era digital, la conectividad constante sí permite establecer relaciones afectivas, laborales, militantes, terapéuticas, lúdicas, entre personas ubicadas en distintas regiones del planeta. Las barreras idiomáticas se debilitan ante los traductores automáticos. El acceso a redes de contención se amplía. Las posibilidades de interacción se multiplican. Sin embargo, siempre parece tener más peso la idea de lo difícil que es desconectarse.
La conexión permanente cambia las temporalidades de los vínculos. Lo instantáneo se vuelve demanda y ante lo demorado se sospecha. El margen de espera se reduce a muy poco tiempo, minutos tal vez. Y la conectividad constante empieza a parecer una obligación. Una escena frecuente: alguien espera una respuesta y la demora ya puede ser interpretada como desinterés, accidente o desprecio. ¿Cuánto tiempo es socialmente aceptado para que alguien responda un mensaje?
La digitalidad establece una escena nueva. Ni mejor ni peor, exige otras herramientas para ser leída. Al mismo tiempo que produce tensiones, genera formas de compañía, de expresión, de escucha. Allí donde un diagnóstico ve adicción, quizás hay una forma de sostén. Allí donde se habla de aislamiento, quizás existe otra forma de comunidad. Aceptar que los vínculos se transformaron no implica celebrarlo de forma ingenua.
Analicemos un hecho. El 30 de julio de este año la Legislatura de Tucumán sancionó la ley 9897 que reconoce, en su primer artículo, el derecho a la desconexión digital para docentes. Formulación que instala una novedad jurídica y una conceptual en nuestra provincia. Un gesto legislativo que reconoce la necesidad de establecer normativas que regulen el tiempo de trabajo y el tiempo personal a través de las pantallas. Al legislar el derecho a desconectarse se reconoce que estar conectados no es sinónimo de estar disponibles. El tiempo digitalizado reconfigura una tarea pedagógica.
Esta ley pone en evidencia la dificultad de los marcos tradicionales para contener las nuevas formas de vínculos que impone lo digital. Es necesario legislar el “derecho a no estar” porque nuestras categorías jurídicas, y también las culturales, siguen ancladas en una idea de presencia construida para otro régimen de relaciones. Llamamos exceso a lo que no entra en esos marcos. Desconfiamos de las nuevas formas de estar con otros en lugar de reconocerlas como prácticas sociales legítimas. Estas son las características de un nuevo orden relacional que no puede ser interpretado desde categorías del orden analógico. La noción de “desconexión digital” es imposible de pensar fuera del paradigma de la conectividad permanente. Por eso es tan necesario que aparezcan nuevas legalidades.
Pensemos otro ejemplo cercano: a una docente le mandan mensajes los padres, estudiantes y directivos a cualquier hora del día. Le consultan por tareas, le entregan trabajos, le piden explicaciones. Lo que para algunos en este ejemplo se lee como cercanía, para otros es sobreexigencia. El desacuerdo pone en juego distintas formas de entender el tiempo, la autoridad y la disponibilidad. Como puede notarse, el aula no se limita al espacio físico y al horario escolar. El vínculo pedagógico se extiende al digitalizarse. Aparece la noción de aula virtual, pero no se actualizan las metodologías de trabajo ni los encuadres formativos que las sostienen. En ese híbrido entre lo analógico y lo digital, la tecnología modifica las formas de habitar la experiencia educativa, pero las instituciones no acompañan el cambio. La disponibilidad permanente se vuelve norma y no alcanza con regular el uso de la tecnología. Reconocer estos cambios supone la necesidad de producir nuevas categorías de lectura capaces de dar cuenta de los modos contemporáneos de vinculación, sin forzarlos a encajar en lógicas que ya no los contienen.