Vivimos un tiempo de restauración conservadora, en el que la derecha —en su versión clásica, autoritaria y elitista— vuelve al poder con una retórica reciclada en un relato libertario pero con una praxis brutal. No se trata de una «nueva derecha», como algunos insisten en definirla, sino de la misma de siempre: aquella que desarticula el Estado-Nación, pero que usa los resortes del Estado para sus negocios, desprecia al pueblo organizado, desarticula los lazos comunitarios y destruye derechos sociales.
Frente a esta avanzada, los movimientos nacionales y populares tienen una tarea ineludible: disputar el sentido común. En la calle y en las redes, en las universidades y en las fábricas, en los sindicatos, en los barrios, en las aulas, los medios, los parlamentos y en cada rincón donde haya una conciencia dispuesta a despertar.
La doctrina peronista —al igual que los grandes movimientos de liberación de América Latina— nos ofrece un marco político, ético y filosófico para encarar esta disputa. No como una pieza de museo, sino como una tradición viva, capaz de alimentar una nueva etapa de organización y esperanza. En ese camino, es clave también levantar con fuerza el pensamiento cristiano expresado en la Doctrina Social de la Iglesia, que encuentra en el Papa Francisco y ahora con León XIV, una clara defensa del bien común, la dignidad humana y la justicia social como pilares de una sociedad verdaderamente libre.
Pueblo o antipueblo
Decía Juan Perón: “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”. Esa definición, sencilla pero poderosa, contrasta con el cinismo tecnocrático que busca reducir la política a una mera gestión sin alma, sin historia, sin conflicto. Para el campo popular, en cambio, la política es amor al prójimo, justicia en movimiento, una herramienta para transformar la realidad.
La derecha, sin embargo, construye su poder negando la existencia del pueblo como sujeto político. Allí donde gobierna, lo vemos: ataques a sindicatos, criminalización de la protesta, demonización de la pobreza y represión al que piensa diferente. El método es siempre el mismo: miedo, ajuste, entrega y violencia. Lo vimos en Chile, en Bolivia, en Brasil y lo vivimos hoy en Argentina.
No es una novedad. Es parte de un libreto histórico. El neoliberalismo solo se impone con violencia. Porque para aplicar un programa de saqueo, antes hay que quebrar las defensas del pueblo: sus organizaciones, su autoestima, su memoria.
La batalla cultural es ahora
Desde las bases doctrinarias del peronismo —que reconoce a la cultura como expresión de un proyecto nacional— entendemos que no se puede delegar el debate ideológico. Cada vez que el movimiento popular se replegó en la gestión o se refugió en el pragmatismo electoral, la derecha avanzó con su discurso único: meritocracia, egoísmo, odio de clase y la sumisión al «dios mercado».
Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de recuperar un lenguaje que hable al corazón. Que no se limite a los tecnicismos, sino que convoque con palabras como dignidad, justicia, comunidad y soberanía. Un lenguaje que interpele a los humildes, que encienda la rebeldía de los jóvenes, que devuelva la fe en lo colectivo.
Ese lenguaje ya fue construido por el peronismo y los movimientos latinoamericanos cuando abrazaron la causa de los pueblos. Pero también está presente en la tradición cristiana que, desde las encíclicas Rerum Novarum (León XIII) y Fratelli Tutti (Francisco), promueve una visión humanista, comunitaria y solidaria del mundo. La justicia social, bandera central de la doctrina peronista y de la Iglesia en su expresión más comprometida, puede y debe ser un eje ideológico profundo dentro de la batalla cultural. Una guía espiritual y política que revalorice la dignidad del trabajo, el papel del Estado y la necesidad de construir una economía que no descarte a nadie.
La región como espejo
En toda América Latina, los ciclos se repiten: gobiernos populares que amplían derechos, recuperan soberanía y redistribuyen la riqueza, seguidos por restauraciones neoliberales violentas que buscan desmontar esos logros. Lo vimos en el golpe contra Evo en Bolivia, en el lawfare contra Lula en Brasil y contra Cristina en Argentina. Hoy, esa ofensiva toma la forma de gobiernos con estética libertaria pero núcleo reaccionario, como el que encabeza Javier Milei.
Pero también vimos a los pueblos resistir y volver. Con nuevas formas, nuevos liderazgos, pero con la misma raíz: la defensa de la Patria Grande. La articulación regional no es una opción, es una necesidad estratégica. Porque el proyecto neoliberal es global, y la resistencia también debe serlo. Desde Bolívar hasta San Martín, desde Martí hasta Perón, desde Sandino hasta Chávez, desde Evita hasta Berta Cáceres: hay un hilo de dignidad que atraviesa la historia de nuestra América.
Hacia un nuevo Movimiento de Liberación Nacional
En este momento histórico, la unidad del campo popular no puede entenderse solo como una herramienta electoral o una respuesta táctica a la ofensiva de la derecha. Tiene que ser el punto de partida para construir un nuevo Movimiento de Liberación Nacional, capaz de articular a los diversos sectores sociales, políticos, sindicales, comunitarios, religiosos, culturales y territoriales que comparten una visión de justicia, dignidad y soberanía.
No hay posibilidad de enfrentar con éxito el proyecto neoliberal —globalizado, tecnocrático y deshumanizante— sin una fuerza nacional que levante una bandera propia, con raíz en el pueblo y vocación continental. Esa fuerza debe ser amplia pero con identidad, plural pero con rumbo. Debe nutrirse de las mejores tradiciones del peronismo, del radicalismo popular, del marxismo criollo, de los movimientos campesinos e indígenas, del pensamiento nacional, del feminismo popular, de la militancia ecologista, de las nuevas juventudes, y también del cristianismo comprometido con los pobres, como lo expresa con claridad la Doctrina Social de la Iglesia, hoy reivindicada por el nuevo Papa León XIV.
La justicia social no es una consigna del pasado: es un imperativo ético del presente. Y puede ser el motor ideológico de una nueva síntesis popular, profundamente humana, que vuelva a enamorar, a interpelar y a movilizar. Como en los tiempos fundacionales del peronismo o de los movimientos de liberación de la Patria Grande, la unidad no se construye sobre el marketing, sino sobre un proyecto común, un horizonte de país que ponga en el centro al pueblo trabajador, a los humildes, a los excluidos, y que defienda los bienes comunes frente al saqueo corporativo.
Esta unidad debe ser política, pero también cultural y espiritual. Necesitamos una comunidad de destino, no una suma de sectores que se toleran. Necesitamos volver a creer en algo más grande que uno mismo. Y eso requiere coraje moral, generosidad militante y claridad estratégica.
Unidad no significa unanimidad. Significa caminar juntos, con nuestras diferencias, hacia un objetivo superior: la liberación nacional y social de nuestro pueblo. Significa tejer nuevamente los lazos entre el movimiento obrero organizado y los movimientos sociales; entre las iglesias del pueblo y las juventudes populares; entre la academia crítica y las organizaciones de base; entre el Estado presente y la comunidad organizada.
Frente a una derecha que promueve la fragmentación, el sálvese quien pueda y el individualismo como dogma, el campo popular tiene que ofrecer comunidad, organización y esperanza. Solo así podremos volver a construir una Patria justa, libre y soberana. Y solo así podremos encender nuevamente, en el corazón del pueblo, la llama de un destino colectivo.