No es imposible que este acabe por consolidarse como el siglo de la prisa. El vértigo es una de las señales más elocuentes de este momento dramático del sistema-mundo: el de un capitalismo ilimitado que pretende un presente infinito. De suerte que esa prisa, que el vértigo abrumador con el que asfixia nuestras existencias, es uno de los síntomas más notables de un tiempo desquiciado. Como suele recordar(nos) con frecuencia Eduardo Rinesi, se cuela aquí (inevitable) la tan mentada línea que hemos leído, sobre el final del primer acto, de la obra maestra de Shakespeare:[1] the time is out of joint (que, podríamos traducir, justamente, como: el tiempo está fuera de quicio).
Se nos podrá señalar, no sin buen tino, que esa es una condición de la política, puesto que no hay un presente que pueda ser contemporáneo de sí. O al menos, eso es lo que hemos aprendido, que todo tiempo presente es un tiempo que debe lidiar con los espectros del pasado y con el escurridizo horizonte del tiempo por venir. Entonces, no sería ocioso agregar que es una condición de “este tiempo” su estar desarreglado, fuera de quicio.
Y esa es, precisamente, la condición de la política. O, para decirlo aún mejor: hay política porque el mundo está desarreglado, porque hay un dislocamiento disruptivo de las cosas que obliga a pensar cómo ponerlas en orden.
Pero ¿cómo arreglar este desorden del mundo? ¿Cómo si esa, la indicada como la herramienta fundamental para afrontar el desquicio, parece la más desquiciada de todas, la que ha quedado fuera del alcance de nuestras manos temblorosas, de nuestras conciencias atribuladas, del sentido común (esa «idea cansada», para citar a Steiner) de nuestra gente, que parece haberla mandado al desván de los trastos inútiles…? ¿A qué formas de la política recurrir para contribuir a poner el mundo, otra vez, en su quicio, si es la política la herramienta que parece haber sido abandonada? ¿Y es que hay, acaso, una cuestión más de forma que la política?
El desquicio tucumano
Puede leerse en el diario La Gaceta, en estos días que, de acuerdo con la Canasta Básica Total (CBT), una familia tipo que reside en la provincia precisó, en octubre pasado, $ 814.047 para no caer en situación de pobreza. Es decir, ese grupo familiar necesitó $ 26.260 para alimentarse y cubrir los gastos mínimos de sustento cotidiano. Para el mismo tipo de familia, se requirieron ingresos mayores a $ 389.496 mensuales para no ser considerado indigente. Ese es el costo de la Canasta Básica Alimentaria (CBA). “La variación de la CBA y de la CBT, con respecto al mismo mes del año anterior, es de 161,4% y 169,1% respectivamente, indica el reporte difundido por la Dirección de Estadística de la provincia”.[2]
De acuerdo con datos oficiales, aportados por la Secretaría de Estado de Gestión Pública y Planeamiento (Dirección de Estadística de la provincia) del Gobierno de Tucumán, el ingreso medio de los asalariados en el primer trimestre del año en curso era de $ 233.676. La misma dependencia señala que la población asalariada sin descuento jubilatorio en igual periodo, representó 47,6% del total de asalariados. Los/as tucumanos/as saben bien —puesto que lo sufren en carne propia— que esos ingresos no han experimentado variaciones sustanciales desde entonces, mientras el transporte público trepó hasta los escalofriantes $ 940. Y aunque la prepotencia discursiva (entre otras muchas prepotencias) con el que se arma el relato no menos desquiciado de un gobierno cuya insensibilidad (forjada a golpes de crueldad, odio y violencia) parece ajena a las innumerables formas de sufrimiento que atraviesa nuestra gente, lo cierto es que la situación real de millones de compatriotas se hace, cada vez, más insoportable. Mas, en ese contexto, el ranking realizado por la consultora CB para el mes de octubre 2024, tuvo entre las primeras posiciones al gobernador Osvaldo Jaldo, quien llegó a un 62,5% de imagen positiva y bajó un escalón (tercer puesto) con respecto al conteo de septiembre. Sí: estuvo segundo.
Es posible, entonces, decir que, en el lugar que solíamos asignarle a la política, se han instalado complejas tendencias culturales, formas religiosas aún más alienantes, medios de comunicación que no solo están al servicio de profundizar el desquicio, sino que han sido determinantes para su forjadura, ilusiones de consumo infinito como (únicas) promesas de felicidad y, claro, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en su incesante producción de subjetividades individualistas, ajenas a cualquier idea de comunidad y abiertamente antisociales.
La palabra política, argamasa insustituible para la (re)construcción de lo común parece obligada a lidiar con los enigmas lacerantes que plantea la combinación trágica de una realidad socioeconómica intolerable y una subjetividad que parece menos susceptible a lo que se escribe en sus propios cuerpos que a los cantos de sirena de un relato imposible.
La cuestión democrática
Aun cuando cada uno de los aspectos (desordenadamente) abordados hasta aquí hace a la cuestión, este artículo no podrá siquiera acercarse a su tratamiento exhaustivo. Incluso cuando resulta insoslayable. Los cuarenta años transcurridos desde aquel lejano y evanescente 1983 —en el que asomó como una promesa ambiciosa que nos daría comida, salud y educación— acabaron por colocarla entre las cosas que mencionamos sin entusiasmo, cuyo estar en peligro si no nos resulta del todo ajeno, parece darnos fiaca, y no ya de defenderla, sino siquiera de pensar en los entresijos de su significado vital, allí donde apenas si ha transcurrido un suspiro de tiempo desde los años pesados del genocidio: “Ha pasado mucho tiempo, me dirán, y tendrán razón, pero todos llevamos aún el polvo de la dictadura en los zapatos, ustedes también, aunque no lo sepan”.[3]
En su habitual columna de los domingos, Horacio Vertbisky decía:[4] «Un intelectual sudamericano con más de veinte años de residencia en el país dice que «si los niveles de precios están muy altos y sólo la macroeconomía que nadie entiende y a nadie le llega está bien, mientras se ocupan de legalizar la marihuana, asegurar que los trans puedan usar el baño que quieran y mandar centenares de miles de millones a Ucrania e Israel, ¿qué otra cosa se puede esperar?»».
Apuntes, apuntes y más apuntes, porque el desquicio no solo es de este tiempo: es, también, el nuestro. Porque hablamos una lengua rota. Entre nuestra palabra y la de nuestra gente se ha desvanecido la lengua que solía producir ese entre nosotros. Una lengua que existía porque la conversación la hacía surgir. Una lengua que no era ni la nuestra ni la de ese otro/a, sino que estaba entre nosotros. Esa lengua, se rompió. Es la que necesitamos reconstruir. Nuestra angustia abismal está hecha de la impotencia, y de la incapacidad de lidiar con el capitalismo híper digitalizado, vacío de toda profundidad, ajeno por completo al argumento, sin dramatismo ni desgarramientos, sin tensiones acuciantes, sin barro, sin sangre y sin historia: la lengua de la derrota.
Un gobierno (casi) incalificable se vale de este vacío y busca, cada día con mayor ferocidad, un límite que no encuentra. ¿Cuánto durará este experimento destructivo? ¿Cuánto podrá soportar el cuerpo tajeado de una sociedad sometida a un aparato totalitario y totalizante, dañado con tajos profundos y sin cicatrizar, con heridas cosidas y descosidas por fiestas de cumpleaños, pandemia, muertes y sueños atrasados? El Príncipe Hamlet tiene algo que decir al respecto, en el mismísimo momento del final del primer acto con el que comenzábamos estas cavilaciones:
The time is out of joint. O cursèd spite that ever I was born to set it right!
(El mundo está fuera de quicio. Suerte maldita haber tenido que nacer para ordenarlo).
[1] Shakespeare, W. (2016): Hamlet, estudio preliminar y traducción de Eduardo Rinesi, Ediciones UNGS, Los Polvorines.
[2] Aguaysol, Marcelo (2024): «¿Cuánto se necesita por día para no caer en la pobreza en Tucumán?», diario La Gaceta, 14 de noviembre, San Miguel de Tucumán.
[3] Grandes, Almudena (2007): El corazón helado, Tusquets, Buenos Aires.
[4] Verbitsky, Horacio (2024): “¿Es una sorpresa”, en El cohete a la luna, 10 de noviembre, Buenos Aires.
Imagen: Autor: Robtoz Crédito: Getty Images