La fiesta tras la muralla

Los cuerpos, los cambios culturales, los prejuicios y el libro de Camila Villada "Las malas" atraviesan esta crónica.

Foto: Ramiro Pereira para La Voz

Por Martina Evangelista 

Tengo el recuerdo de ir una noche, de adolescente, en el auto de un amigo, a presenciar bajo el anonimato, bajo la oscuridad de los árboles, el mundo de las travestis de los Bosques de Palermo.
Esa noche mi amigo manejó por las calles de Buenos Aires, dando vueltas sin un rumbo determinado, mientras escuchábamos reggaetón en su Vitara. Cuando pasamos por el Planetario, él me miró, me sonrió de costado y yo, con un revoleo de ojos y un suspiro forzado, acepté la invitación.
Entramos despacio a la zona, camuflándonos entre los clientes que también iban en sus autos, con la diferencia de que el nuestro nunca disminuyó la marcha. Esa noche fuimos una especie de voyeurs adolescentes. En silencio, observamos los cuerpos, las polleras, las pelucas. Las petacas, los pezones, las plataformas. Las caras, los labios rojos, las medias de red. Me acuerdo que me fascinaron las carteras que llevaban colgadas en sus brazos. Chiquitas, brillosas, hermosas. Dentro de ellas, seguro se encontraba todo el poder de la noche.
Cuando empecé a leer Las malas (2019), de Camila Sosa Villada, ese recuerdo que tenía totalmente borrado, olvidado, reapareció en mi memoria muy nítidamente: de repente estaba ahí, constituyéndome como persona. Me acordé de golpe, como una flor que se abre de un momento a otro.
Ya en las primeras hojas de la novela, se nos presenta a un grupo de travestis que trabajan en el Parque Sarmiento. La protagonista llega a Córdoba Capital para estudiar en la universidad, ya no siendo mujer sólo por las noches: se presenta como Camila las 24 horas del día. Y es así que las conoce, espiándolas y tiritando de frío, bajo los árboles frondosos y nocturnos del Sarmiento.
¿Qué hace que los parques, los bosques, las plazas, la oscuridad, sean los lugares donde estos cuerpos puedan mostrarse? Sin tapujos, sin caretas. Me hace pensar en las brujas y en sus aquelarres, bajo la luz de la luna llena. En la época de la Inquisición, era obligación denunciarlas si se las veía por la noche reunidas, bailando alrededor del fuego, en medio de los bosques.
Los cuerpos travestis se salen de “la norma”, son cuerpos diferentes a los modelos estéticos socialmente aceptados. Gran parte de la sociedad los rechaza y son cuerpos marginados, excluidos. Pero, a su vez, llaman poderosamente la atención. Cientos de clientes aparecen cada noche para refugiarse un rato en ese placer, en ese erotismo. Creo estar en lo cierto si digo que hay un Parque Sarmiento en cada ciudad del mundo.
En Las malas, el concepto de cuerpo está todo el tiempo rotando, moviéndose de un personaje a otro, de figura a otra, de grupo social a otro, jugando así con las diferentes concepciones de cuerpos y transformaciones.
Las travestis de Camila también son protagonistas de transformaciones y monstruosidades mágicas, que no tienen que ver sólo con el género: la tía Encarna tiene ciento setenta y ocho años, María la Muda se convierte lenta y dolorosamente en pájaro, Natalí se transforma en lobizona las noches que hay luna llena. El realismo mágico está muy presente en la novela. Ahora bien, ¿cómo reaccionan las travestis ante estas “monstruosidades”? Simplemente las aceptan, forman parte de su cotidiano, se adaptan a sus diferencias, no se excluyen entre ellas. A la que se transforma en pájaro le dan alpiste, a la lobizona la encierran cuando hay luna llena para que no se lastime, a la que está lastimada, la cura la Machi Travesti, con sus embrujos y canciones. Frente a la magia no se sorprenden; porque ellas son la magia.
Ahora bien, ¿cómo aparece reflejado el Estado, la policía, los políticos, la sociedad, el sistema entero, incluso el de salud, cuando se encuentra frente al mundo travesti? Es acá donde habita lo monstruoso y el horror. La violencia, la discriminación, los asesinatos, las violaciones, las torturas y la exclusión se genera desde “la gente normal”, desde las fuerzas policíacas, desde los clientes, los hombres, lxs vecinxs, las señoras en los supermercados. Todxs ellxs ven a las travestis como monstruos, por el hecho de que sus cuerpos son el campo de batalla de la transformación, son cuerpos ubicados fuera de la hetero-norma, rellenos con aceite de avión y portadores de minifaldas: son cuerpos que cuestionan, que disrumpen los géneros y, como dije antes, potencian el deseo. Todo un peligro para lo ya establecido.
En una entrevista que se hace a ella misma, en el ciclo Punto de Fuga, realizado por la Universidad Nacional de Córdoba, Camila Sosa Villada cuenta que, en los primeros años de facultad, donde se presentaba ya como mujer, tuvo que batallar constantemente con la “muralla” que pone la gente frente a una travesti. Que la distancia, el prejuicio y la discriminación fueron una constante por mucho tiempo (aún en los lugares que se consideran los más “progres”).
La casa donde vive la Tía Encarna tiene paredes rosas y muy altas, pero éstas funcionan como otro tipo de muralla. Tras ellas, colmadas de enredaderas, flores y estampitas de santas, se refugian todas las travestis. Se cuidan, se protegen, se curan, aprenden unas de la otras. También descansan, fuera de peligro. Cantan, cocinan, se ponen hermosas. Bajo esas murallas, está la fiesta. La fiesta de ser travesti.
En la entrevista que mencioné, la autora explica que la idea de tener novio, o un trabajo en blanco, o un DNI en el cual figure lo que deseas ser, no lo que “te tocó”, hace unos años le parecían tan sólo quimeras: ilusiones o deseos inalcanzables. Es verdad que, con el paso de los años, la visibilidad travesti y trans cada día es mayor, y se van conquistando derechos, pero todo discurso queda vacío si no hay reparación histórica.
Las travestis son el grupo poblacional más vulnerable de todo el país. Su expectativa de vida ronda en los 37 años, mientras que para el resto de la sociedad ronda en los 77. Adivinen en qué época de la historia la expectativa de vida era de 40 años.
Todo comienza en la exclusión por parte de los núcleos familiares y educativos, a esto se le suma la dificultad de conseguir un trabajo en condiciones decentes, la falta de acceso a la salud, a servicios básicos, la persecución policial, la violencia por parte de los hombres. Sin contar los prejuicios, actitudes discriminatorias y malos tratos que se repiten cotidianamente, por parte del “ciudadanx común”.
Pienso de vuelta en esa noche que fui a los Bosques de Palermo, y contemplé todo como si fuese un show, una aventura bizarra, una puesta en escena. La ignorancia de lo que era una travesti, el trabajo sexual, la noche clandestina, seguramente fue lo que me llevó esa noche a ir y poder verlo con mis propios ojos.
Pese a muchos avances, deconstrucciones, visibilidad, acercamientos a la realidad travesti, siento que seguimos mirando y tratando el asunto con cierta lejanía, con cierta dificultad, aunque vayamos a las marchas del Orgullo, aunque hablemos sobre sus derechos, o festejemos la Ley de Cupo Laboral Travesti Trans con una foto en las redes. Seguimos sin acercarnos lo suficiente, seguimos sin atravesar de manera total y determinante esas murallas.
En un momento de la novela, la protagonista describe la marginalidad de estos cuerpos mejor que nadie:

Si alguien quisiera hacer una lectura de nuestra patria, de esta patria por la que hemos jurado morir en cada himno cantado en los patios de la escuela, esta patria que se ha llevado vidas de jóvenes en sus guerras, esta patria que ha enterrado gente en campos de concentración, si alguien quisiera hacer un registro exacto de esa mierda, entonces debería ver el cuerpo de La Tía Encarna. Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evitable, esa huella de odio.

El día en que la patria sea reconocida también en esos cuerpos, en esas cicatrices, algunas cerradas, otras aún abiertas; el día en que las travestis lleguen a los ciento setenta y ocho años como la tía Encarna, estoy segura: habrá una gran fiesta.

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