Alguien alguna vez dijo que la bibliografía que vamos incorporando a lo largo de nuestras vidas refleja nuestro estado psíquico de cada momento. No está ni siquiera librado al azar el hecho de que te regalen un determinado libro: algo del contenido, del título o hasta del diseño de tapa hace que esa persona lo vincule con vos y te lo regale. Tenemos épocas de géneros, épocas de autores y autoras, épocas de temáticas, épocas de épocas. Un mismo libro puede no generarnos nada, o generarnos todo; y después de años, al releerlo, sentimos lo contrario. Me acuerdo mi experiencia con Hemingway. Empecé y abandoné tres veces Por quién doblan las campanas. Ahora es uno de los libros más venerados de mi biblioteca. Las experiencias, las formas de ver el mundo y los intereses que van mutando en nosotros modifican y condicionan nuestra manera de relacionarnos con cada libro que leemos.
Bien, la bibliografía que estoy leyendo en este momento, ya hace unos meses, son ficciones y no ficciones de mujeres que están llegando a los treinta y se están volviendo bastante locas. Son mis autoras preferidas. Sylvia Plath, Joan Didion, Clarice Lispector. Todas están muertas. Todas son mujeres del siglo XX. Y todas relatan la locura. Cada una a su manera, pero si se quiere, a modo de detective usando el polvo en una brocha para descubrir huellas dactilares de un crimen, se puede reconocer en sus relatos los vestigios de un lazo que los une, un tándem que reproducen como si fuesen pasos previos para llegar a un mismo destino: 1) ser mujer, 2) empezar la vida adulta, 3) correr el velo, 4) enloquecer.
Sylvia Plath se suicidó en febrero de 1963, teniendo treinta años. Un mes antes, había publicado su única novela: La campana de cristal. En ella, la protagonista, que narra en primera persona, funciona como un alter ego de Sylvia. Esther es una chica que tiene un futuro “prometedor”: gana un concurso de la revista Mademoiselle en 1953 y es invitada, junto a otras once chicas más, a tener una pasantía en Nueva York, rodeada de almuerzos, fiestas, desfiles, eventos y regalos. Todas están deslumbradas con la ciudad, ríen histéricas, salen por las noches, se broncean en las terrazas neoyorquinas. Son chicas de lugares como Tennessee, Iowa, Misuri.
Lo interesante es que la protagonista no siente nada con esta nueva experiencia. Absolutamente nada. O siente demasiado. Ve a sus compañeras y rechaza sus frivolidades; sale con chicos y la virginidad para ella tiene un peso muy grande; los profesores y profesoras le indican cómo actuar, cómo ser. Le preguntan todo el tiempo qué va a hacer de su vida luego de que termine la pasantía en Nueva York. Y ella simplemente no lo sabe. Finge sus respuestas, aparenta estar segura, pero la verdad es que no lo sabe. Está perdida. Una depresión enorme se va incubando en ella y termina internada en un manicomio luego de intentar suicidarse. Recibe terapia de electroshock.
A Plath se la conoce más por su suicidio que por su obra literaria. Seguramente, muchos escucharon la historia de la escritora que, luego de que su esposo la dejara por otra poeta, encerró a sus hijos en otra habitación, tapó las rendijas de las puertas con toallones mojados para protegerlos del gas, metió la cabeza en el horno y lo prendió. Y más morbo da la historia que le sigue: aquella poeta por la cual Plath fue reemplazada, terminó matando a su hija y suicidándose (también abriendo el gas), después de que el mismo hombre que abandonó a Sylvia Plath la reemplazara ahora a ella con una nueva mujer.
La campana de cristal trata sobre la depresión, la violencia sexual, el suicidio y el hecho de ser mujer en un mundo y en una época llena de presiones y pretensiones. No muestra a la protagonista como una heroína, ni busca ponerla en un pedestal. Tan solo la exhibe como lo que es: una chica deprimida transitando el paso de la adolescencia a la adultez. La vida de Esther nos hace preguntar si la loca es ella, o si los que están realmente locos son todos los demás.
Alrededor mío, cuando veo a alguna amiga mal, me encuentro repitiendo banalidades, escuchando mi propia voz con un sonido hueco, un cassette que ni yo misma me termino de creer. “Hay que disfrutar de las cosas lindas de la vida”, “tenés toda la vida por delante”, “todo tiene solución”, “ponete una película y mañana te vas a sentir mejor”, etc., etc. Pero lo cierto es que, en el fondo, entiendo el desamparo, me da miedo correr el velo, caer en la cuenta de lo absurdo que es adaptarse y fingir que todo está bien, cuando lo que hacemos no es más que llenar nuestra vida de cosas y actividades e ideas que nos las repetimos constantemente para no caer del otro lado, para no pasar esa línea tan fina que separa la “cordura” de todo lo demás: caer en la cuenta de que todo lo que es, puede ser a la inversa.
Otra autora que trabajó con la extrañeza de lo cotidiano y con los lazos humanos y familiares fue Clarice Lispector. Nacida en Ucrania, en 1920, pero criada en Brasil, Clarice consiguió trabajar con una voz narrativa y poética muy particular y diferente. En 1960, a sus cuarenta años, publicó el libro de cuentos Lazos de familia, en el cual, a lo largo de trece cuentos, podemos encontrar un hilo conductor: cuando una cotidianeidad, una costumbre o un vínculo familiar se vuelve extraño y ajeno.
Sus protagonistas son mujeres de una clase alta urbana brasileña. En el prólogo de la edición de El Corregidor, Luz Horne escribe:
“En casi todos los cuentos, las protagonistas –en su mayoría mujeres— viven algún tipo de experiencia que, a pesar de que en muchos de los casos no parece salirse demasiado de lo común, se vuelve extraordinaria: una caída, un encuentro casual, una borrachera, un desengaño amoroso, el encuentro con un animal o con un ser humano diminuto, un asalto sexual, un accidente de auto, un delirio o una reunión de cumpleaños familiar (…) Se trata de un cambio perceptivo que tiene el poder de trastocar los presupuestos y las bases de la vida misma y que, por lo tanto, da vuelta aquello que era familiar y propio para mostrar su revés y revelar su faz ajena, rara, singular e inesperada”.
En el cuento “La imitación de la rosa”, una mujer que volvió a su casa luego de “no haber estado bien” y de recibir un tratamiento con insulina (al igual que Esther) para calmar sus pensamientos, el doctor le aconseja directamente: “Abandónese, intente todo suavemente, no se esfuerce por conseguirlo, olvídese completamente de lo que sucedió y todo volverá con naturalidad”.
Pareciera ser que lo que había trastocado a la mujer era pensar todo mucho, lo que había incomodado a los demás era que ella no se abandonase, que se hubiera esforzado “más de la cuenta” por conseguir algo. Ahora la protagonista está sentada en el sillón, simulando una sonrisa, satisfecha con sentir cansancio por planchar las camisas de su marido, contemplando las rosas del florero. Se debate entre regalárselas a una amiga que no la valora, o quedárselas. Sus pensamientos son realmente espectaculares, y entra en un espiral de dudas y neurosis alrededor de las rosas difícil de salir. Le transpiran las manos, comienza a pensar “más de la cuenta” de vuelta. Cuando su marido vuelve de la oficina, ella le comunica lo que sabe: “Volvió”. Él le pregunta qué cosa volvió. Y ella responde: “No lo pude impedir”.
Quienes viven dentro de la campana de cristal, dice Plath, la vida es una pesadilla. El mundo en sí es la pesadilla. De un momento a otro, la campana puede descender, encerrarnos, y se nos va la vida huyendo de ella, pivoteando entre nuestras cosas conocidas para que el cristal no se derrumbe, no se rompa, y no terminemos rompiéndonos con él.
Retrato de la portada: imagen de la escritora Sylvia Plath.