Como en aquel (no tan) lejano julio de 2008 y a modo de investidura, un Alberto Fernández ojeroso volvió a palmear el rostro de Sergio Massa, que a duras penas podía ocultar su euforia. Las imágenes que circularon profusamente por medios y redes en estos días son una invitación al camino tentador de realizar paralelos. Algunos de ellos son posibles. Otros, en cambio, no. Y, en todos los casos, el peso de los interrogantes es ineludible.
En aquella ocasión, un joven Massa recién construido en la gestión de ANSES y la esquiva intendencia de Tigre venía a tratar de poner sangre fresca en reemplazo de un jefe de gabinete desgastado en un gobierno que había entrado en franco conflicto con (otros) factores de poder y que buscaba explorar la posibilidad de recomponer algunos vínculos. No pudo, se sabe.
Hoy, en cambio, el gesto de la asunción viene a coronar el periplo de un presidente improbable que pone en manos del nuevo ministro, ahora un dirigente maduro y fogueado por varias oportunidades, algunos logros y varios fracasos, la responsabilidad de encauzar un gobierno al que nunca pareció encontrarle el rumbo. Todo lo que pasó en el medio, también, es historia conocida.
Cuando Alberto Fernández se despertó a la mañana siguiente acaso la imagen que le vino a la mente fue la de un Raúl Alfonsín abatido y solitario, recorriendo los senderos de Olivos con las manos tomadas detrás de la espalda. Seguramente, nunca pensó que su declamada admiración por el líder de la recuperación democrática iba a terminar devolviéndole la figura del final. Quizás en algunas decisiones de estos dos años y medio de gobierno pudiera encontrar explicaciones. Y en algunas indecisiones también.
Massa, en cambio, se miró al espejo y supo lo que ya sabía de antes: estaba donde siempre había querido estar, cargo más, nombre menos. Era el dueño de las decisiones importantes, las que valen, las que lo harán el salvador de la Argentina o le allanarán el camino hacia una sepultura política en la que yacen otras grandes esperanzas fallidas de la Patria. Si es lo primero, hay una presidencia posible en el futuro cercano. Si no, nada importa demasiado. Ya no tiene la posibilidad de irse. Tampoco parece que quiera. El chachoalvarismo recargado no parece ser su estilo. Además, si dio tantas vueltas para llegar, va a hacer lo imposible para quedarse. Habrá que ver si le da.
Sin embargo, varias de sus primeras decisiones y, sobre todo, sus primeras actuaciones, indican un cambio de rumbo. No económico (o no solamente económico), sino fundamentalmente político. Porque, aunque no parezca, el tema no es la economía sino la política. O, mejor dicho, si no se acomoda la política no hay economía posible.
Por lo pronto, cubrió todos los casilleros. Tomó el control. Esa es la primera señal. La sensación de que, finalmente, hay alguien a cargo. Y que vino a hacerse cargo. A tomar decisiones. A que el gobierno deje de procrastinar. Y a poner en funciones un equipo de nombres que no necesariamente le son propios o comparten un pensamiento homogéneo (desde el Vasco De Mendiguren hasta Daniel Marx, pasando por la rápida restitución del eterno Raúl Rigo), pero sí exhiben casi todos ellos una larga experiencia y reconocimiento, repetimos, más allá de sus ideas. Eso sí, faltan mujeres ahí. Una deuda con los tiempos que corren.
Están aún en otras manos, al momento de escribirse estas líneas, dos lugares clave para intervenir el problema de las divisas: un Banco Central que no deja de perder reservas, en manos del albertista Miguel Pesce, y una Secretaría de Energía colonizada por el kirchnerismo que no ha dejado de embarrar los proyectos de segmentación de quienes antecedieron a Massa sin atinar a ofrecer mejores y más prácticas soluciones para el problema del costo energético.
No obstante, aún con el área pendiente de definición, el equipo de Massa ya informó que dará una vuelta de tuerca a la segmentación puesta en marcha las últimas semanas. Salvo los que no se inscribieron, que ya iban a pagar la tarifa plena, un número importante de usuarios pagará más de lo que se había previsto inicialmente. Menos subsidios, más ahorro para las arcas públicas, mayores complicaciones para el bolsillo de los consumidores…acaso un consumo más cuidadoso de la energía domiciliaria. Una vez más, no estamos discutiendo si la medida es correcta o no. Estamos tomando nota de que se tomó una decisión. Y, también una vez más, es una decisión política antes que económica, aunque sus consecuencias, por supuesto, también lo serán.
Por último, Massa comunica. De manera controlada, constante, coherente y solvente. También en eso deja en claro que hay alguien a cargo. No hace falta repasar algunos episodios de tiempos cercanos (y no tanto) para dar cuenta de la importancia de esto.
Muerto de inanición el albertismo, con Massa ganando posiciones y consolidándose en el terreno que el primero va abandonando, queda por preguntarse qué pasa con el kirchnerismo. Y, antes que eso, ¿por qué Cristina Fernández de Kirchner, que no dejó de disparar contra Martín Guzmán hasta que se lo llevó puesto, acordó el desembarco de Massa en el área económica, siendo que el tigrense tiene un proyecto bastante más irritante al paladar kirchnerista que el del ministro saliente?
A despecho de la imagen que se ha construido de ella (y que ella se encargó de reforzar), Cristina es una política pragmática. Sus problemas con Guzmán no eran (sólo) de política económica. En primer lugar, es probable que Cristina se haya sentido destratada por el tono cool y algunas agachadas que le hizo el joven académico. A la jefa no le gusta que la tomen en joda. Pero, más que eso, Cristina hace política. ES política. Mira los resultados y mira las consecuencias. Por eso fue mandando avisos, y también, franqueó la guerra interna luego de las elecciones legislativas de 2021.
Cristina estaba, suponemos, perfectamente dispuesta a sostener una política económica distinta y, en muchos aspectos, contradictoria con los que habían sido los principales lineamientos de su gobierno en la materia. Pero eso dejó de ocurrir cuando la falta de resultados se llevó puesta la ilusión del Frente de Todos de que la respuesta a la pandemia y las políticas de género serían suficientes para revalidarse electoralmente. Si vas a hacer lo que no me gusta, al menos hacelo bien. Ganá.
En este escenario en el que el kirchnerismo afronta, especialmente su principal figura, la lenta pero constante dilución de su potencia electoral, Cristina salió a apoyar (así como apoya ella, ojo) la emergencia de una figura como la de Massa que, antes que nada, reconstruyera la autoridad institucional y política que había perdido el Presidente. Por otro lado, los viejos resquemores seguramente permanecen, pero en estos años de trabajo conjunto en el Congreso, quedó claro que el vínculo de Massa con Cristina y con Máximo, mientras éste condujo el bloque oficialista en Diputados, alcanzó una articulación inesperada. Por ahora, es suficiente. Además, el tiempo es un inexorable masticador de alternativas.
¿Cómo? ¿Y el ajuste? Y, vamos viendo…
Más difícil la van a tener los militantes (y muchos dirigentes) del kirchnerismo, que se llenaron la boca demonizando a Guzmán, tratándolo de quintacolumna del capitalismo mundial y los organismos internacionales, ajustador y entreguista. Ahí están, deglutiendo el sapo de un nuevo ministro que, como quien no quiere la cosa, tuvo una amable charla de tú a tú nada menos que con el trumpista y antiperonista Mauricio Claver Carone, dicho sea de paso, otra contundente demostración de la extraordinaria persistencia de Gustavo Béliz en su propio fracaso.
Y dejamos un párrafo aparte para los sommeliers de políticas públicas que, en dos años y medio, no han hecho otra cosa que disparar contra las acciones del gobierno que integran, sin siquiera pensar en abandonar los suntuosos despachos y los generosos salarios públicos de que disfrutan en virtud de sus cargos oficiales. Sostenidos quién sabe por qué o por quién. Algo inexplicable en este gobierno y en cualquier otro.
El verdadero dilema del kirchnerismo es su futuro. Podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que si Sergio Massa logra el éxito en su tarea, aunque éste sea limitado y con los costos sociales que supone, emergerá como nuevo líder del espacio panperonista, con una capacidad fortalecida de nuclear y conducir a la coalición a una nueva contienda en la que podrá dar pelea. Y este liderazgo, que por ahora se viene construyendo a costa del nonato albertismo, avanzará inexorablemente sobre el núcleo resiliente pero no indestructible que comanda Cristina y espera heredar La Cámpora. Pocas cosas enamoran más que el éxito. Bilardo sabía.
Por otro lado, el fracaso del nuevo ministro abriría un abismo difícil de imaginar para el campo popular, pero particularmente para Cristina, que deberá hacerse cargo ante sus adherentes y ante todos de la decisión de haber impulsado a Alberto a la presidencia. Porque Massa, cuya suerte también está jugada, ya lo dijimos, podrá argumentar en su caso que lo suyo fue una actitud patriótica y desesperada por salvar la ropa…y no pudo. Pero el fracaso será todo de Alberto. Y de Cristina. No hace falta decir en cuál de los dos impactará más.
Eventualmente, y dependiendo de los resultados de la gestión Massa, Cristina podrá mostrarse, una vez más, como una dirigente inteligente y pragmática en el rol de king maker que ha asumido en estos tiempos, capaz de rectificar sus errores e impulsar, ahora sí, al verdadero gobernante capaz de sacar a la Argentina de la crisis recurrente. Pero eso, en el mejor de los casos, depende de un éxito ajeno e implica asumir ese error inicial y la propia falibilidad. Y de entender también que hay (habrá, con suerte) Massa, porque antes hubo Alberto. Alberto es la condición de posibilidad de Massa. Él lo sumó al Frente de Todos asegurando el triunfo de 2019 y sin saber que, al final, le brindaría a su propio gobierno esta (última) oportunidad que también es su certificado de defunción.
Y Sergio Tomás Massa asume así el mayor desafío de su historia política, el que lo llevará al cielo o al infierno. Y al hacerlo afronta tres grandes riesgos de los que deberá cuidarse especialmente: el primero es un mundo inestable, pospandémico y belicoso que cada día nos propone una nueva confusión y un nuevo peligro. El segundo, ni falta hace mencionarlo, es la Argentina, que se ha tragado de manera inclemente a muchos y muy buenos líderes porque… Argentina.
Y el tercero, acaso el más importante, es el propio Sergio Massa, que en más de una ocasión ha desperdiciado oportunidades por sus propios errores y cierta tendencia a sobrevenderse más allá de lo necesario. El hombre es político, claro, y tiene que hacerlo. Pero ahora, también, aún para aquellos que lo rechazan, tiene en sus manos la última chance de un gobierno maltrecho y de un país (otra vez) sumido en una crisis para la que no parece haber solución. Nadie quiere ver al nuevo ministro convertido en el meme del gatito que, frente al espejo, se ve a sí mismo como un león.
Todo se resume en los resultados. Si los hay buenos, hay una posibilidad de que la sociedad convalide y legitime nuevamente al gobierno del Frente de Todos, aun cuando los costos sean altos. Y, si no los hay, entonces el desierto que le espera al peronismo será más áspero de lo que pueda imaginarse y todos los liderazgos, incluso los más sólidos, se verán irremisiblemente dañados.