Cuando dí mis primeros berridos en las cercanías del Parque Lezama, había pasado algo menos de una década y media desde el 17 de octubre.
Me tocó nacer en una familia signada por un gorilismo chirle, en la cual la certeza del antiperonismo no venía acollarada con un odio o un desprecio evidentes por la clase trabajadora.
Crecí convencido de que mi pertenencia a la ciudad de Buenos Aires era una condición natural y afortunada. No estoy hablando de supuestos privilegios, sino de una familiaridad encarnada con el paisaje.
No recuerdo que en esos tiempos alguien mencionara el 17 de octubre.
Yo vivía en Barracas, al norte, pero las incursiones al centro eran tan frecuentes como una extensión de lo cotidiano.
Si la salida era con mi abuelo, para él la ceremonia previa incluía una camisa impecable, la selección cuidadosa de la corbata, los zapatos bien lustrados y un terno que parecía gritar su condición de hecho a medida. El toque final era el ajuste de un sombrero con un ala ligeramente inclinada sobre la frente.
Temo que a esta altura algunos se pregunten si estoy hablando del 17 de octubre. La respuesta es afirmativa.
Estas escenas transcurrían bien entrada la década del sesenta. Pero algunas de las viñetas no habían perdido el acento social que sonaba en el 45.
Aunque se tratase en apariencia de un mero escenario, la Capital Federal expresaba en gran medida los conflictos que habían dividido la Patria desde su origen. Las guerras civiles habían consagrado el triunfo del sistema federal de gobierno, pero la Argentina seguía siendo un país unitario que concentraba los resortes del poder en el reducido territorio de la gran metrópolis.
Y eso se veía en las calles, en los edificios, en la ropa y hasta en las ofertas de las grandes tiendas. En el espacio porteño convivían los espectáculos más relevantes con la movida financiera y la rosca política. Hablar del centro de la ciudad implicaba hablar del corazón del país. Tal vez por eso, el decidir circular por las plazas y paseos, o admirar desde las veredas los palacetes varios que competían con edificios clásicos de las capitales europeas, exigía “endomingarse” para la excursión.
Este tipo de impresiones no circulaba entre quienes vivían en los barrios periféricos o en las populosas localidades del conurbano. Es decir que, hasta tal punto estaban naturalizadas esas diferencias que reacciones de asombro o incomodidad señalan a quien las manifiesta como perteneciente a la categoría de compatriota, nacido y criado en el interior profundo.
Ese era un rasgo distintivo del pajuerano o el payuca, que en la taxonomía centralista se integraba a la abarcadora categoría del cabecita. Mi amigo Carlos Copello, excelso bailarín que ha sabido brillar en los escenarios de Nueva York, París y Tokio, me ha comentado entre risotadas el temor que le produjo su primer encuentro con las escaleras mecánicas y las miradas que cosechaba su vacilación ante el engendro. Nacido en el corazón de Santiago del Estero, Carlos me narró estos recuerdos la misma noche que me presentó a su amigo, el gran actor Robert Duvall.
Lo cierto es que Copello le había ganado la pulseada al prejuicio a fuerza de talento. Pero su ejemplo no era la experiencia de las mayorías, ni siquiera en los 90. Imaginemos, por un momento, cómo funcionaban esos desniveles a mediados de la década del 40.
Vale la pena registrar, del mismo modo, que las alusiones sobre los argentinos que se mencionaban a la vuelta de algún viaje, estaban acotadas casi sin excepción a los porteños. Varios de esos chascarrillos han sido limados por la historia, pero no dejaban de ser elocuentes:
“El mejor negocio de América es comprar a un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale”. O bien
“Cuando hay una tormenta eléctrica los argentinos creen que Dios les está sacando fotos”.
Quizás aquel nivel de juicio fuese excesivo o algo injusto. Pero lo peor del caso es que esas actitudes no eran impresiones sufridas por hermanos de los países limítrofes. También palpitaban en la cotidianeidad de los compatriotas.
Otro de los orgullos enarbolados con frecuencia era que la Argentina no sufría el flagelo del racismo. Lo cierto es q ue el ejercicio de la discriminación no requería una caracterización étnica particular. Bastaba la condición de trabajador para engrosar la categoría “negro de mierda”. Y hasta había quienes para subrayar que su mirada despectiva era estrictamente moral, hablaban de quienes aún encubiertos por sus rasgos eran perceptibles como “negros de alma”.
Más de una vez, al debatir sobre este particular, he debido escuchar el comienzo de las objeciones con aquello de “eran otros tiempos”. Cuando empieza esa melodía sé que lo que la continúa es una canción antiperonista.
Ocurre que es imposible no vincular estas instantáneas diversas con la trama política que bullía en las jornadas precedentes del 17 de octubre. El progresivo malestar generado en las filas más conservadoras de las Fuerzas Armadas por el crecimiento de la figura de Perón y los movimientos de las otras fuerzas políticas, revelan la incomprensión de lo que estaba sucediendo para la mirada de la clase dirigente. La detención del coronel en Martín García, el pedido de Jauretche al caudillo radical Amadeo Sabattini para que “saque a flote a Perón”, el pic-nic oligárquico de la Plaza San Martín y el plan explícito de ceder el gobierno a la Corte Suprema, delatan la confusión y las distintas direcciones que se formulan para el futuro inmediato de la Patria.
Ya el 17, mientras distintas facciones del movimiento sindical discuten la adhesión o el rechazo a la huelga , Perón está instalado en el Hospital Militar. Lo acompañan Lucero, Tanco , Quijano, Pistarini y otros pocos oficiales de confianza. Una veintena de sindicalistas se reúnen con el coronel, que aconseja mantener la calma y proceder pacíficamente.
Mientras tanto, resultan elocuentes algunas memorias. Blanca Brum recuerda:
“Las barriadas peronistas hasta entonces no habían conocido el centro de Buenos Aires.(…) Y estos grasas, ¿ son también argentinos? ¿Dónde estaban? Nunca se habían visto antes…¿De dónde viene esta chusma?”
Magdalena Ruiz Guiñazú también da su testimonio:
“Me acuerdo muy bien del llamado de mi tía Chichita. Vivía en la calle Lavalle, muy cerca de la Plaza de Mayo. Y pensaba que la iban a matar”.
Scalabrini Ortiz, por su parte, describe el perfil de la multitud que iba convergiendo en el centro:
“Venían con su traje de fajina porque acudían directamente desde sus fábricas y talleres. Eran rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de brea, de grasas y aceites”.
Pese a conocer las numerosas crónicas del día desde hace décadas, mi valoración del 17 de octubre se ha ido incrementando con el correr de los años. De viaje en otras latitudes y rodeado de otras lenguas, no he dejado de dedicarle – incluso a solas – un emocionado brindis a esa jornada mágica de lealtad y lucidez.
Hace algunos años fui invitado a dar una charla el mismo 17 en un local de Berisso. Agasajado por los anfitriones tuve oportunidad de fundirme en un largo abrazo con dos viejas entrañables que habían aguantado estoicamente mi perorata. Ambas habían integrado la vanguardia de las columnas que en el 45 habían marchado hasta la Plaza. Era obvio que a esas compañeras , talladas por el tiempo, por la lucha y el trabajo, yo no tenía nada que explicarles. Pero las dos me repetían la alegría que les daba escuchar a un fulano hablar de la historia de la Patria y saber que esa página la habían escrito ellas,que esa bisagra de nuestras vidas les pertenecía para siempre.
En el prólogo de un libro que me regaló el entrañable Alfredo Carlino, el maestro Galasso afirma que la irrupción de las multitudes en el centro estaba marcando el “nuevo rumbo de una cultura nacional, esa capacidad de dar respuesta a la poesía que andaba sola, buscando un compañero para gozar la vida por las calles y las plazas, pues viejos tabúes, pesados prejuicios e implacables suplementos literarios obstaculizaban el camino”.
Me gusta esa mirada fundacional y de conquista. Sobre todo en estos días en que Buenos Aires insiste en volver a su pasado de soberbia y ajenidad. Y me gusta también pensar que en este prolongado invierno social porteño, cada 17 de octubre uno recobra las ganas de volver al entrevero contra la sombra. Porque ese día se renueva el aire y en todos los rincones se huele la maravillosa primavera del pueblo.