El 27 de abril de 1956, la Constitución Nacional sancionada en 1949 fue derogada por una proclama militar que declaró vigente la anterior, originada en 1853. Se trató de un acto de poder de hecho sin disfraz jurídico posible, despojado de cualquier forma de apariencia republicana, realizado con el único fin de quebrar el orden jurídico creado por el gobierno peronista democráticamente electo.
El ciclo peronista de crecimiento productivo y justicia social fue interrumpido violentamente por las elites dominantes, para imponer un régimen represivo y extranjerizante. Desde entonces, salvo el breve lapso de 1973/1974, y los doce años del ciclo kirchnerista, nuestro país no recuperó su senda de autodeterminación nacional, sino que transitó -con un acentuado declive- años de duras represiones.
Aquel quiebre del orden jurídico que significó la derogación de la Constitución Nacional en 1956, se hizo a la par del giro económico liberal-conservador que llevaría a la crisis social y dependencia del país durante décadas. Al mismo tiempo, la dictadura dispuso la aceptación de los convenios de Bretton Woods y el acercamiento al Fondo Monetario Internacional, lo cual había sido resistido por los gobiernos de Perón con el fin de no perder independencia económica frente a los grandes poderes financieros internacionales. Más aún, el día anterior a la proclama derogatoria -el 26 de abril-, se aprobó por decreto el Plan Prebisch, ese por el cual se liberaliza la economía del país y “se pone al gato como guardián de las sardinas”, como dijo Scalabrini Ortiz respecto de la designación de Raúl Prebisch, antiguo asesor de Federico Pinedo durante la década infame.
La dictadura y el quiebre del país se justificaron con una verdadera inversión del lenguaje como forma de colonialismo ideológico. El sometimiento al mundo financiero se hizo con la excusa de que el país se encontraba internacionalmente aislado. El golpe de estado se autodenominó revolución libertadora y se descalificó a Perón, quien tuvo que irse al exilio, como el tirano depuesto. Al peronismo, el movimiento de masas populares del país, se lo proscribió y persiguió, y su sola mención de las más diferentes maneras, era sancionada. El decreto 4161 de marzo de 1956 establecía hasta seis años de prisión efectiva, sin excarcelación, mientras miles de sindicalistas, trabajadores y trabajadoras eran perseguidos, cesanteados y encarcelados. En junio de ese año ocurrieron los fusilamientos contra quienes se alzaron junto al Gral. Juan José Valle.
Rodolfo Puiggrós decía que la dictadura hizo “del pueblo una entelequia y de la democracia una abstracción, por lo que se creyeron con derecho a violar las libertades del auténtico pueblo en nombre de un pueblo fantasma y a burlarse de las exigencias de las masas invocando una democracia sofisticada y vacía (…) con una soberbia respaldada por el poder del dinero y los recursos de la propaganda imperialista pretendieron que la sociedad argentina no fuera lo que era, sino lo que ellos deseaban que fuera, para cumplir las órdenes de sus mandantes” (cfme, Historia crítica de los partidos políticos argentinos, Buenos Aires: Hyspamérica, 1986).
El régimen dictatorial intentó regresar al antiguo orden oligárquico terrateniente, previo a 1943, pero desde su mismo inicio comenzó la resistencia peronista, la cual, junto a la presencia de una masa obrera políticamente activa, fueron un poderoso escollo. La dicotomía peronismo-antiperonismo expresó durante décadas la lucha de clases en nuestro país, reactualizando a su modo la falsa dualidad civilización o barbarie del siglo XIX.
La constitución de 1949 recibió, de parte de los partidos del viejo orden, el mote de bastarda, autoritaria, o, de parte de sus constitucionalistas, nula de origen por la discusión sobre la necesidad de los dos tercios de los presentes o totales, o que su única intención era la de habilitar la reelección de Perón. La realidad es que se trató de la máxima expresión jurídica de un proyecto de nación que se proclamaba económicamente libre, políticamente soberana y socialmente justa. Para esto, la reforma de 1949 consagró un modelo de Estado protagónico, garante de los derechos sociales y de los trabajadores, y a cuyo cargo estaban las áreas estratégicas de la economía. También disponía una serie de derechos liberales en el ámbito penal y de las relaciones de familias que tardarían décadas en volverse a establecer, tras su derogación. Un verdadero modelo de país y sociedad que muy lejos estaba de agotarse en una cláusula de permiso para la reelección, condicionada además al voto popular.
Toda constitución se encuentra en la cúspide del sistema normativo, estableciendo sus principios y normas generales, a las cuales deben adecuarse el resto de las leyes y decretos que son, así, de jerarquía inferior. La única manera de reformar o derogar una constitución es mediante una asamblea constituyente. En 1957, la dictadura convocó a una, pero lo hizo de manera ilegal al proscribir al peronismo para las elecciones de los convencionales. Tanto es así, que el voto en blanco salió primero, como había alentado Perón desde el exilio, dando lugar a que el ingenio del pueblo en la época dio ganador al General Blanco.
En marzo de 1976, la dictadura cívico-militar impuso el denominado Estatuto para el proceso de reorganización nacional y otras actas y documentos, por sobre la Constitución Nacional, en nombre de los poderes constituyentes de la Junta de facto gobernante. Como una ruptura dentro del orden jurídico nacional ya quebrado desde abril de 1956 fue el horrendo disfraz formal del genocidio y la imposición de una economía de especulación y desocupación. En fin, aquel 27 de abril de 1956 se consumó un hecho de poder antidemocrático y antipopular, una ruptura del orden jurídico del país como parte de su quiebre económico y social, así como la imposición de un colonialismo ideológico, cuya deriva histórica se proyectó durante décadas hasta el presente.