A esta altura, ya es una regla en América Latina: todo proceso político de cambio es sometido a algún tipo de intento destituyente. Días atrás el presidente colombiano denunció un “golpe blando”. Comparó la situación que atraviesa con lo sucedido hace un año en Perú, cuando el parlamento mandó a la cárcel al maestro campesino que había llegado a la presidencia y, a fuerza de represión, restauró el viejo orden conservador.
El hecho con que la derecha empresarial, política, mediática y judicial acosa al “gobierno del cambio” es irrisorio, y daría lugar a suponer que la situación no pasará a mayores si no fuera porque en cada intento destituyente el motivo es lo de menos. Si el poder económico se siente amenazado y, sobre todo, si huele debilidad en quien lo desafía, avanza sin miramientos, escrúpulos ni necesidad de legalidad.
América Latina: Lula fue encarcelado, aunque la denuncia de enriquecimiento en su contra se demostró falaz; las causas contra Cristina Fernández, que alentaron un intento de magnicidio en su contra, no pueden demostrar su culpabilidad; en Perú, el encarcelamiento de Castillo no requirió siquiera de una instancia judicial. En Colombia, aunque Petro echó a dos altos funcionarios involucrados en un escándalo menor y ordenó una investigación, las denuncias en su contra constituyen un riesgo real para el proceso democrático que Colombia transita por primera vez en su historia, y que podría caer si los actores mencionados sacan provecho de la confusión.
Latinoamérica, lección 1: Movilización popular para evitar la amenaza destituyente
“Piensan hacer exactamente lo que se hizo en Perú: llevar al presidente a la cárcel y cambiarlo por uno no elegido por el pueblo, puesto por el Congreso”, dijo Petro el miércoles pasado, en medio de las movilizaciones de apoyo que se multiplicaron por todo el país. A esa maniobra la llamó “golpe blando”, pero aclaró: “[El presidente de Perú] Pedro Castillo estaba solo, pero Petro no está solo: si se atreven a romper la democracia, el pueblo saldrá de cada rincón, en cada calle, en cada municipio, debajo de cada piedra, a defender con sus manos el mandato popular”.
Petro ve esa amenaza cuando se mira en el espejo latinoamericano, y levanta la guardia para evitar el naufragio destituyente que padecieron, además de Castillo, los expresidentes Evo Morales en Bolivia, Fernando Lugo en Paraguay, Manuel Zelaya en Honduras y Dilma Rousseff en Brasil, sin contar los intentos fallidos contra Rafael Correa en Ecuador y Hugo Chávez en Venezuela.
La convocatoria a la movilización se está convirtiendo en su principal herramienta para evitar que lo arrinconen. Convocó a las calles en febrero pasado, aunque las marchas no fueron tan nutridas esa vez. Volvió a llamar al pueblo en su apoyo el Primero de Mayo, donde hubo más gente movilizada pero también críticas por la centralidad que él mismo se adjudicó: convocó a un “balconazo” al estilo de los grandes liderazgos latinoamericanos que acuden al pueblo en su apoyo, pero en última instancia sin mayor protagonismo más que responder al llamado presidencial.
Pero Petro es un político con una amplia experiencia, formado en las luchas populares, con pasado guerrillero y también décadas de trajinar por las alianzas políticas alternativas más variadas. Por eso supo recalibrar y esta vez, el pasado miércoles 7 de junio, propuso “autoconvocarse” a marchar junto al pueblo, en las calles, dejando que ocupen el centro de gravedad las centrales sindicales y el movimiento social. En todo el país hubo marchas, y la jornada se convirtió en la de mayor participación ciudadana desde que asumió la presidencia diez meses atrás.
Después de las movilizaciones y de las nuevas denuncias en su contra de parte de la oposición de derecha, este lunes 12 el presidente colombiano redobló la apuesta: “Desde nuestra última manifestación multitudinaria citamos la realización de asambleas populares para organizar la sociedad. Solicito a pequeños y medianos mineros reunirse para estudiar los resultados de la convención minera. Solicito a los usuarios configurar asambleas (…) Solicito la convocatoria a las asambleas estudiantiles por universidad y barrio para impulsar una gran reforma para que cultura, deporte y educación sean derechos garantizados en el país”.
La propuesta es audaz porque el movimiento popular colombiano tiene su historia y su dinámica propia. En más de una ocasión Petro ha recibido críticas y cuestionamientos de parte de comunidades y sectores sociales que veían irrespetados sus derechos. Por lo que convocar a que se “desate un movimiento popular en asambleas”, como hizo días atrás, puede animar fuerzas que en otro contexto le podrían generar una incómoda presión. Conocedor de esas dinámicas y esas fuerzas latentes en el tejido social organizado de su país, tales convocatorias solo se explican si Petro está realmente convencido que va a ser leal a ese movimiento popular.
Latinoamérica, lección 2: Acelerar los cambios a favor del pueblo sin caer en la trampa de la moderación
El paquete de reformas que planteó el gobierno de Petro desde el primer momento es ambicioso. No se trata de un programa revolucionario, mucho menos anticapitalista. Sin embargo, para la sólida matriz neoliberal que ordena la vida social colombiana, tocar pilares centrales como el manejo privado de la salud, las pensiones y la legislación laboral pro-empresarial provoca la belicosidad de las clases dominantes.
“No creemos que se puedan aprobar proyectos de esta magnitud después del primer año, o lo hacemos este año con el viento a favor, o después la historia nos manda hacia otros lares”, dijo Petro antes de asumir la presidencia, cuando anunció las reformas con las que se proponía honrar el mandato popular. Ahora, a dos meses de cumplirse el primer año que él mismo definió como punto de inflexión, se ve forzado a ir por más.
En esta ocasión no hizo referencia a gobiernos latinoamericanos, como en el caso del golpe blando. Pero es claro que su reflexión incluye un balance crítico de los gobiernos progresistas y su claudicante tendencia a la moderación. ¿Acaso no es ese el devenir derrotista que están transitando gobernantes como Gabriel Boric en Chile y Alberto Fernández en Argentina? ¿No es esa política de concesión y búsqueda de acercamientos con la derecha la que debilitó al gobierno de la destituida Dilma Rousseff en Brasil?
El camino confrontativo que eligió Petro es riesgoso, porque el poder económico que se le opone mueve con astucia y eficacia lo hilos mediáticos, políticos y judiciales para acorralarlo y no dejarlo gobernar. Pero aun teniendo un destino incierto dar la pelea es la forma más digna, y tal vez la única opción eficaz, de honrar el mandato popular.
Colombia no fue parte del ciclo de gobiernos que a principios del siglo XXI alteró la hegemonía norteamericana y neoliberal en la región. El país estuvo en las antípodas del “ciclo progresista” que caracterizó a las experiencias más dinámicas de la región: mientras Chávez y los demás arriesgaban cambios de rumbo a favor de los pueblos, en Colombia gobernaba Álvaro Uribe, a fuerza de masacres contra las comunidades. “Neoliberalismo de guerra” lo llamó el historiador Renán Vega Cantor. En ese período se consolidó la matriz neoliberal, el hueso duro de roer con el que Petro ahora debe lidiar.
Por eso, a pesar de los escollos, redobla el paso. Busca pasar al sistema público la gestión de las pensiones y la salud –hoy en manos de banqueros y financieras—, y revertir la legislación laboral diseñada a favor de los empresarios. Después de las movilizaciones del miércoles pasado anunció, además, que “siguen las reformas de la educación superior, la pequeña minería y los servicios públicos”.
La estrategia del gobierno de Petro y Francia Márquez va más allá de la fuerza legislativa (necesaria, pero insuficiente). Apunta a la fuerza del pueblo organizado, algo que en este contexto de retrocesos progresistas y avances de las derechas es toda una sana novedad.